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jueves, 28 de julio de 2011

El Templo de Salomón: Iª parte


Desde la encomienda de Barcelona, deseamos compartir un texto del novelista Piers Paul Read donde nos habla del lugar más emblemático de la Orden de los Pobres Caballeros de Jesucristo, el Templo de Salomón; ya que gracias a que les fue concedido ese enclave, lo hicieron servir como cuartel general.

Este escritor, gracias a su libro “The Templars”, nos habla bajo una perspectiva netamente histórica, describiendo con sutileza el templo más famoso del mundo Antiguo.

Desde Temple Barcelona, estamos seguros que este nuevo apartado os gustará.

En mapas de la Edad Media dibujados en pergamino se muestra a Jerusalén en el centro del mundo. Jerusalén era entonces, como sigue siéndolo hoy, una ciudad sagrada para tres religiones: el judaísmo, el cristianismo y el islamismo. Para cada una de ellas, era el escenario de hechos trascendentes que formaron el vínculo entre Dios y el hombre (siendo el primero los preparativos de Abraham para el sacrificio de su hija Isaac en el afloramiento rocoso cubierto por una cúpula de oro).

Abraham era un rico nómada de Ur, en Mesopotamia, que unos mil ochocientos años antes del nacimiento de Cristo, por orden de Dios, se trasladó desde el valle del Eúfrates hasta el territorio habitado por los cananeos, entre el río Jordán y el mar Mediterráneo. Allí, en recompensa por su fe en el único Dios verdadero, recibió aquella tierra “rebosante de leche y miel” y la promesa de innumerables descendientes para poblarla. Sería el padre de muchas naciones; para sellar esa alianza, Abraham y todos los varones de su tribu se circuncidarían, una práctica que debía continuarse “de una generación a otra”.

Esa promesa de posteridad era problemática, porque Sara, la esposa de Abraham, era estéril. Comprendiendo que ya no estaba en edad de concebir, Sara convenció a Abraham para que engendrara un hijo con su esclava egipcia, Agar. A su debido tiempo, Agar dio a luz a Ismael. Algunos años más tarde, se aparecieron tres hombres mientras Abraham estaba sentado a la entrada de su tienda a la hora más calurosa del día. Le dijeron que Sara, entonces de más de noventa años, tendría un niño.

Abraham rió. Sara también, tomándolo en broma. “¿Conque después que ya estoy vieja, y mi señor lo está más, pensaré en usar del matrimonio? Pero la predicción demostró ser correcta. Sara concibió y parió a Isaac. Se volvió entonces en contra de Ismael y a su madre. Dios se puso de parte de Sara y, siempre obedeciendo las órdenes de Dios, Abraham despachó a Agar y a Ismael al desierto de Bersabee con un poco de pan y un odre de agua. Cuando el odre quedó vacío, Agar, no pudiendo soportar el ver morir de sed a su hijo, intentó abandonarlo debajo de un árbol; pero Dios la guió hasta un pozo y le prometió que su hijo fundaría una gran nación en los desiertos de Arabia.

Fue entonces cuando Dios le impuso a Abraham una última prueba, ordenándole ofrecer a “tu único hijo a quien tanto amas […] y allí me lo ofrecerás en holocausto sobre uno de los montes que yo te mostraré”. Abraham obedeció sin reparos. Llevó a Isaac al lugar designado por Dios, un afloramiento de roca en el monte Moriah, acomodó leña en un altar improvisado, y puso a Isaac sobre la pila de leña. Pero justo cuando tomaba el cuchillo para matar a su hijo, se le ordenó desistir: “No extiendas tu mano sobre el muchacho […] ni le hagas daño alguno: que ahora me doy por satisfecho de que temes a Dios, pues no has perdonado a tu único hijo por amor de mí […] en vista de la acción que acabas de hacer […] Yo te llenaré de bendiciones, y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo, y como la arena que está en la orilla del mar […] y por un descendiente tuyo serán benditas todas las naciones de la tierra, porque has obedecido mi voz”.

¿Existió Abraham? En los tiempos modernos, las opiniones eruditas sobre su historicidad han oscilado entre el escepticismo de exégetas alemanes que lo relegaron a la categoría de una figura mítica y los juicios más positivos emitidos a partir de descubrimientos arqueológicos en Mesopotamia. En la Edad Media, sin embargo, nadie dudaba de que Abraham hubiese existido, y prácticamente todos aquellos que vivían entre el subcontinente indio y el océano Atlántico alegaban descender de ese patriarca de Ur. Metafóricamente, los cristianos; literalmente, los musulmanes y los judíos. Los judíos tenían un documento para probarlo: la colección de textos judíos reunidos en la Torah que cuentan la historia de los descendientes de Abraham.

Unos mil trescientos años antes de Cristo, según esos registros, el hambre hizo emigrar a los judíos de Palestina a Egipto. Allí fueron recibidos como huéspedes por José –un judío, el primer ministro del farón egipcio- a quien en su juventud sus envidiosos hermanos habían abandonado en el desierto; pero, tras la muerte de José y la asunción de un nuevo faraón, los judíos fueron hechos esclavos y usados como mano de obra forzada para construir la residencia del farón Ramsés II. Moisés, el primero de los grandes profetas de Israel, los sacó de Egipto llevándolos al desierto. Allí, en el monte Sinaí, Dios le transmitió a Moisés sus mandamientos, grabados en tablas de piedra. Para guardarlas, los judíos hicieron un relicario que llamaron el Arca de la Alianza. Tras muchos años de errar por el desierto del Sinaí, llegaron a la tierra prometida de Canaan. Como castigo por una transgresión pasada, a Moisés sólo le fue permitido verla de lejos. Correspondió a su sucesor, Josué, reclamar el derecho inalienable de los judíos. Entre 1220 y el 1200 a. C., los judíos conquistaron Palestina. La lucha con los pobladores oriundos no fue justa: Dios estaba del lado de los judíos. Su victoria nunca fue absoluta; hubo guerras constantes con las tribus vecinas de los filisteos, moabitas, amonitas, amalecitas, idumeos y arameos; pero los judíos sobrevivieron por su destino singular, aunque aún indefinido.

El matrimonio entre Dios y su pueblo elegido no era fácil. Jehová era un Dios celoso, colérico cuando los judíos se volvían a otros dioses o quebrantaban el estricto código impuesto a su comportamiento: rituales exigentes y leyes precisas que siguieron a los Diez Mandamientos dados por Dios a Moisés en la cima del monte Sinaí. Los judíos, por su parte, eran volubles: se apartaban de Dios para venerar ídolos como el Becerro de Oro o dioses paganos como Astarté y Baal. Usaban a los profetas enviados por Dios para reprobarlos. Hasta sus reyes, ungidos de Dios, eran pecadores. Saúl desobedeció la orden de Dios de exterminar a los amalecitas, y David sedujo a Betsabé, la esposa de Urías el Heteo, e instruyó luego a Joab, el comandante de su ejército: “Poned a Urías al frente en donde esté los más recio del combate, y desamparadle para que sea herido y muera.”

Fue David quien, al final del primer milenio a. C., conquistó Jerusalén, bastión de los jebuseos. Al pie de la fortaleza, en el monte Moab, cerca del lugar elegido por Dios para el sacrificio de Isaac, había una era propiedad de un jebuseo, Ornán. Por orden de Dios, David la compró para emplazar allí un templo donde guardar el Arca de la Alianza. David acopió los materiales para el templo, que fue finalmente construido por su hijo Salomón alrededor del 950 a. C. (continuará)

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