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miércoles, 17 de junio de 2009

La Cuarta Cruzada (1199-1204): IIª Parte.

Cuando al fin pudo restablecerse un poco de calma, los venecianos cobraron lo que los cruzados les debían por el transporte y los víveres suministrados para el viaje y el resto fue repartido al cincuenta por ciento entre Venecia y los saqueadores. En las naves de la Señoría se cargaron obras de arte, mármoles, esculturas y cuanto de valor se pudo transportar, y cargadas de tesoros partieron hacia la Laguna.

En Tierra Santa podían esperar a los cruzados en vano. Los templarios habían elegido a su decimotercer maestre a comienzos de 1201; se trataba de Philippe de Plessis, caballero del condado de Anjou, que tenía difícil igualar la obra de reconstrucción que había realizado Gilbert de Érail, quien había asistido a la reunificación del Imperio islámico por Al-Adil, el hermano de Saladino, cuando éste hubo derrotado en 1202 a sus tres incompetentes sobrinos.

La Cristiandad parecía haberse vuelto loca, y el ideal templario sonaba en esta situación como una música ajena a cuanto estaba pasando. La Cuarta Cruzada había olvidado a los musulmanes, y sus miembros se habían dedicado a saquear la mayor de las ciudades cristianas, que además era la primera defensa de las Cristiandad frente al Islam.

Pero aún faltaba el estrambote. En 1209, el Papa Inocencio III, ávido de poder y ansioso por dotar a la Iglesia de un monolitismo inquebrantable, predicó una nueva cruzada, pero en esta ocasión no iba a ir dirigida contra los musulmanes, sino contra los cátaros del sur de Francia, a quienes la Iglesia condenó por herejes. Entre 1209 y 1244 miles de cátaros o albigenses fueron perseguidos y condenados a la hoguera en una vorágine de muerte y sangre. La idea de la cruzada se había transformado en un “sangriento instrumento del poder papal”, y el pontífice pidió a los templarios que le ayudaran en tan cruenta empresa. En 1219 los templarios participaron en una expedición que encabezaba el delfín de Francia, el futuro Luís VIII, contra los cátaros. Sus votos de no combatir jamás contra cristianos quedaban rotos, aunque el Papa los tranquilizó anunciando que esos herejes no se contaban precisamente entre las filas de los fieles de Dios.

Los cátaros expulsados de Carcassona.

Y en 1212, mientras un gran ejército constituido bajo la bula de la cruzada y compuesto por los reyes de Aragón, Castilla y Navarra derrotaba en la batalla de las Navas de Tolosa a los musulmanes almohades, un niño pastor francés llamado Esteban ponía en marcha la llamada “cruzada de los niños”, que se dirigió hacia Oriente y que acabó con miles de alevines muertos o vendidos como esclavos en los mercados de las ciudades islámicas.

Batalla de las Navas de Tolosa.

Inocencio III estaba dispuesto a ser el gran hacedor de la política europea, además del sumo pontífice de la Iglesia. Para ello actuó como un verdadero señor temporal, participando activamente en cuantas ocasiones se le presentaban para influir en los reinos cristianos. En 1213 dispuesto, con el beneplácito de los nobles de la curia real de Aragón, que el joven Jaime I, rey de Aragón a la muerte de su padre Pedro II (caído en los campos de Muret defendiendo a sus vasallos cátaros del ataque cruzado del Papa), fuera educado por los templarios en el castillo aragonés de Monzón. El más longevo de los reyes aragoneses se educó durante tres años bajo la disciplina del Temple; y algo del espíritu de los caballeros de Cristo debió de permanecer en él, porque en alguna ocasión este monarca ha sido llamado precisamente “el rey templario”.

En la imagen Pedro II de Aragón
El prestigio del Temple y su influencia se habían recuperado gracias al buen hacer de los maestros Gilbert de Érail y Philippe de Plessis, que habían actuado con prudencia y evitando caer en los tremendos errores de Gerard de Ridefort. Y esa nueva imagen quedó bien patente cuando en 1209, finalizada la tregua de seis años que el rey Amalrico de Jerusalén había pactado con Al-Adil, el maestre Philippe de Plessis se negó a prorrogarla, como quería el sultán, y convenció a los nobles y obispos del reino a que hicieran lo propio. El nuevo rey, Juan de Brienne, se mostró enseguida dispuesto a colaborar plenamente con los templarios.

La alta nobleza y los grandes señores volvieron a ver a los templarios como a los grandes caballeros de la cristiandad. Por ejemplo, uno de los más notables, el famosísimo Guillermo el Mariscal, gran caballero, campeón de justas y torneos y lugarteniente de los reyes de Inglaterra, murió en 1219 haciéndose cubrir a modo de mortaja de honor con el manto blanco de los templarios.

A ello contribuyó el decimocuarto maestre, Guillermo de Chartres, quien pugnó por recuperar el prestigio perdido, así como el hecho de que las encomiendas templarias estaban más florecientes que nunca y producían unas rentas muy cuantiosas. El dinero fluía de manera copiosa y, ante la abundancia de capital, se convirtieron en prestamistas de nobles y reyes, creando una red financiera que los convirtió en los grandes banqueros de Europa en el siglo XIII.

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