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martes, 6 de julio de 2010

Bernardo de Claraval y sus monjes guerreros: Iª parte.


Desde la encomienda de Barcelona, queremos tratar a la figura de San Bernardo que fue fundamental para que la Orden del Temple, pudiese ser aceptada por la Iglesia, convirtiéndose de esta forma los templarios en monjes guerreros.

El contenido de estos capítulos, que hoy dan comienzo, los hemos extraído del historiador francés, Michel Lamy, publicados en su libro “La otra historia de los templarios”.

Deseamos que su lectura sea de vuestro agrado.


Escena del éxtasis de San Bernardo recibiendo la leche de Nuestra Señora.


La obtención de una Regla

En 1127, cuando Hugues de Payns regresó a Occidente en misión especial, iba acompañado de otros cinco templarios. Ahora bien, seguían siendo sólo nueve, diez como mucho. No quedaban, pues, de ellos más que tres o cuatro en Oriente para asegurar la supuesta protección de los peregrinos. Incluso tenían con ellos algunos pajes de armas, la tropa debía de ser muy escasa si se producía un encuentro con el enemigo. Está claro que era ésta una misión muy mal desempeñada. Lo que demuestra indiscutiblemente que no se trataba más que de una “tapadera”. Por otra parte, hubo que esperar a 1129 para ver a los templarios enfrentarse por primera vez a los infieles en combate.

Esto no impidió a los modestos guardianes del desfiladero de Athit el verse calificados de “ilustres por sus hazañas guerreras” inspiradas directamente por Dios, y ello antes incluso de que hubieran luchado de verdad. La propaganda no es ciertamente interesante. Muestra que la publicidad que se les hizo no descansaba en una realidad sino que se integraba, de manera deliberada, en lo que podríamos considerar como una segunda fase de la Orden: su desarrollo y transformación en Orden militar. Del pequeño número discretamente ocupado en descubrir importantes secretos, se pasaba a la búsqueda de poder, lo que indica que las investigaciones habían conseguido sin duda su objetivo y habían terminado. Era conveniente a partir de ese momento poner en práctica la política que ellas habían podido sugerir y podemos preguntarnos si, desde entonces, no existió una voluntad de establecer una especie de poder sinárquico que reuniera bajo su mando a los reinos.

Hugues de Payns se detuvo en Roma antes de dirigirse a Champaña. Allí tuvo un encuentro con el Papa Honorio II (1124-1130), que sentía un enerote interés por esta Orden naciente. En enero de 1128, Hugues de Payns estaba en Troyes para participar en el concilio durante el cual se propuso adoptar una Regla especial para la Orden del Temple. El texto, en sus líneas maestras, había sido elaborado en Jerusalén. Se trataba así de hacer conocer la Orden, de comenzar a reclutar, recoger donaciones, iniciar el establecimiento del poderío futuro del Temple. Hugues de Payns llevaba con él una carta de recomendación del rey de Jerusalén, Balduino II, que había financiado sin duda el viaje. Iba dirigida a San Bernardo y le pedía que apoyara en la medida de lo posible los planes de Hugues de Payns y de sus compañeros. Por su lado, el patriarca de Jerusalén solicitaba del Papa la concesión de una Regla especial para estos monjes.

La carta de Balduino II a San Bernardo indicaba:

“Los hermanos templarios, a los que Dios inspiró la defensa de esta provincia y protegió de una manera notable, desean obtener la confirmación apostólica así como una Regla de conducta. A este fin hemos enviado a André y a Gondemarc, ilustres por sus hazañas guerreras y la nobleza de su sangre, para que soliciten del Soberano Pontífice la aprobación de su Orden y se esfuercen por obtener de él subsidios y ayudas contra los enemigos de la fe, coligados para suplantarnos y acabar con nuestro reino. Sabiendo perfectamente qué peso puede tener vuestra intercesión tanto ante Dios como ante su vicario y los demás príncipes ortodoxos de Europa, confiamos a vuestra prudencia esta doble misión cuyo éxito nos será sumamente grato. Fundad las constituciones de los templarios de suerte que no se alejen del fragor y de los tumultos de la guerra y que sigan siendo los útiles auxiliares de los príncipes cristianos…Hacedlo de modo que podamos, si Dios quiere, ver pronto el feliz desenlace de este asunto.

Dirigid por nosotros vuestras plegarias a Dios.

Que Dios os tenga en su Santa Guarda.”

San Bernardo

San Bernardo había de tener, efectivamente, un papel importante en el desarrollo de la Orden. Conviene detenerse un momento en este personaje del cual Marie-Madeleine Davy escribe:

“Bernardo es el hombre más representativo del renacimiento del siglo XII. Nacido a finales del siglo XI, en 1090, y muerto en 1153, se sitúa en plena época de fecundidad intelectual y de transformaciones económicas y sociales.”

Nacido en el castillo de Fontaine, al noroeste de Dijon, era el tercer hijo de doña Aleth. Antes de su nacimiento, su madre había tenido unos curiosos sueños. Veía a su futuro hijo bajo la forma de un perrito que ladraba furiosamente. Inquieta, se lo contó a un religioso que la tranquilizó asegurándole que más tarde su hijo no ladraría más que para defender a la Iglesia.

El padre de Bernardo, Tescelin, era señor del castillo de Fontaine y sus compatriotas le habían apodado “el Soro” porque era rubio tirando a pelirrojo. Gozaba fama de ser un hombre de honor, valeroso y leal a su señor, el duque de Borgoña.

Aleth, que era una hija del duque de Montbard, se preocupó de que su hijo recibiera una buena educación. Así pues, lo confió a los canónigos de Saint-Vorles, en Châtillon-sur-Seine. Éstos le enseñaron el trivium (gramática, retórica, dialéctica) y el quadrivium (aritmética, música, geometría, astronomía) y le hicieron leer a Cicerón, Virgilio, Ovidio, Horacio. Asimismo le ayudaron a vencer una timidez casi enfermiza.

¿Fue en la iglesia de Saint-Vorles donde cayó en éxtasis delante de María, al ver esa “imagen de la Madre de Dios, hecha de una madera que el tiempo ha ennegrecido más que el sol”? Al parecer, fue esta virgen negra de madera la que, milagrosamente, habría apretado su seno, de suerte que tres gotas de leche habían saltado a los labios de Bernardo.

Sus contemporáneos describían al joven Bernardo como apuesto, esbelto, de cabellera leonada y una mirada que imponía. Pero tal belleza no era para las mujeres, pues él se proponía mantener su castidad. Un día, considerando que había mirado a una mujer con excesiva complacencia, fue a sumergirse en un estanque helado para apagar el deseo que había sentido nacer en él. Asimismo, trató con desprecio a otra mujer que había venido a meterse desnuda en su cama. Esto al menos es lo que cuenta la Leyenda dorada.

En cualquier caso, eligió el claustro que comparaba a la escuela de Dios. Robert Thomas nos recuerda cómo veía san Bernardo a los monjes:

“Como los ángeles, viven puros y castos; como los profetas, elevan sus pensamientos por encima de las cosas terrenales; como los apóstoles lo abandonan todo y quieren escuchar la palabra del Maestro, examinarla en sus corazones, esforzarse en guardarla, en ponerla en práctica. Cada monasterio será un escuela donde Jesús enseñe:

San Bernardo eligió Citeaux, donde ingresó, bajo el abadengo de Étienne Harding, con una treintena de compañeros que había arrastrado más o menos con él.

Se definía como un buscador de Dios y pensaba que en esta materia “quien busca encuentra”. Era exigente con los demás, pero ante todo consigo mismo. Se negaba a mantener únicamente el voto de obediencia, que no le parecía compromiso suficiente. Tenía que ir más lejos. No podía comprender que un monje se conformara con el mínimo obligatorio. Escribía:

“La obediencia perfecta ignora lo que es una ley, no está encerrada dentro de unos límites; la voluntad ávida se extiende hasta los límites de la caridad, por propia iniciativa está conforme con lo que se le propone, y con el fervor de un alma ardiente y generosa, va siempre hacia delante, sin tener en cuenta ni límites ni medidas. Para él la medida de amar a Dios es amarle sin medida.”

Bernardo no se contentaba con meditar, adorar. También estudiaba. Leía las Escrituras, las comentaba, las diseccionaba incluso, tratando más de remontarse a la fuente que de remitirse a los comentaristas que le habían precedido. Lo que está en juego en esto es conocerse a sí mismo y conocer a Dios. Pero conocerse consiste también en descubrir la propia pequeñez. Sin embargo, su actitud en la vida desmintió a menudo esta aparente humildad. (fin de la Iª parte)

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