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lunes, 26 de julio de 2010

La iniciación cristiana


Queremos abordar un tema interesante desde la óptica de la iniciación cristiana, pero desde un punto de vista profundo, con respecto a la transfiguración paulatina de la persona, cuando ésta sigue la iniciación cristiana. El investigador espiritual, el español, José Antonio Mateos Ruiz, en su texto publicado en el libro “Codex Templi”, nos ofrece un punto de vista poco doctrinal y muy metafísico sobre los distintos procesos del cuerpo durante el acercamiento hacia Dios, potenciado por la figura de Cristo.

Deseamos desde la encomienda de Barcelona, que encontréis amena su lectura.


Imagen del poder del Cristo, ante la imposición de manos.


Los gnósticos cristianos describían al hombre en cuatro niveles: físico, psicológico, espiritual y místico. Estos cuatro niveles recibían los siguientes nombres: el cuerpo, el espíritu falso, el espíritu y el poder de luz. El cuerpo y el espíritu falso –nuestra psique o alma- constituyen los dos aspectos del eidolon o yo inferior. Mientras que el espíritu y el poder de luz –alma superior y núcleo divino- constituyen los dos aspectos del daemon espiritual. Designaban como hombres “hílicos” a quienes se identificaban con su cuerpo, porque consideraban que estaban muertos para las cosas espirituales y eran como la materia inconsciente o hyle. Quienes se identificaban con su personalidad o psyche se llamaban “psíquicos”. Por último, quienes se identificaban con su espíritu recibían el nombre de “pneumáticos”, es decir, “espirituales”. Los pneumáticos, que se identificaban a través de la experiencia mística con el Cristo o daemon universal, eran los que verdaderamente conocían la gnosis. Esta iluminación espiritual transformaba al iniciado en un verdadero “gnóstico” o “conocedor”.

Las iniciaciones estaban relacionadas, de forma simbólica, con los cuatro elementos de la naturaleza: tierra, agua, aire y fuego. El paso de un grado iniciático a otro se simbolizaba mediante bautismos con estos cuatro elementos. El bautismo por agua se realizaba sobre la persona hílica, que se identifica exclusivamente con el cuerpo, transformándose en un iniciado psíquico. El bautismo por aire –“aliento santo” o Espíritu Santo- simbolizaba la transformación del iniciado psíquico en pneumático, identificado con su yo superior. El bautismo por fuego era la iniciación final, que revelaba al iniciado pneumático su verdadera naturaleza como el daemon universal, el Logos, el Cristo interior, el “poder de luz”. Es decir, lo que expresa el Evangelio de San Juan: “La luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”. Éstos eran los cuatro niveles de la iniciación en el cristianismo gnóstico.

Estas doctrinas también las encontramos en le Nuevo Testamento (Mt. 3, 11-12). El evangelista nos dice que Juan el Bautista trajo el bautismo con agua, en tanto que Jesús trajo las iniciaciones superiores del bautismo por aire –“aliento santo”- y fuego.

En los misterios paganos, el neófito también era conducido por tres etapas de iluminación, que se denominaban: catharnos, la purificación; paradosis, la transmisión de la doctrina esotérica, y epopteia, el despertar que conducía a la Verdad.

Dentro del hermetismo cristiano, podemos dividir la iniciación en dos niveles: microcósmico y macrocósmico. La primera de estas iniciaciones es el descenso consciente a las profundidades del ser humano (proceso que queda perfectamente simbolizado en la anástasis o descensos ad Inferos de Cristo para rescatar a los justos).

Su método es el énstasis, es decir, la experiencia de las profundidades básicas en lo íntimo de sí mismo. Uno se vuelve cada vez más profundo hasta que logra despertar en sí la capa primordial o “imagen y semejanza de Dios”, que es el objetivo del énstasis. La segunda iniciación se basa en las capas –esferas o cielos- macrocósmicas que se revelan a la consciencia merced al éxtasis, o sea al rapto, arrebato o salida de sí mismo –la música de las esferas, de la que hablaba Pitágoras, no era otra cosa que esta experiencia, la cual se convirtió en fuente de la doctrina pitagórica sobre la estructura musical y matemática del macrocosmos-.

San Pablo dice de su propia experiencia extática de las esferas o cielos: “Sé de un hombre en Cristo, que catorce años atrás –si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe- fue arrebatado hasta el tercer cielo. Y sé que este hombre –si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe- fue arrebatado al Paraíso y oyó inefables palabras que al hombre no le es dado pronunciar” (2 Cor. 12, 2-4). De esta experiencia deducimos que San Pablo fue arrebatado hasta el “tercer cielo”, o tercera esfera macrocósmica, y, después, elevado al Paraíso, donde oyó palabras inefables. Su iniciación, merced al éxtasis, constituye la meta de la iniciación por énstasis, donde la experiencia de la capa primordial en el fondo del ser humano, el microcosmos, ha sido alcanzada. La esfera del Paraíso y la esfera del Edén son los inicia, las moradas donde uno recibe ambas iniciaciones: macrocósmica y microcósmica. El éxtasis nos eleva hacia los niveles superiores del ser y al énstasis hacia las profundidades de nosotros mismos.

El esoterismo cristiano unifica estos dos métodos de iniciación. Podríamos catalogarlos en dos grupos: “discípulos del día” y “discípulos de la noche”; los primeros son los de la “vía del énstasis”; los segundos, los de la “vía del éxtasis”. Hay también un tercer grupo de discípulos: “los del día y la noche”, quienes poseen las llaves de ambas puertas. El apóstol Juan tenía esta doble experiencia, macrocósmica y microcósmica, la del Verbo cósmico y la del Sagrado Corazón, cuya letanía dice:

“Corazón de Jesús, rey y centro de todos los corazones”.

Por este motivo, el Evangelio de Juan es, a la vez, tan profundo y tan íntimo, tan elevado y cósmico. No es sorprendente que los capítulos de la Orden del Temple se celebraran en presencia de este santo Evangelio.

Con esta visión podemos considerar que la iniciación cristiana es la experiencia consciente del corazón del mundo y de la naturaleza solar del hombre. Lo que ahora se entiende por el término iniciador, los antiguos cristianos lo designaban por el vocablo Kyrios, Dominus o Señor. Por este motivo el hermetismo cristiano se adhiere –hoy como en el pasado- a las palabras del credo de la Iglesia:

“Y en un solo Señor, Jesucristo,

Hijo único de Dios,

Nacido del Padre antes de todos los siglos,

Dios de Dios, luz de luz,

Dios verdadero de Dios verdadero,

engendrado, no creado,

de la misma naturaleza que el Padre:

por quien todo fue hecho;

que por nosotros los hombres

y por nuestra salvación

bajó del Cielo.

Y por obra del Espíritu Santo

se encarnó de María, la Virgen,

y se hizo hombre.”

En este sentido, es interesante recoger el sentimiento, sobre la iniciación, de un anónimo hermetista cristiano: “Nos inclinamos con respeto y gratitud ante todas las grandes almas humanas del pasado y presente –sabios, justos, profetas, santos de todos los continentes y épocas de la historia humana- y estamos prontos a aprender de ellos cuanto quieran y puedan enseñarnos, pero sólo tenemos un iniciador o Señor: Cristo”.

Podemos ver cómo el Paraíso, la esfera original del ser, es también el lugar donde encontramos la raíz de la caída, o el principio de la tentación; el lugar de transición de la obediencia a la desobediencia, de la pobreza o la codicia, de la castidad a la impureza.

Los votos de castidad, pobreza y obediencia están basados en la doctrina y experiencia cristiana de la Gracia. Todo el esoterismo cristiano, incluida la mística, gnosis o magia verdadera, se fundan en esta experiencia y doctrina, uno de cuyos efectos es la iniciación. La iniciación, en un sentido tangible y real, es un acto de Gracia procedente de lo alto. Ni se gana ni se produce por cualquier medio técnico, externo o interno. Uno no se inicia; la iniciación le viene de fuera: “es iniciado”. Seguramente hay personas cansadas de oír el tema de la Gracia en los sermones de las iglesias, en los tratados de teología, en los escritos de los místicos, en las pomposas declaraciones de algunas autoridades religiosas o defensores de la fe. Evidentemente, sólo escuchamos la “letra”, pero no el “espíritu”.

Los sufíes, al igual que la tradición cristiana, enseñan que el iniciado no puede hacer nada sin la Gracia, pues si los poderes del inferior y pasional, nafs, pueden rechazar un estado de luz, del mismo modo los poderes del alma superior, rûh, pueden rechazar también a los poderes inferiores.

En esta visión sufí sobre la gracia es interesante la respuesta que da el maestro Abu Said ibn Abil Khayr, cuando le preguntaron: “¿Cuándo se verá el hombre liberado de sus necesidades?”. Y él contestó: “Cuando Dios lo libere”. Y añadió:

“Eso no tiene que ver con el esfuerzo del hombre, sino con la Gracia y la ayuda de Dios. Primero, Dios produce en él el deseo de lograr ese objetivo. Luego le abre las puertas del arrepentimiento. Después lo incita a la automortificación, para que continúe esforzándose y, durante algún tiempo, está orgulloso de sus esfuerzos, pensando que está avanzando o logrando algo; pero después cae en la desesperación y no siente ninguna alegría. Entonces conoce que su forma de actuar no es pura, sino corrompida, se arrepiente de los actos de devoción que había pensado eran suyos, y comprende que habían sido realizados por la Gracia y la ayuda de Dios, y que era culpable de politeísmo al atribuirlos a su propio esfuerzo. Cuando esto se hace manifiesto, un sentimiento de alegría entra en su corazón. Entonces Dios le abre las puertas de la certeza, de modo que durante un tiempo admita cualquier cosa de cualquiera y acepte ofensas y aguante la degradación, hasta que sepa con toda seguridad Quién le ha llevado a sufrirla y toda duda con respecto a esto se disipe en su corazón. Entonces Dios le abre las puertas del amor, y aquí también el egoísmo se manifiesta durante un tiempo y el fiel queda expuesto a la culpa, lo que significa que en su amor a Dios hace frente audazmente a todo lo que pueda acontecerle y no se preocupa por ningún reproche, sino que piensa siempre “yo amo” y de este modo no encuentra descanso hasta que percibe que es Dios quien le ama y le mantiene en estado de amor, y que eso es resultado de la Gracia y el Amor divinos, y no de su propio esfuerzo. Entonces Dios le abre las puertas de la unidad y le hace comprender que toda acción depende de Dios Omnipotente. En esto se da cuenta de que todo es Él, y todo es por Él, y todo es Suyo; que Él ha puesto esta vanidad en sus criaturas para probarlas, y que Él en su omnipotencia ordena que se mantengan en esa falsa creencia, porque la omnipotencia es Su atributo, para que cuando ellas consideren Sus atributos sepan que Él es el Señor. Lo que anteriormente era rumor se le hace ahora conocido de manera intuitiva cuando contempla las obras de Dios. Entonces reconoce plenamente que no tiene derecho a decir “yo” o “mío”. En esta etapa percibe su desamparo: los deseos desaparecen de él y se vuelve libre y apacible. Desea lo que Dios desea; sus propios deseos han desaparecido, se ha emancipado de sus necesidades, y ha logrado paz y alegría en ambos mudos”.

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