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martes, 26 de mayo de 2009

La Segunda Cruzada.


El 24 de diciembre de 1144 Zangi Imad ad-Din, poderoso musulmán de la importante ciudad de Alepo, conquistó Edesa, una de las ciudades ocupadas en la Primera Cruzada por los cristianos y capital de uno de los cuatro primeros Estados latinos. La matanza que siguió a la conquista fue terrible.

La noticia llegó a Europa enseguida y causó una tremenda conmoción; en Edesa se había encontrado la Sábana Santa, una de las grandes reliquias de la cristiandad. Hasta entonces, y a pesar de alguna sonada derrota (como la fracasada expedición de Balduino II a Damasco en 1129), los cruzados habían mantenido sus posiciones en Tierra Santa e incluso habían incorporado algunas posesiones a las logradas en los primeros momentos, pero la pérdida de Edesa era el primer gran retroceso.

En Europa sonó con fuerza la voz de alarma y tomó cartas en el asunto quien seguía siendo el intelectual más influyente de la Iglesia, ya rodeado de un halo de santidad: Bernardo de Claraval. El abad del Císter tenía unos cincuenta y seis años, pero conservaba toda la fuerza y el prestigio del vital fundador de monasterios y del brillante teólogo. El 31 de marzo de 1146, en la santa iglesia de la Magdalena de Vézélay, Bernardo de Claraval, en presencia del rey Luís VII y de su esposa Leonor de Aquitania, convocó la Segunda Cruzada ante la multitud allí reunida.

La retórica de Bernardo causó un efecto inmediato en el rey de Francia, que decidió acudir en persona a la defensa de Tierra Santa. El ejemplo del soberano cundió y Conrado III, el emperador de Alemania, también se sumó al viaje.

Los cruzados partieron rumbo a Oriente en 1147, el mismo año en el que, en presencia de ciento treinta templarios, el Papa Eugenio III inauguraba la casa del Temple en París, y durante casi dos años combatieron contra los musulmanes sin lograr ningún éxito notable. En esa fecha hacía ya dieciocho años que los templarios luchaban en los campos de batalla contra los musulmanes, desde su bautismo de fuego en Damasco en 1129. Pero las desavenencias no tardaron en estallar entre los cruzados; así, mientras Conrado III odiaba a los templarios, Luís VII comprendió enseguida el gran valor, la disciplina y el conocimiento del medio de los caballeros y les pidió que dirigieran e instruyeran a su ejército. Un templario llamado Gilberto fue el encargado por el mismo rey de la instrucción de los soldados franceses desplazados a la Segunda Cruzada. A pesar del fiasco con el que acabó esta empresa, los templarios destacaron en el combate, especialmente bajo la dirección de su tercer maestre, Everardo de Barres (un caballero natural de la ciudad francesa de Meaux que ocupaba el puesto de preceptor de la provincia templaria de Francia), que fue elegido para el cargo poco después de que, el 13 de enero de 1147, falleciera Roberto de Craon.

Everardo dirigió la milicia templaria durante cuatro años y fue muy reputado por su gran valor en el combate y por su profundas creencias religiosas. Probablemente fue quien confirió a los templarios una verdadera organización militar y una disciplina de acción en la batalla. Tras tomar posesión de su cargo, se desplazó a Europa en busca de fondos y de caballeros para cubrir las cada vez mayores necesidades de la Orden.

Sin embargo de nada sirvieron tantos esfuerzos, Luís VII fue perdiendo el interés y el entusiasmo iniciales por la cruzada, debido en parte al fracaso militar y político y en buena medida también porque circulaban rumores de que su bella esposa, lo estaba engañando con su propio tío, el altivo Raimundo de Antioquía, sólo unos años mayor que su sobrina. Celoso y confundido, decidió acabar con la expedición y regresar a Francia sin haber logrado ningún resultado.

El fracaso de la Segunda Cruzada fue un golpe demasiado duro, sobre todo para Bernardo, que se había comprometido personalmente con esta empresa y que había sido el principal propagandista de la misma. El argumento empleado una y otra vez por los papas desde Urbano II y por los intelectuales de la Iglesia para defender la necesidad de acudir a la cruzada era que Dios estaba con los cristianos y que todos debían de cumplir con la misión de recuperar Tierra Santa para la Cristiandad. Hasta 1149 las cosas no habían ido mal: casi toda Tierra Santa estaba en manos cristianas, en Jerusalén se alzaba la cruz por encima de sus murallas y el sepulcro del Señor podía ser visitado por los peregrinos sin ser humillados por los musulmanes. Pero la retirada de los reyes cruzados en 1149 cambió la percepción de las cosas.

El desinterés por la Segunda Cruzada, mostrado por los reyes que la encabezaban, hicieron que el ejército cristiano fuese derrotado. Bernardo de Claraval se mostró descorazonado, pero enseguida se sobrepuso al revés y, en 1150, durante una visita a la ciudad de Chartres, manifestó su deseo de predicar una nueva cruzada, ponerse personalmente al frente y dirigirla él mismo. No pudo ser; Bernardo, al que muy pronto la Iglesia proclamaría santo, murió antes de poder convocarla.

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