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domingo, 28 de julio de 2019

Del deseo de inmortalidad y del egoísmo del alma

Podemos creer que el hombre sea sentimiento pero en realidad no es así.

Parece que una conciencia sin emociones sea una vida sin esperanzas, sin ilusiones, sin sueños; una conciencia olvidadiza de lo que le importa al hombre: sentirse vivo.

Anteriormente, comprobamos que el hombre está hecho de dos partes bien distintas, a recordar: la espiritual y la material. También quedó claro que el ser humano es pensamiento y que este va acompañado del espíritu cuando va al encuentro de Dios.

En medio de esta estructura existencial se halla una sustancia en nuestro ser que es intangible, al menos en este plano en el que nos hallamos, y que interactúa con la materia y el espíritu llamada alma.

Alma y espíritu no son los mismo. El espíritu es independiente de la parte material y puede viajar libre; en cambio, el alma depende, en buena medida, de la parte material, como si estuviera pegada al cuerpo impidiéndole ser autónoma.

El pensamiento cuando se entremezcla con el alma hace brotar los sentimientos. El tándem: alma-pensamiento despierta al hombre sensitivo alejándole de la razón. Y es la razón el "yo divino", la quietud del conocimiento, que no necesita del alma ni del espíritu ni tampoco moverse para hallar respuestas porque no las necesita; es la tranquilidad del saber.


Sin embargo, el alma se siente presa en un cuerpo que a cada latir de su corazón se va desgastando, que sufre por el natural debilitamiento de su parte material y perecedera. El alma busca huir del cuerpo porque ansía la inmortalidad.

Por eso, como hombres, no queremos sufrir ni morir, buscamos sentirnos vivos indefinidamente. El hombre que es feliz le canta a la vida; en cambio, el hombre infeliz elogia a la muerte hallando en ella el remedio que le apacigüe el alma.

Se nos dijo: "No matarás", y entendimos que ello llevaba implícito no matarse a uno mismo. Quizás el miedo a que desaparezcamos de la faz de la tierra, junto a que el incumplimiento de dicho mandato condenaría a nuestra alma al suplicio del averno, obsesionó a nuestra sociedad hasta conseguir que el suicidio sea mal visto por los hombres limitando la posibilidad a que el alma huya del cuerpo, en busca de la inmortalidad, cuando a ella se le antoje.

El alma es egoísta, se sabe eternamente viva pero no quiere sentir dolor, por eso aborrece el cuerpo hasta el punto de despreciarlo, no teniendo miramiento en abandonarlo cuando el corazón deje de latir.

No le hagan caso a su alma, su obsesión es el porvenir imaginando un futuro mejor que el presente; ansía vivir un placentero sueño infinito donde no exista el pensamiento sino tan solo sentimientos agradables. Nada de eso es cierto, puesto que no ha pasado, justamente, en el ya, formamos parte de la eterna realidad cada vez que la conciencia contempla detenidamente cuanto le rodea, no imaginando sino observando.

El alma siempre querrá vivir en lo agradable y buscará a Dios porque sabe que es bueno para ella  convivir con Él. En cambió, la conciencia no necesita ir a la búsqueda de Dios; ya que su propia razón le confirma que su existencia ya está en Dios.

Es una pérdida de tiempo para nuestro ser el pensar en lo bueno o en lo malo que pudiera llegar a sucedernos; lo saludable es vivir en la realidad de nuestra existencia agradeciendo lo que somos.

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