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martes, 17 de noviembre de 2009

El Templo de Salomón


Mucho se ha escrito y se continuará hablando sobre el desaparecido y enigmático templo sagrado. Muchas de esas veces le persigue muy de cerca la leyenda sobre los antiguos constructores: Arquitectos de lo sagrado. Por ese motivo desde la encomienda de Barcelona, deseamos compartir con todos los navegantes, un texto del escritor y periodista, Jesús Ávila Granados de su libro “La mitología templaria”. Esperamos sea de vuestro agrado.

Salomón (970-931 a.C.), rey de Israel, adornó su capital, Jerusalén, con numerosos edificios, entre ellos palacios para él y sus mujeres. Pero su más grandiosa obra arquitectónica, cuya fama perduró a través de las generaciones, fue la construcción del templo, cuyos cimientos fueron echados en el cuarto año de su reinado y que se completó en el undécimo año, con todo lo necesario. El edificio era de piedra labrada y madera de haya y pino traída desde el Líbano, y tenía adornos de plata, oro y cobre, montados por expertos artesanos de Tiro, que, al igual que todos y cada uno de los alarifes, obedecían las órdenes de Hiram, el gran arquitecto fenicio, también procedente de Tiro. Hiram fue el Gran Maestro constructor del templo de Salomón; en la simbología ocultista templaria está representado por la inicial de su nombre, la letra H, como podemos ver en numerosos canecillos de iglesias templarias (San Bartolomé de Ucero, Ligos, Castillejo de Robledo, etcétera.) En la Biblia (1 Reyes, 6 y 7), leemos lo siguiente:

“Revistió las paredes de la Casa por dentro con tablas de cedro desde el suelo hasta el remate de las paredes; hasta el techo cubriolo todo por dentro con madera de cedro; cubrió asimismo el pavimento de la casa con maderas de ciprés.

Y en los costados de la Casa recubrió con tablas de cedro los veinte codos desde el pavimento hasta lo más alto; y lo destinó para el debir o Santo de los santos.

Y la casa, es decir el Templo, desde la puerta del debir, tenía cuarenta codos. Y todo el edificio por dentro estaba revestido de cedro con sus ensambladores y junturas hechas con mucho primor y artificiosamente esculpidas; todo estaba cubierto con tablas de cedro, de tal forma que no se podía ver ni una sola piedra en la pared.”

Para el investigador francés Jean Pierre Bayaud, el templo no era muy grande; 30 metros de largo por 20 de ancho, una altura de 20 metros y columnas de 9 metros. Mientras que para otros arqueólogos e investigadores –entre ellos, E. Raymond Capt-, el templo de Salomón era aún más pequeño: 18 metros de largo por 9 de ancho y unos 13 metros de altura; en ambos casos, tales medidas correspondían al segundo templo, el que se alzó, sobre el mismo emplazamiento del anterior, en tiempos de Ciro II el Grande (558-528 a.C.), fundador del imperio persa. Pero regresemos de nuevo al primer templo; Hiram fue también el artífice de la ornamentación, realizada con placas de piedras preciosas y esculturas de cedro; los querubines los hizo en madera tallada de olivo que recubrió de oro. El talento de este gran maestro constructor y escultor hizo gravitar el equilibrio de los objetos y la decoración propia de la liturgia, al incorporar una amplia simbología esotérica que ahonda en los más ancestrales cultos del mundo oriental (Egipto, Fenicia, Mesopotamia, Anatolia…) El arca de la Alianza, colocada tras la finalización y consagración en 962 a.C., fue alojada en el sancta sanctorum del nuevo templo, en cuya inauguración se ofrecieron sacrificios y se celebraron grandes fiestas populares. Y así nos describe el primer Libro de Reyes la impresión causada en el pueblo por las festividades de inauguración del templo: “Y bendijeron al rey, y fueron a sus estancias alegres y gozosos por todo el bien que el Señor había hecho a David su siervo y a su pueblo de Israel” (1 Reyes 8, 66). Las dos columnas que flanqueaban el acceso al sancta sanctorum –Hakim y Boaz- eran de madera de ciprés, procedentes del Árbol del Bien y del Mal; de ellas, en el siglo I d.C., se labró la cruz de la Pasión de Cristo, que luego, convertida en reliquia, generaría toda una serie de fragmentos de madera, conservados en distintos lugares de la geografía hispana bajo el nombre de lignum crucis. Uno de ellos, el más grande, se conserva en el monasterio de Santo Toribio, de la Liébana (Cantabria).

La historia acusa a Salomón por su largueza, que causó un profundo daño a su pueblo; pero la leyenda, tanto de Israel como de otros pueblos antiguos, conservó su recuerdo como ejemplo de sabiduría, justicia y temor de Dios. Según la tradición, él es el autor de los Proverbios, el Eclesiastés, el Cantar de los Cantares y algunos de los Apócrifos.

El templo, desde su primera piedra, fue concebido para enseñar a la humanidad los secretos del espíritu, en ese constante intento de comprobar lo inmaterial con lo material, puesto que aquel edificio, el más emblemático de la Historia, no sólo tenía como significado la casa del Señor, sino que también era el hogar de los buenos hombres y, a la vez, el universo en la tierra. Se dice que fue el Dios Todopoderoso quien dictó a Hiram las claves para la construcción de esta gran obra, en la cual bebieron y se inspiraron, a partir de 1118, los primeros maestros del Temple. El templo de Salomón, en su dimensión cósmica, era el lugar de contemplación, desde el cual el hombre podía observar no sólo el horizonte, el cosmos, a través del cielo descubierto y el mundo circundante, sino también a él mismo, dentro de un círculo. Por lo tanto, llegamos a la cuadratura del círculo, que no es otra cosa que el octógono, la figura geométrica más apreciada por los templarios. No es una casualidad que, diecisiete siglos más tarde (año 692), allí se alzara, en torno a una roca sagrada, la mezquita de la Roca, edificio de planta octogonal culminado con una brillante cúpula dorada (Qubbat al-Sakhra) en su parte superior. En el templo de Salomón, por lo tanto, como un mecanismo preciso de relojería, se conjuntaban los poderes celestiales con los terrenales o, lo que es lo mismo, lo sagrado con lo profano, y todo ello lo sabían muy bien aquellos caballeros que, procedentes del mundo occidental, no tardarían en comprender las fuerzas esotéricas que gravitaban en el seno del templo. Los caballeros, al instalarse en las ruinas del templo conservadas tras la destrucción causada por Nabucodonosor II el Grande (605-562 a.C.), en el 587 a. C., no duraron en excavar en sus cimientos en busca del arca de la Alianza y demás objetos sagrados del templo de Salomón.

Numerosas construcciones templarias se basan en el octógono, como base perfecta de una geometría que enlaza los poderes celestiales y terrenales. La geografía hispana está llena de edificios –civiles y religiosos- que tienen planta octogonal; entre ellos, Eunate y Torres del Río (Navarra), la Vera Cruz de Segovia, y un larguísimo etcétera.

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