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miércoles, 10 de febrero de 2010

Los templarios de Napoleón


Desde la encomienda de Barcelona, queremos abordar otro de los misterios suscitados sobre la clandestinidad de la Orden del Temple, tras su disolución oficial a principios del siglo XIV.

La fina pluma del siempre inquietante historiador francés Michel Lamy, nos transporta en su libro “La otra historia de los templarios” hasta la Francia napoleónica. También Napoleón llegó a esconder secretos de estado y por supuesto también se aficionó a la búsqueda de objetos de poder. Objetos poderosos que imaginó que el Temple pudo custodiar.

Deseamos que nuestros lectores disfruten con su lectura.

El emperador, además de los lazos especiales que había podido mantener con sociedades secretas, comprendió perfectamente lo peligroso que hubiera sido no tener en cuenta el juego al que hubieran podido entregarse. Tomó la precaución de hacer instalar a su propio hermano a la cabeza de la francmasonería francesa y la mayor parte de sus generales se afiliaron a ella. Pero facilitó igualmente las actuaciones de una Orden que decía ser la única heredera legítima de los templarios. Así, autorizó personalmente al pedicuro Bernard Fabré-Palaprat a que organizara una ceremonia solemne, en 1808, en la iglesia de San Pablo y San Antonio, en memoria de Jacques de Molay.

Fabré-Palaprat pretendía que su Orden era la única en poder afirmar que descendía legítimamente y en línea directa de los templarios. Se basaba en una carta de transmisión que databa de 1324. El abad Gregorio afirmaba haberla tenido en sus manos y algunos otros privilegiados la habrían visto. Habría sido obra de un tal Jean-Marie Larménius, que sucedió, en la clandestinidad, a Jacques de Molay. Desde entonces, cada uno de los Grandes Maestros que se habrían sucedido en la sombra a la cabeza de la Orden, hasta su nuevo resurgimiento en el siglo XIX, la habrían revestido con su firma. La lista llevaba nombres ilustres: Bertrand de Guesclin, Jean d’Armagnac, Robert de Lenoncourt, Henri de Montmorency, Felipe, duque de Orleans, Luis Enrique de Borbón, príncipe de Condé, Louis-Henri Timoléon de Cossé-Brissac, entre otros. Una tesis bastante sólida afirma que esta carta es una falsificación del siglo XVIII realizada por el jesuita Bonnati por encargo de Felipe de Orleans. En este caso, Fabré-Palaprat habría podido ser perfectamente sincero al creerse el depositario del Temple. Además, Mgr Ivan Drouet de La Thibauderie d’Erlon escribía en 1762:

“En cualquier caso, es sabido que el duque de Orleans fue elegido Gran Maestre de los templarios que se habían reunido el 11 de abril de 1705 en Versalles y que a partir de esta fecha se puede seguir la existencia de una hermandad caballeresca, muy próxima a los movimientos iniciáticos e iluministas con los cuales tuvo relaciones indudables, si bien intermitentes.”

Resulta en verdad difícil pronunciarse sobre esta carta cuyo carácter apócrifo no ha sido nunca claramente demostrado, así como tampoco su autenticidad.

Fabré-Palaprat, nacido el 29 de mayo de 1775 en Cordes, en el Tarn, había sido seminarista en Cahors, y posteriormente ordenado sacerdote. Pero no había tardado en ahorcar los hábitos para casarse y establecerse como médico en París en 1798. No parece haberse comportado como un estafador, sino, por el contrario, haber creído en su misión. Sus enemigos nunca consiguieron comprometerle. Por desgracia, esta sinceridad no bastó para probar la filiación que reivindica su Orden soberana y militar del Templo de Jerusalén, la cual sigue existiendo.

La Orden se desarrolló y se internacionalizó. Abrió logias no sólo en París, sino también en Londres, Roma, Nápoles, Hamburgo, Lisboa, etc. El almirante Sidney Smith, vencedor de Bonaparte en San Juan de Acre, que vino a instalarse en París en 1814, formó parte de ella. Se hizo incluso enterrar en el cementerio de Père-Lachaise revestido con un manto blanco con la cruz roja de la Orden.

Por más que esta filiación nos parezca sospechosa, no nos pronunciaremos al respecto. Observemos simplemente los secretos de la Orden, o bien éstos fueron magníficamente bien guardados y no utilizados.

Fue por propia voluntad de Jacques de Molay por lo que la Orden habría pasado así a la clandestinidad. Es también esta voluntad la que recuerda otra tradición.

Según un documento que cabe fechar aproximadamente hacia 1745:

“Los templarios que escaparon al suplicio abandonaron sus bienes y se dispersaron, unos se refugiaron en Escocia, otros se retiraron a lugares apartados y escondidos donde llevaron una vida de ermitaños.”

El mismo texto indica que Jacques de Molay, inquieto por el cariz que tomaban los acontecimientos como consecuencia de los arrestos, pensó en confiar una misión a un hombre de confianza. Algunos días antes de su suplicio, habría, pues, hecho llamar al conde François de Beaujeau y le habría pedido que se dirigiera a las tumbas de los Grandes Maestres. Allí, debajo de uno de los féretros, había un joyero de cristal de forma triangular montado en plata. El joven tenía por misión apoderarse de él y llevárselo con carácter de urgencia a Jacques de Molay, cosa que hizo. El Gran Maestre, seguro ya de poder depositar su confianza en él, le habría iniciado en los misterios de la Orden y le habría ordenado hacer revivir ésta y continuar con su labor. Asimismo le habría revelado que el joyero contenía el dedo índice de la mano derecha de...San Juan Bautista. Luego le habría entregado las llaves y revelado que el féretro bajo el cual estaba oculto el joyero contenía una caja de plata así como los anales y los secretos codificados de la Orden, sin olvidar la corona de los reyes de Jerusalén, el candelabro de siete brazos y los cuatro evangelistas de oro que adornaban el Santo Sepulcro. Este ataúd era precisamente el del anterior Gran Maestre: Guillaume de Beaujeu.

Jacques de Molay confió también a su joven protegido que las dos columnas que adornaban el coro del Temple (he aquí que nos recuerda a Salomón) a la entrada de la tumba de los Grandes Maestres, estaban huecas. Sus capiteles eran desmontables y podían así retirarse las colosales riquezas que había acumuladas en ellas. Jacques de Molay hizo jurar al conde de Beaujeu que lo recogería todo y lo conservaría para la Orden hasta el fin del mundo.

El conde se cercioró de la fidelidad de nueve caballeros que habían podido escapar a los esbirros de Felipe el Hermoso. Todos mezclaron su sangre e hicieron confesión de “propagar la Orden por todo el globo mientras se pudieran encontrar en él nueve arquitectos perfectos”. Luego el conde fue a pedirle autorización al rey para retirar de la tumba de los Grandes Maestres el ataúd de su tío paterno, Guillaume de Baeaujeu. Lo obtuvo y se llevó, pues, ese ataúd y su muy preciado contenido. Aprovechó la ocasión para recuperar el contenido de las columnas y sin duda lo hizo transportar todo a Chipre.

A continuación el conde de Beaujeu restableció la Orden, pero instituyó nuevos rituales utilizando el emblema del Templo de Salomón y de los “jeroglíficos que están relacionados con él”.

Tras la muerte del conde de Beaujeu, la antorcha habría pasado a manos de d’Aumont, uno de los templarios que se habían refugiado en Escocia. Desde entonces, la Orden no habría dejado nunca de existir.

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