Ecce homo!(III)
Desde la encomienda de
Barcelona, volvemos a retomar el apartado dedicado a conocer mejor el posible
papel que tuvo el ídolo de los templarios en sus vidas. ¿Pero de qué objeto
estamos hablando cuando nos referimos al bafomet? Para comprenderlo mejor,
hemos extraído unas líneas escritas por la paleógrafa italiana Barbara Frale,
de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde nos indica algunas de
las tradiciones y doctrinas aprobadas en el Concilio de Nicea.
Desde Temple Barcelona
os animamos a que leáis este elaborado capítulo..
6. Et habitavit in
nobis – Y habitó entre nosotros- Iª parte
A
comienzos de siglo VIII, la línea teológica que exaltaba el valor espiritual de
los iconos encontró un denodado defensor en el monje Teodoro, abad del
monasterio de Studion, en Constantinopla, uno de los centros más brillantes de
la cultura bizantina. Teodoro el Estudita supo luchar tanto en el terreno
conceptual como en el político para reivindicar la necesidad de venerar las
imágenes: si el hombre había sido creado a imagen de Dios, no cabía duda de que
el arte de producir imágenes sagradas encerraba algo de divino. Con increíble
visión de futuro supo poner de relieve un concepto de validez intertemporal:
prohibir el culto de las imágenes puede ser muy peligroso porque prepara el
terreno para el crecimiento de la herejía. Al rechazar las imágenes en nombre
de una religión constituida únicamente por ideas, conceptos mentales, se impide
que el fiel entre en contacto con el aspecto humano de Jesús, lo cual lo expone
al peligro, siempre al acecho, de creer que Jesucristo no es más que un ente
espiritual, un símbolo del contacto posible entre el hombre y Dios. Pero Jesús
también era una persona concreta de carne y hueso, y precisamente sus sufrimientos
humanos son los que han procurado la redención a los otros hombres: “Como
hombre perfecto que fue, no sólo se puede, sino que se debe representar y
venerar a Cristo en imágenes; si se niega esto, queda prácticamente destruida
toda la economía de la salvación”.
El
pensamiento de Teodoro se impuso en el gran Il Concilio de Nicea del año 787.
La discusión se centró justamente en el mandylion,
la imagen más antigua y venerada de Cristo. El término que se usó para
referirse a él es “impronta” (character), el mismo que se usaba para la
acuñación de monedas; la palabra designa la imagen en negativo que deja el
contacto de un objeto en positivo. El concilio de Nicea dedicó mucho cuidado a
la precisa regulación del papel de las imágenes en la vida de la Iglesia , para que su culto
no desembocara en el pecado de idolatría: se especificaba que estaba prohibido
adorarlas, porque la adoración está reservada exclusivamente a Dios, y se
recomendaba una veneración equilibrada al respecto. Se afirmó que Dios no es
una cuestión de imagen, pues la fe nace de la Escritura , que es la Palabra de Dios, y nadie
debe sentirse con la conciencia tranquila por el mero hecho de ser muy devoto
de una imagen sagrada, sea cual fuese. Las representaciones sagradas cumplen en
esencia una función didáctica y pedagógica, útil para hacer de alguna manera
accesibles los dogmas a la mayoría de los fieles que carecen de suficientes
recursos culturales; además, pertenecen a la tradición del cristianismo, que es
por sí misma venerable y receptáculo de la verdad. Por todas estas razones se
definió con toda precisión el tipo de liturgia que era menester seguir cuando
se veneraban los iconos santos, que no era otro que el que se utilizaba para
las reliquias: se basaba en el beso, el encendido d eluces y la proskìnesis, o
sea, el acto de arrodillarse con la frente en contacto con el suelo, que es el
modo de rezar que todavía hoy practican los musulmanes. Así era como los
cristianos de Tierra Santa adoraban la reliquia de la
Vera Cruz , y los mismo hacían los
templarios con su “ídolo”, prosternándose con la cara contra el suelo: sin
duda, en la Europa
de comienzos del siglo XIV, semejante práctica debía de dejar perplejos a sus
espectadores.
El
resultado del Concilio de Nicea fue la teología de los iconos, vigente y muy
estimada aún hoy: el icono no es un simple retrato de Jesús o de otros
personajes de la historia sagrada, sino más bien un lugar del Espíritu, un
santuario en sí mismo, en cuya proximidad el fiel pone en cierto sentido un pie
en la dimensión divina; contemplando el icono se comunica con Dios. Sólo
algunas personas están capacitadas para pintar iconos y deben someterse a un
ritual antiquísimo, marcado por reglas férreas, puesto que el resultado debe
ser fiel a los modelos sancionados por la tradición. Todo comienza con un
período de ayuno y purificación espiritual que el pintor está obligado a
respetar antes de ponerse manos a la obra, y termina con el agregado del texto,
que debe hacerse en lengua litúrgica. El texto confirma definitivamente la
fidelidad de retrato a su original y declara que todo lo que se ve con los ojos
humanos está en realidad presente en la liturgia celestial y participa de ella.
Naturalmente, las fórmulas que figuran en los iconos estaban sometidas a reglas
completamente fijas, establecidas por la doctrina de la Iglesia. Algunas
eran intocables: ningún pintor tenía atribuciones para modificarlas, a menos
que fuera con el consentimiento de un obispo o un patriarca, porque habían sido
estudiadas para que expresaran de manera sintética ciertos dogmas indiscutibles
de la religión. La primera y tal vez la más antigua es la abreviada en la
fórmula IC-XC, que se refiere a la
imagen de Jesús y está formada por la primera y la última letra de las dos
palabras griegas IHCOGC XPICTOC, “Jesús Cristo”, y
que aparece ya en los iconos del siglo X y constituye en sí misma toda una
profesión de fe: que Jesús fuera el Hijo de Dios, el Mesías (en griego
precisamente christòs) esperando
durante siglos por el pueblo de Israel, constituía la verdad primera, esencial
e intocable del cristianismo, la base misma sobre la cual se había construido la Iglesia.
Tal
vez la segunda fórmula en antigüedad y difusión sea la que acompañaba la imagen
de María. MP-QG, abreviatura de MHTHP QEOG, ”Madre de Dios”, y, naturalmente, era también la
codificación de un dogma en forma simple. Tenía su origen en el concilio de
Éfeso del año 431, durante cuyas sesiones se produjera una furiosa discusión
precisamente porque se había puesto en tela de juicio este título, surgido
espontáneamente entre la gente y utilizado desde hacía mucho tiempo. El obispo
Nestorio, que desempeñaba el importante cargo de patriarca de Constantinopla,
quería cambiar theotòkos (“Madre de
Dios”), título que se daba a María, por christotòkos,
es decir, “Madre de Cristo”. A su juicio, en efecto, la Virgen había engendrado la
naturaleza humana de Jesús, pero no era posible que la joven, ella misma una
criatura, diera a luz también la naturaleza divina de Jesús, es decir el Logos,
inconmensurablemente superior a ella.
La
propuesta de Nestorio no gustó nada a ciertos teólogos como San Cirilo, obispo
de Alejandría, porque en la práctica buscaba romper en dos partes la unidad de
la persona de Jesucristo (una más débil y otra perfecta). Menos aún gustó a la
gente común: de acuerdo con la tradición, era precisamente a Éfeso adonde el
apóstol Juan había conducido a María, cuyo cuidado le había encomendado Jesús
moribundo. El pueblo estaba habituado desde hacía mucho tiempo a venerarla como
Madre de Dios: no comprendía ni quería comprender aquellos abstrusos
razonamientos. La propuesta de sustituir “Madre de Dios” por “Madre de Cristo”
como título de la Virgen
fue combatida con la excomunión; la ciudad fue iluminada como para una fiesta,
los obispos que habían defendido el título tradicional de theotòkos fueron acompañados a sus residencias por un cortejo
solemne, con antorchas y humo de incienso como si fueran ellos mismos imágenes
de santos.
En
cambio, la fórmula Jesucristo (en griego Ièsus
Christòs) nunca fue puesta en discusión, porque era demasiado antigua, viva
y central. Según los evangelios, se remontaba a la predicación misma de Jesús:
un día el Nazareno había preguntado a los discípulos: “¿Qué dice la gente que
soy?”. Pedro le había respondido: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios
viviente”. Era aquélla la primera profesión de fe de los cristianos, muy
sintética, pero completa. En el círculo de los primeros cristianos, que, en
jerga profesional, los exégetas y los teólogos llaman hoy “Iglesia pospascual”,
muy poco tiempo después de la muerte y de los acontecimientos que a ésta
sucedieron, las palabras Jesús (un
nombre muy común de varón) y Cristo
(un adjetivo sagrado) se hacían indisolubles, una sola y la misma cosa.
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