Desde la
encomienda de Barcelona retomamos el apartado destinado a conocer la vida del Padre
Pío, y la capacidad que tenía para obrar milagros y realizar conversiones al
catolicismo. Hoy veremos cómo, personas que no saben lo que desean, se decantan
por buscar significado a su existencia fuera de la Iglesia. Pero no queremos
extendernos más y pensamos que es mejor que os recreéis con su lectura.
Desde
Temple Barcelona sabemos que después de leerlo, no os dejará indiferentes.
Del
padre al hijo
Nacido en el seno de una familia protestante,
Federico Abresch brindó el testimonio de su conversión en los años treinta a
Alberto del Fante, otro antiguo laico tan rabioso como él, enemigo acérrimo de
todo lo sobrenatural, a quien aludiremos de nuevo muy pronto.
Más tarde, María Winowska tuvo oportunidad de
conocerle también durante su visita a San Giovanni Rotondo.
El caso de Federico Abresch recuerda a los ya
relatados al principio por Gianna Vinci y Joaquín Hernández, sólo que al revés;
es decir, fue esta vez la conversión del padre la que abrió al hijo el
insospechado horizonte de su alma. Enseguida veremos por qué.
Federico Abresch llegó a San Giovanni Rotondo
en 1928. Había oído hablar de un fraile estigmatizado que hacía milagros. La
curiosidad morbosa, unida al ánimo supersticioso de que pudiese curar a su
esposa, pendiente de una delicada operación que podía impedirle ser madre, le
condujeron finalmente hasta allí.
Aun siendo protestante por nacimiento,
Federico Abresch acabó abrazando el catolicismo por estricta conveniencia
social. La religión constituía sí para él una simple máscara ante los demás.
Huía del dogmatismo como del sacrificio. Amaba, por el contrario, las ciencias
ocultas, el espiritismo. Cayó incluso en las garras de la magia y, más tarde,
en las de la teosofía; temas sobre los que poseía una de las mejores
bibliotecas privadas de su tiempo.
Entretanto, para no contrariar a su piadosa
mujer, se acercaba de vez en cuando a los sacramentos sin ninguna convicción.
Con semejante bagaje espiritual aterrizó aquel
hombre en San Giovanni Rotondo. ¿Qué sucedió entonces?
Él mismo lo relataba así, de su puño y letra:
“El primer contacto con el Padre Pío me dejó
frío. Me habló secamente y con brevedad; sin el cariño que yo esperaba de él
tras un viaje tan largo y penoso. Pese a todo, decidí confesarme.
Apenas me arrodillé, dijo que había callado
pecados mortales en confesiones anteriores y quiso saber si procedía de buena
fe. Yo le contesté que la confesión era par mí una acertada institución social,
en cuyo carácter sacramental no creía. Luego, sin saber por qué, añadí: ‘Pero
ahora, Padre, creo’. Él permaneció en silencio un instante, tras el cual, con
una expresión de indecible dolor, me dijo: ‘Estaba usted en la herejía y, por
tanto, todas sus comuniones han sido sacrílegas. Es necesario que haga una
confesión general. Examine a fondo su conciencia y recuerde su última confesión
bien hecha. Jesús no fue tan misericordioso con Judas como lo está siendo con
usted…’ Clavándome una mirada gélida, añadió: ‘Sia lodato Gesú et Maria…’ [Alabados sean Jesús y María].”
El penitente permaneció un rato en la
sacristía, consternado y meditabundo, mientras las palabras del confesor
resonaban en su conciencia:
“Recuerde su última confesión bien hecha…”.
Recordaba, en efecto, que había sido bautizado
de nuevo sub conditione tras
convertirse al catolicismo. Poco después, hizo una completa confesión en la que
manifestó todos los pecados cometidos desde la infancia.
Dejemos ahora al protagonista que prosiga con
su relato:
“Mi cabeza era una partida de ajedrez cuando
el Padre Pío volvió a la sacristía: ‘Con que…¿desde cuándo?’ –inquirió.
“Comencé a balbucear algo, pero él me cortó en
seco: ‘Está bien; usted se confesó bien a su regreso de la luna de miel.
Abandonaremos pues todo lo anterior y comencemos desde entonces”.
“Yo estaba más muerto que vivo. Pero él no me
dejó más tiempo para reflexionar. Con una nitidez y precisión sorprendentes,
fue enumerándome todas las faltas acumuladas en tantos años. Me dijo incluso la
cifra exacta de misas a las que había faltado. Recapitulados todos mis pecados
mortales, valoró su gravedad y añadió en un tono que jamás olvidaré: “Lei ha sciolto un inno a Satana, mentre Gesú
nel suo sviscerato amore si e rotto il collo per Lei” [Usted cantaba himnos
a Satanás mientras que Jesús, en su entrañable caridad, se ha sacrificado por
su amor].
“Recibida la absolución, me sentí tan feliz y
ligero que me parecía tener alas”.
A Federico Abresch le faltó tiempo para llevar
a su esposa enferma a San Giovanni Rotondo.
Una vez allí, la señora Abresch mantuvo el
siguiente diálogo con el Padre Pío:
-Padre, los tres doctores que he consultado
coinciden en que debo operarme. Dígame usted qué puedo hacer…
-Pues haga lo que le dicen los médicos
–repuso, diplomático, el capuchino.
La mujer rompió a llorar; luego, más calmada,
añadió:
-¡Pero Padre, si hago eso no podré tener hijos
nunca!
-Entonces, nada de hierros, niente ferri –advirtió él, levantando la
mirada al Cielo-… Quedaría usted malparada para toda la vida.
La señora Abresch dejó luego constancia
escrita de su precioso testimonio, igual que su marido. Dice así:
“Regresé a Bolonia llena de alegría y
esperanza. Desde aquel día, en efecto, cesaron mis hemorragias y desaparecieron
para siempre todos los demás síntomas de mi enfermedad. Cuando, al cabo de dos
años, mi marido visitó de nuevo al Padre Pío, éste vaticinó que tendríamos un
niño. Cuál fue mi sorpresa al recibir este telegrama de San Giovanni Rotondo,
que conservo en mi poder: ‘¡Felice più
che mai, prepara corredo bimbo! [“¡Nunca fuiste más feliz, prepara la
canastilla!]. Un año después, efectivamente, tuve un bebé. Fue un parto sin
dolor pese a los pronósticos de los médicos, cuyo consejo abandoné bastante antes
de mi embarazo. Tanto mi marido como yo, somos ahora felices, inmensamente
felices.”
Más tarde, el propio Federico Abresch proclamó
entusiasmado a María Winowska, en San Giovanni Rotondo: “¡Ese niño es hoy
sacerdote!... ¡El Padre Pío lo había vaticinado!”.
Sin duda, las oraciones de sus padres
influyeron decisivamente en aquella maravillosa vocación.
¡Qué inmenso poder el de la comunión de los
santos!
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