Ecce homo!(III)
Desde la encomienda de
Barcelona, seguimos con la segunda parte del capítulo ‘Et habitavit in nobis’
creado para concienciarnos de la gran repercusión que tuvo el ‘mandylion’ para
los ciudadanos de Bizancio. Para avanzar un poco más en el tema, hemos extraído
un nuevo texto escrito por la paleógrafa italiana Barbara Frale, de su libro “I
templari e la sindone di Cristo”, donde nos acerca la reliquia cristiana, para
contemplar su enorme atractivo que ésta radiaba a los feligreses.
Desde Temple Barcelona
esperamos que el capítulo haya sido de vuestro agrado.
6. Et habitavit in
nobis – Y habitó entre nosotros- IIª parte
En
marzo del año 843, la emperatriz Teodora, viuda de un marido que había vuelto a
perseguir a las adoradores de imágenes, asumió una decisión completamente
distinta e instituyó una ceremonia solemne, la fiesta de la Ortodoxia , destinada a
recordar para siempre la victoria de los iconos santos. En el 943, primer
centenario de la fiesta, el emperador Romano I resolvió solemnizar el
acontecimiento llevando a la capital la más famosa y venerada de las imágenes
de Cristo, la que se guardaba en Edesa, y confió la misión de recuperarla al
mejor de sus generales, Juan Curcuas. La ciudad se hallaba entonces bajo
dominio árabe y el general Curcuas se vio obligado a negociar la cesión del mandylion: a cambio de este objeto
único, el emperador bizantino dejó en libertad 200 prisioneros islámicos de
elevado rango, pagó 12.000 coronas de oro y además concedió a la ciudad una
garantía de inmunidad perpetua. Tras examinarla detenidamente, porque los
árabes habían tratado de endilgar al general una copia falsa, la famosa imagen
fue conducida a Constantinopla con una memorable procesión el día 15 de agosto,
fiesta de la Dormición
de María, y colocada en la iglesia de Blanquernas, dedicada a la Virgen ; al día siguiente se
la trasladó a una nave imperial con la que recorrió la ciudad, para ser luego
colocada en la capilla imperial de Faro; este oratorio inaccesible era un
monumental relicario donde desde hacía siglos los emperadores reunían
testimonios más valiosos de la vida de Cristo, la Virgen y los santos. Según
distintos visitantes medievales a los que se les permitió contemplarlo, estaban
allí todos los objetos de la
Pasión , desde el pan consagrado de la Última Cena hasta la
esponja con la que habían dado vinagre a Jesús, aparte de una cantidad de
recuerdos importantes; todo aquello era el fruto de una secular y minuciosa
campaña de búsqueda a la que ya había dado comienzo Elena, la madre de
Constantino. El motivo de esta paciente, continuada y costosísima operación es
muy simple: puesto que en un determinado momento de la historia el contacto con
Tierra Santa se había vuelto difícil, urgía encontrar el modo de mantener al
menos una relación física y concreta con los testimonios de la vida de Cristo.
En el curso de apenas cuatro años (636-640), los árabes, comandados por el
califa Omar, despojaron a los emperadores bizantinos de gran parte de Asia
Menor, comprendida la región de Siria-Palestina; a partir de ese momento las
visitas al Santo Sepulcro y a los otros Santos Lugares fueron posibles gracias
a acuerdos diplomáticos especiales entre la corte de Constantinopla y los
nuevos señores islámicos, pero, a pesar de todo, no se consiguió evitar que la
propia basílica de la
Resurrección , donde se hallaba el Sepulcro, sufriera
verdaderas devastaciones. Por eso se estudió la manera de trasladar a la
capital bizantina todo lo que fuera posible transportar en relación con la vida
de Jesús, a fin de crear en las márgenes del Bósforo una segunda Jerusalén que
contuviera todos los testimonios fundamentales. En 1201, el guardián imperial
de las reliquias, Nikolaos Mesarites, tuvo que defender el gran sagrario
bizantino del riesgo de saqueo, porque una revolución palaciega trataba de
hacerse con el poder; logró calmar los ánimos de los revoltosos demostrándoles
que aquella capilla era un lugar absolutamente sagrado, una nueva Tierra Santa
que era menester honrar y respetar por encima de las cuestiones políticas:
‘Este
templo, este lugar es un nuevo Sinaí, es Belén, el Jordán, Jerusalén, Nazaret,
Betania, Galilea, Tiberíades; es el cuenco, la Cena , el monte Tabor, el pretorio de Pilato, el
lugar del Cráneo, que en hebreo se dice Gólgota. Aquí nació Cristo, aquí fue
bautizado, aquí caminó sobre las aguas y sobre la tierra, aquí realizó milagros
prodigiosos y se humilló lavando los pies […]. Aquí fue crucificado, y quien
tenga ojos podrá ver el apoyo donde descansaron sus pies. Aquí también fue
sepultado, de lo que hasta hoy da testimonio la piedra rotulada sobre la tumba.
Aquí resucitó, y así lo demuestran el sudario y los tejidos sepulcrales’.
Después
del traslado a la capital, el mandylion
permaneció en Constantinopla y muy pronto se convirtió en el símbolo mismo de
la ciudad, una especie de sumo protector, que lucía también en los estandartes
del ejército; la mentalidad religiosa bizantina lo identificó con la Eucaristía , o el Cuerpo
de Cristo, y lo reprodujo en una incalculable cantidad de copias. A partir de
entonces, el mundo bizantino desarrolló una verdadera pasión por las
características físicas de Jesús; era un poco como querer reaccionar a siglos
de una cultura que por muchos motivos las había ignorado, cuando no
directamente negado. Gracias al estudio de las reliquias lograban captar su
altura: fuera de la basílica de Santa Sofía se
había erigido una reproducción de la cruz en tamaño natural, llamada
“cruz de la medida” (crux mensuralis),
que permitía a todos contemplarlo en su verdadera talla.
La
colección imperial de Faro se llenó de testimonios de todo tipo, incluidos
algunos (como los pañales del Niño o la leche de la Virgen ) que hoy hacen
sonreír; sin embargo, esto no debe hacernos olvidar el enorme valor histórico
de su presencia: quienes los buscaban y los apreciaban no eran por cierto
campesinos ignorantes, sino los intelectuales más importantes de la época. Al
redescubrimiento de esta dimensión humana de Jesús, que durante tanto tiempo el
mundo cristiano de Oriente había ignorado, se unía la experiencia de una
profunda conmoción. En el fondo, la novedad absoluta del cristianismo residía
en el hecho de que Dios se había puesto a caminar entre la gente: el texto
griego del Evangelio de Juan dice literalmente: “La Palabra se hizo carne y
puso su Morada entre nosotros”. Contemplar los pañales del Niño era recordar
que el Cristo había sido un recién nacido como todos los demás, y María, a
quien los bizantinos llamaban Madre de Dios, lo había cuidado con ternura, lo
mismo que hacen las otras madres con sus hijos. Determinados objetos mostraban
que Dios considera al hombre su prójimo y que está a su alcance; y los
relacionamos con la Pasión
decían también otra cosa: que seguramente en el enfermo, en el moribundo, en la
persona abrumada por el sufrimiento, en los rostros de todos aquellos que
durante las adversidades de la vida se superponen al rostro irreconocible de
Cristo, hay algo de divino.
El
traslado del mandylion a la capital
fue un acontecimiento memorable, con ocasión del cual se produjeron muchos
escritos. El estudio de estas fuentes demuestra que son especialmente
interesantes: en efecto, la descripción de mandylion
y de su historia tal como se la relataba en la época de Constantino VII no
coincide del todo con lo que se sabía a partir de las fuentes más antiguas.
Hacen aquí aparición cosas distintas, detalles que parecen puestos adrede para
“actualizar” la leyenda a la luz de una nueva y desconcertante verdad.
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