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miércoles, 20 de junio de 2012

El misterioso ídolo de los templarios (II)



Desde la encomienda de Barcelona queremos compartir una vez más un nuevo capítulo de la paleógrafa italiana Barbara Frale, extraído de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde esta vez nos habla sobre la carga que tuvo para el Temple la cesión de fortalezas templarias a Saladino por parte de su maestre Ridefort, a cambio de recuperar su libertad.

Desde Temple Barcelona os recomendamos su distraída lectura.

La sombra de Ridefort

Dado el estado actual de la investigación, creo que los templarios que declararon que el ídolo era un retrato de Mahoma tal vez vieron una imagen de forma vagamente humana, pero extraña o, en todo caso, distinta de la de los santos que había por todas partes en las iglesias. Sin idea acerca de la identidad del hombre representado, y presionados por la tortura, se vieron arrastrados a semejantes declaraciones. No había duda de que se trataba del retrato de un hombre; pero como no se conseguía saber quién era, algo ilícito debía haber seguramente en ello. Lo cierto es que en el mundo medieval no había posibilidad de interpretar libremente una obra de arte, porque todas las imágenes estaban controladas y, por tanto, los diversos personajes se reconocían a primera vista. El arte sagrado medieval tenía formas iconográficas fijas precisamente porque su finalidad era instruir a las almas además de servirles de guía; ya el papa Gregorio el Grande (590-604) había recomendado vivamente que se respetara este precepto: los fieles eran en gran parte analfabetos y no podían comprender conceptos demasiado elaborados, de modo que las figuras que ilustraban la historia sagrada en las paredes de las iglesias representaban un gran patrimonio popular porque constituían la doctrina de la gente común.

Había una antigua y consolidada tradición que todos conocían y que hacía las veces de guía: San Pedro debía tener siempre en la mano una gran llave como símbolo de su poder, y San Antonio abad debía figurar siempre con el hábito monástico y el dulce cerdito enroscado a sus pies para que el fiel pudiera reconocerlo de inmediato. Los artistas debían seguir esquemas fijos, su libertad creativa se aplicaba únicamente a detalles de segundo orden y, en todo caso, su trabajo pasaba por la criba de la autoridad eclesiástica competente. Una representación sagrada que no se conformaba a la tradición de la Iglesia resultaba sospechosa y era condenada, pues en realidad podía crear confusión en quien no tenía la cultura necesaria para defenderse del error. Si el ídolo de los templarios hubiera sido la imagen tradicional de cualquier santo, los frailes lo habrían reconocido en seguida: en cambio, todos los que vieron este retrato concuerdan en que no lograron saber quién era, en que no había elementos que permitieran identificarlo. Las presentaciones se producían a menudo por la noche: en la iglesia oscura, agitada por la temblorosa luz de las velas, la atmósfera daba al conjunto un aire de culto misterioso y siniestro. Obligados a venerar el retrato de alguien a quien no conocían, y conscientes de que se trataba de un culto secreto, los frailes quedaban sugestionados y vivían con terror estas liturgias.

Los agentes del rey de Francia aprovecharon este hecho y los asociaron a la acusación de que los templarios se habían pasado al islam valiéndose de un silogismo fácil (y antihistórico): la orden del Temple favorece a los musulmanes; en sus ceremonias se venera el rostro de un hombre de identidad desconocida; probablemente ese hombre misterioso es el profeta del islam, o sea, Mahoma, por lo que, incluso si de verdad muchos templarios se hubieran hecho musulmanes, este culto descrito en el proceso nunca habría podido existir; pero a Nogaret no le preocupaba que la acusación fuese verdadera, con tal de que pareciera creíble a los ojos de aquella sociedad occidental a la que se pedía que condenara la orden del Temple. El gran estratega de la realeza había desempolvado un rumor de más de cien años atrás, pero que en un tiempo había tenido gran difusión y había afectado momentáneamente el buen nombre de la orden.

Cuando, en 1187, Saladino obtuvo su memorable victoria en los Cuernos de Hattin y recuperó Jerusalén para el islam, observó un comportamiento extraordinariamente generoso de la población cristiana, pues no sólo concedió la libertad a los ricos que podían pagar su rescate, sino también a los pobres, por puro amor a Dios. Únicamente con los templarios y los hospitalarios, que eran para él un verdadero motivo de inquietud desde el punto de vista militar, el sultán no quiso dar muestra alguna de piedad y los mandó decapitar. En semejante contexto se vio el gran maestre templario Gérard de Ridefort, caído en manos del enemigo, regresar sano y salvo cuando ya todos lo daban por muerto. Sabiendo cuáles eran los sentimientos que albergaba el sultán con respecto a los templarios, el hecho despertó de inmediato graves sospechas en todo el mundo. Por lo demás, a Ridefort se lo conocía como un aventurero, un oportunista, un traidor a los amigos que se había abierto camino en las filas del Temple; por tanto, no gozaba de buena reputación, en absoluto. Pero ésta empeoró aún más cuando se supo que había recuperado la libertad a cambio de la cesión de las fortalezas templarias. En resumen, había traicionado a la orden de la manera más vil.

Las condiciones estipuladas en su momento por Ridefort con Saladino conmovieron hasta tal punto a la sociedad cristiana, que el eco del escándalo perduró en la Crónica de Saint-Denis: la sociedad cristiana se sentía conturbada por la gran ofensa que había padecido y todo el mundo señalaba a las órdenes militares como las principales responsables del desastre, de modo que se hacía inevitable la búsqueda de un archivo expiatorio. El vil, arrogante e indigno Ridefort, por su naturaleza, parecía la persona ideal para ese papel.

Fue precisamente a esta fuente a la que Guillaume de Nogaret recurrió para acusar a los templarios de su inclinación al islam. Similares rumores se difundieron también a finales del siglo XIII, cuando determinados acuerdos diplomáticos celebrados entre los jefes cristianos de Tierra Santa y el enemigo islámico no fueron entendidos en Occidente y dieron lugar a enconadas polémicas. Durante el proceso se presentó de improviso Guillaume de Nogaret y sacó a la luz el siguiente asunto, que Jacques de Molay tenía que explicar:

“En las crónicas que se guardan en la abadía de Saint-Denis estaba escrito que en la época de Saladino, el sultán de Babilonia, el gran maestre templario de entonces y los otros jefes de la orden habían rendido homenaje a Saladino; el propio Saladino, cuando se enteró de la gran adversidad de la que los templarios eran objeto, dijo públicamente que todas las dificultades por las que estaban pasando se debían a que estaban mancillados por el vicio de Sodoma y porque habían abjurado de su fe y su ley. El gran maestre (Jacques de Molay) quedó estupefacto ante aquellas palabras y contestó que jamás había oído decir nada parecido. En cambio, sabía que en un tiempo, cuando Guillaume de Beaujeu estaba al frente del Temple, él, que se hallaba en Tierra Santa junto con muchos frailes templarios jóvenes y con deseos de entrar en combate, como es habitual en los jóvenes caballeros ansiosos de presenciar hechos de armas, pero también otros que no pertenecían a su grupo, murmuraban contra el gran maestre: en realidad, mientras estuvo en vigencia la tregua que con los sarracenos había pactado el soberano inglés, quien moría prematuramente poco después, el gran maestre servía al sultán y lo tenía por amigo. Así tanto Jacques de Molay como los otros terminaron por aceptar de buen grado aquella actitud, pues comprendían que el gran maestre no podía hacer otra cosa; según él, en aquellos tiempos la orden templaria tenía bajo su custodia muchas ciudades y fortalezas situadas en el confín de los territorios sometidos al sultán y que daban nombre a esos lugares, que no habrían podido permanecer en manos cristianas si el rey de Inglaterra no hubieses dispuesto el envío de víveres”.

En Tierra Santa tal vez se combatía más con la negociación diplomática que con las armas: los primeros decenios de vida del reino cruzado conocieron una relativa tranquilidad precisamente porque a menudo los gobernantes islámicos individuales de territorios limítrofes preferían aliarse con los cristianos y permanecer autónomos antes que aceptar la sumisión a un poder islámico mucho más grande que el de ellos. La operación del gran maestre Beaujeu, que luego moriría heroicamente a manos sarracenas mientras protegía la fuga de los civiles por mar, respondía a necesidades políticas, mientras que de su plena buena fe daba testimonio la colaboración del rey de Inglaterra, promotor de aquella alianza. En esos años, cuando la incapacidad de las órdenes militares para recuperar Jerusalén comenzaba a dar nacimiento a proyectos que se proponían reformarlas, la noticia de aquella singular alianza había inducido a los malpensados a sospechar que los templarios eran tan ineptos porque en realidad no tenían ninguna intención de atacar a aquel islma con el que habían comenzado a simpatizar. El contexto del proceso y sus dinámicas transformaron este simple rumor en una verdadera acusación.

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