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jueves, 16 de julio de 2009

La Séptima Cruzada (1248-1254) IIª parte.


Desde su fortaleza en Acre, Luís IX procuró alcanzar algún éxito que le permitiera regresar a Francia con el orgullo y la estima recuperados. Trató de conseguir del sultán de Egipto la cesión de Jerusalén, aprovechando las endémicas disputas entre los musulmanes, y jugó a incidir en la confusión entre las diversas facciones del islam para debilitarlo desde dentro. Pero los cristianos estaban igual de divididos; templarios y hospitalarios seguían profesándose un desprecio mutuo y en 1251 volvieron a enfrentarse violentamente.

Por su parte, los templarios seguían negociando, como acostumbraban, por su cuenta. El maestre Vichiers había cerrado un acuerdo secreto con el emir An-Nasir Yusuf, señor de Alepo, quien, enemistado con los mamelucos de Egipto, había ocupado Damasco. El pacto consistía en el reparto de unos territorios en Siria entre templarios y An-Nasir. Cuando Luís IX supo de la existencia de este tratado, ordenó al maestre que lo rompiera. Y para que no quedara duda de su autoridad, organizó una ceremonia que causó un tremendo malestar entre los templarios. En presencia de todo el ejército obligó al maestre a romper ese pacto, humillándolo ante sus caballeros. Desde luego, para ellos fue una afrenta terrible, pues su autonomía quedaba absolutamente deshecha ante la subordinación del maestre al rey de Francia.

Luís IX, fracasado su intento de recuperar Jerusalén, poco más tenía que hacer en Tierra Santa, y en 1254, tras seis años de cruzada, decidió que era hora de regresar a Francia.

El Capítulo del Temple eligió en 1256 como maestre a Tomás Berard, probablemente un caballero inglés, a quien creyeron con carácter suficiente como para no dejarse influir por ningún soberano. La Orden quería volver a recuperar la autonomía perdida, pero a partir de 1254 las órdenes militares se quedaron solas. La retirada de Luís IX constituyó el principio del largo final de la presencia cristiana en Tierra Santa.

Todavía quedaba una remota esperanza. En 1253, en un kuriltai celebrado en el curso alto del Onón, los jefes mongoles encargaron al príncipe Hulegu la conquista de Jerusalén; el plan se inscribía en un amplio acuerdo cerrado con el rey cristiano Hetum I de Armenia, vasallo del Imperio mongol. La formidable maquinaria de guerra que era el ejército mongol se puso en marcha. Varios miles de soldados atravesaron las cordilleras de Asia Central e irrumpieron en territorio musulmán. En 1256 destruyeron el castillo de Alamut, en el norte de Irán, donde desde finales del siglo XI estaba la fortaleza en la que tenía su sede la secta de los “Asesinos”, en 1257 ya estaban a las puertas de Europa y al año siguiente, en febrero, tomaron y arrasaron la ciudad de Bagdad, sede del califato abasí y orgullo de la civilización islámica desde hacía cinco siglos. Lo que no habían logrado las siete grandes cruzadas organizadas por los cristianos desde 1095 hasta 1248, es decir, el fin del islam, parecía que estaban a punto de lograrlo los mongoles. La caída de Bagdad fue un verdadero aldabonazo en la conciencia de todos los musulmanes. Es cierto que, desde que cayera bajo el protectorado de los turcos a mediados del siglo XI, el Imperio abasí ya no había vuelto a convertirse en la gran potencia que fue en los siglos IX y X, y que la ciudad de Bagdad, aun manteniendo buena parte de su población, de su influencia económica y de su desarrollo cultural, no disfrutaba ni mucho menos de la brillantez de la época del califa Harum ar-Rachid, cuya figura inspirara la colección de relatos unidos bajo el título de Las mil y una noches, pero ambos seguían siendo un referente para los musulmanes. El avance mongol con el apoyo de los cristianos de Armenia se fue cerrando como una tenaza sobre Siria.

Arqueros mongoles avanzando

No todos los cristianos de Oriente estaban de acuerdo con la alianza sellada con los mongoles. El papado, pese a haber enviado varias embajadas ante el gran kan, recelaba de esos hombres de las estepas que permitían en sus tierras que se practicara libremente todo tipo de religiones y que no mostraban la menor sumisión hacia Roma. A esta animadversión se sumaba el recuerdo de las viejas profecías, basadas en el libro de Ezequiel y en el Apocalipsis de san Juan, en las que se auguraba que la cristiandad sería destruida por las tribus de Gog y Magog, que llegarían de las frías tierras del este como una plaga aniquiladora. Los mongoles fueron identificados por algunos visionarios como los hijos de Gog y Magog.

Así en 1259 los mongoles estaban a punto de invadir Tierra Santa, los musulmanes aguardando un destino que presentían trágico y los cristianos divididos entre los que se habían aliado con los mongoles y los que los contemplaban como enemigos peores si cabe que los propios musulmanes. Algunos príncipes cristianos, como Bohemundo VI de Antioquía, pactaron con los emisarios del gran kan y por ello fueron excomulgados por el legado papal. Pero ese año murió Mongka, el cuarto de los grandes kanes, y Hulegu tuvo que regresar a Mongolia para participar en el kuriltai encargado de designar a su sucesor. El mando del ejército quedó entonces en manos de su lugarteniente, el general Kitbuka, un cristiano nestoriano con el que los cristianos de Tierra Santa podrían entenderse mejor; pero la marcha de Hulegu mermó considerablemente las fuerzas de los mongoles, que quedaron reducidas a veinte mil guerreros.

En enero de 1260 los mongoles y sus aliados cristianos tomaron la ciudad de Alepo y su formidable fortaleza en una sola semana, y el 1 de marzo entraban triunfantes en Damasco; Kitbuka lo hizo acompañado de sus aliados cristianos el rey Hetum i de Armenia y el príncipe Bohemundo VI de Antioquía y Trípoli. Pero entretanto, el príncipe cristiano Julián de Sidón atacó a unas patrullas mongolas; el resultado fue la destrucción de esa ciudad como represalia de los mongoles y la imposibilidad de alcanzar un pacto general entre éstos y los cristianos. Siria entera cayó en su poder, en tanto el islam oriental quedaba reducido a Egipto y a los desiertos de Arabia. Todo parecía presagiar que su fin estaba próximo.

Los mamelucos decidieron actuar de manera casi desesperada. Un ejército salió de El Cairo en el mes de julio de ese año 1260 y avanzó hasta Gaza, donde aniquiló a un pequeño destacamento mongol que había llegado hasta allí como avanzadilla. Kitbuka decidió entonces ir directamente contra los mamelucos y dirigió su ejército de veinte mil mongoles hacia el sur bordeando el mar de Galilea por su orilla oriental. El sultán mameluco Qutuz salió al encuentro de los mongoles sabiendo que su ejército era muy superior en número.

La batalla se libró el 3 de septiembre de 1260 cerca del río Jordán, en una estrecha llanura entre el monte Gilboa y los cerros de Galilea, en un lugar conocido como El pozo de Goliat, Ayn Yalut en árabe. El ejército mongol fue aniquilado y la cabeza de Kitbuka enviada a El Cairo como trofeo de guerra; sólo cinco días más tarde los mamelucos entraban en Damasco como libertadores. La batalla de El pozo de Goliat fue sin duda una de las más importantes de la historia; la derrota mongola supuso el final de sus ambiciones en Oriente Próximo y nunca más volvieron a esta zona. Algunos historiadores han supuesto que, de haber ganado esa batalla el ejército mongol, la historia del mundo hubiese sido muy distinta.

El sultán Baibars

Los mamelucos tomaron represalias contra la población cristiana de Siria, que fue aniquilada. El sultán Qutuz decidió regresar a El Cairo para hacer una entrada triunfal como salvador del islam, pero su gran general Baibars, contrariado por no recibir el premio del que se creía merecedor, lo asesinó en el camino. El propio Baibars asumió el sultanato mameluco y fue él quien entró victorioso en El Cairo. La derrota mongola, la desunión de los cristianos y el ascenso de Baibars fueron los síntomas que anunciaron la agonía del reino cristiano de Jerusalén.

En Europa las posturas sobre los templarios empezaban a enconarse, así, mientras en 1259 Jaime I declaraba que los templarios estaban bajo su protección, el influyente intelectual Roger Bacon acusaba a las órdenes militares de practicar “un celo brutal”.

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