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miércoles, 29 de agosto de 2012

Los milagros del Padre Pío



Desde la encomienda de Barcelona damos inicio a un nuevo apartado dedicado a conocer la vida de un monje capuchino que llegó a realizar muchos milagros tanto en vida como también una vez que fue llamado por el Altísimo. Sus extraordinarias sanaciones hicieron que la Iglesia lo proclamase santo en el año 2002, treinta y cuatro años después de su muerte corpórea. Su nombre,  Padre Pío de Pietralcina

Por ello hemos seleccionado un capítulo del libro “Padre Pío: los milagros desconocidos del santo de los estigmas, realizado por el periodista D. José María Zavala, donde de manera desglosada nos acerca su vida y obra para que podamos contemplarla.

Desde Temple Barcelona estamos seguros que esta nueva sección os resultará fascinante.

¡Papá, aquí está Jesús!

Me hallaba yo entonces en el pueblo toledano de Oropesa, dos meses después de regresar de mi viaje a Roma, San Giovanni Rotondo y Tarento, cuando al abrir el correo electrónico descubrí aquel precioso tesoro que sólo el Padre Pío y el propio Joaquín pudieron enviarme desde el Cielo el mismo día de la onomástica de Joaquín y Ana.

No en vano los protagonistas de este hermoso testimonio se llaman igual que el padre de la Virgen María.

En cuanto leí los dos folios redactados por Joaquín Hernández, natural de Santa Fe (Argentina), tuve la certeza de que debía enlazar su testimonio con el de Gianna Vinci.

Contaba él que en 2007 diagnosticaron un cáncer de hígado a su hijo de tres años. Aquel aldabonazo del destino debilitó aún más sus ya de por sí frágiles creencias religiosas. Joaquín padre no hizo más que lamentarse desde entonces, sin entender cómo el Señor podía cebarse con una criatura tan desvalida como Joaquín hijo.

El hombre decidió rebelarse así contra el Cielo: dejó de ir a Misa; tampoco confesaba ni comulgaba. Todo lo contrario que su hijito, quien, pese a su corta edad, amaba con locura a Jesús y a la Virgen.

El pleno calvario de quimioterapias, cirugías e incontables ingresos hospitalarios, el pequeño Joaquín seguía bendiciendo al Señor con todas sus fuerzas. Divina paradoja. Con cuatro años, su hígado pesaba nada menos que dos kilos, cuando el de cualquier otro niño de su edad no excedía de trescientos gramos. La muerte rondaba a Joaquín. Los médicos dispusieron un transplante urgente, peor no había donantes. Entonces, inesperadamente, surgió uno: Joaquín padre comprendió al final que si quería salvar a su hijo debía donarle una porción de su propio hígado, compatible con el de aquél.

Poco antes había irrumpido en su hogar el Padre Pío, gracias a una buena amiga, Claudia Sutter, que les habló del santo de Pietrelcina, regalándoles estampas con una pequeña reliquia suya y una bella imagen de su rostro.

Hasta que llegó el día más temido y esperado. El propio Joaquín padre relataba con todo lujo de detalles el pavoroso combate por la vida:

La imagen del Padre Pío estuvo presente en el quirófano durante el trasplante. El doctor Carlos Luque, hombre de mucha fe, me repetía que el Padre Pío sería el jefe del quirófano y que él nos guiaría durante las más de dieciocho horas que duraría la operación. Nos advirtió que el estado crítico de mi hijo elevaba mucho el riesgo de la intervención. Por si fuera poco, su compleja patología hacía muy peligrosa la anestesia pues el hígado era tan grande que comprimía uno de sus pulmones, encharcándolo de agua. De hecho, algunos médicos desaconsejaron la operación. Pero finalmente entramos en el quirófano a las siete de la mañana. Al cabo de dieciocho horas y media, desperté. El cirujano se me acercó para confirmar que todo había salido bien: una parte de mi hígado funcionaba ya ene le cuerpecito de mi hijo.

Cuatro días después, a punto de recibir el alta, Joaquín padre siguió ingresado a causa de la fiebre. La herida se le había infectado peligrosamente. El cirujano tuvo que desprender los puntos de sutura uno a uno, dejando la incisión al descubierto. Por más antibiótico que administraban al paciente, la fiebre seguía aumentando. Preocupado por su evolución, el doctor le advirtió que debía operarle por segunda vez al día siguiente y limpiar minuciosamente la zona infectada.

La noche en que me dijo eso –advierte Joaquín- reflexioné sobre mi fe como jamás lo había hecho antes. Ensimismado en mis pensamientos, apareció mi esposa Luciana: “Joaquín te envía esto para que le reces mucho y lo pongas bajo tu almohada”, dijo, tendiéndome una estampa del Padre Pío con una reliquia de su hábito. Observé en ella señales de sangre. Era la misma estampa que mi hijo había conservado a su lado durante el transplante. Recé con gran devoción la oración al Padre Pío y me dormí. De madrugada, desperté. Sentí una repentina mejoría, seguida de una intensa sensación de humedad en la zona de la herida. Comprobé que, durante el sueño, había drenado gran cantidad de pus verde. Avisaron enseguida al cirujano. Tras examinarme, advertí su atónita alegría: “Yo venía para curarte pero tú has decidido hacerlo solo”, me dijo.

Días después, padre e hijo recibieron el alta. Una mañana, Joaquín padre sintió la necesidad de entrar en la iglesia de Guadalupe para agradecer al Señor tantas gracias recibidas. Su hijo aceptó encantado. Tras persignarse con agua bendita, mostró a su padre el recipiente para que hiciese lo mismo. Luego, ambos humedecieron con ella la zona del hígado. A continuación, se instalaron en un banco para rezar.

Antes de irnos –recuerda Joaquín-, mi hijo me asió la mano para conducirme al fondo del templo donde se hallaba la imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Sólo exclamó: “¡Papá, aquí está Jesús!” Permaneció inmóvil frente a Él, agarrado de mi mano. No dejaba de mirarle a la cara, desde abajo, como si quisiese decirle: “Misión cumplida”.

Cuatro meses después, el chiquillo se fue al Cielo. Un nuevo tumor en el hígado segó su existencia en la tierra, donde vivió con plenitud gracias a Jesús y al Padre Pío.

La conversión de las almas se paga siempre al precio de un gran sufrimiento; en este caso, el sacrificio de un corderito.

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