Desde la
encomienda de Barcelona volvemos a compartir con todos vosotros el apartado
dedicado a la figura de san Padre Pío, conocido también como el santo de los
estigmas. Comentamos su vida, porque es todo un ejemplo de la santidad que el
individuo puede lograr, aunque para ello la carga a soportar sean insultos,
vejaciones, golpes y demás suplicios provocados por Satanás en la figura del
Padre Pío, quien con devoción y amor hacia los demás, no cesaba de curar y
ofrecer milagros en vida.
Desde
Temple Barcelona estamos convencidos de que su lectura os cautivará.
¡Levántate
y anda!
Pascual Di Chiara, canciller del Juzgado de
Paz de San Giovanni Rotondo, podía dar fe de esa misma indulgencia. Cierto día,
tras una desafortunada caída, empezó a cojear de la pierna izquierda. Incapaces
de curarle, los médicos le condenaron a renquear de por vida. Hasta que un día,
el Padre Pío le ordenó: “¡Tira el bastón y camina!”.
Y Pascual, como si escuchase al mismísimo
Jesús, echó a andar tan tranquilo.
Claro que su alegría fue mayor al ver que su
hijo de tres años, víctima de una parálisis infantil, dejaba el aparato
ortopédico que llevaba en las piernas por orden del Padre Pío. Desde entonces,
caminó ya siempre con normalidad.
Pascual Urbano, de Foggia, cojeaba también al
andar tras precipitarse al suelo desde lo alto de un carro. Bastó con que el
Padre Pío le conminase: “¡Levántate y anda! ¡Tira esos bastones!”. Y él, como
si tal cosa, caminó.
Otro día, José Canaponi, de Sarteano, resultó
embestido por un camión mientras viajaba en su rudimentaria motocicleta.
Trasladado al Instituto Ortopédico Rizzoli de Bolonia, los médicos comprobaron
que se había fracturado el fémur izquierdo. Durante tres años, la pierna de
José Canaponi se le quedó rígida como un palo. Apoyado en sus bastones, llegó
un día a San Giovanni Rotondo acompañado de su mujer y de su hijo para
confesarse con el Padre Pío. En cuanto quiso darse cuenta, había hincado ya las
rodillas en el confesionario, incluida la que tenía anquilosada desde hacía
tres años. Absuelto de sus pecados, se incorporó con toda naturalidad ante el
asombro de la esposa y el hijo.
Más tarde, el doctor Leopoldo Giuntini,
director de la Clínica Ortopédica de la Universidad de Siena, aportó la
siguiente declaración ideal para escépticos:
“La inmediata reanudación del movimiento
articular, en el caso Canaponi, constituye un hecho que no se puede explicar
dentro de los límites de los actuales conocimientos.”
Curaciones, conversiones, gracias a raudales…
eran consecuencia del amor incondicional del Padre Pío por las ánimas:
“Señor –imploraba el fraile-, no me permitas
ir al Paraíso hasta que el último de mis hijos, la última de las personas
confiadas a mi cuidado sacerdotal, entre antes que yo.”
A su director espiritual le escribía:
“Suplico al Señor que acepte derramar sobre mí
los castigos que aguardan a los pecadores y a las ánimas del Purgatorio,
centuplicándolas en mi persona, para que se conviertan y se salven los
pecadores y admita pronto en el Paraíso a las almas del Purgatorio.”
Y evidenciaba de nuevo a su director:
“No tengo ni un minuto libre. Todo el tiempo
se emplea en desatar a los hermanos de los lazos de Satanás. ¡Bendito sea Dios!
Por eso os ruego que no me aflijáis más junto con los otros en el trabajo de la
caridad, porque la mayor caridad consiste en arrancar almas atrapadas por
Satanás a fin de ganarlas para Cristo. Y eso es precisamente lo que hago día y
noche.”
En Roma, nada más preguntarle por él, fray
Domenico Mirizzi me responde categórico:
“Lo que más me llama la atención del Padre Pío
es su ofrecimiento al Señor como parte del plan de salvación de la Humanidad.
El sacrificio de toda su vida en aras de este proyecto divino. Este hecho
singular impulsó de manera decisiva mi vocación sacerdotal. Me propuse así
intentar pasar aquí lo que Jesucristo soportó por todos nosotros: sufrimientos
físicos y morales de todo tipo. Recuerdo que el Padre Pío decía que todas las
veces que no sufría, le parecía estar perdiendo el tiempo. El tiempo sólo tenía
valor si servía para salvar almas.”
Con semejante arsenal de oración y penitencia,
era natural que tampoco se le resistiese el fotógrafo Federico Abresch…
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