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martes, 1 de diciembre de 2009

El Laberinto Sagrado


La palabra laberinto procede del griego labyrinthos, que, según la mitología de la Grecia clásica, fue un palacio construido por Dédalo en Cnossos (Creta) para reducir al Minotauro, lugar lleno de recovecos y de difícil salida. Pero los orígenes del laberinto, como concepto que va más allá de lo material e incluso del espíritu, son mucho más antiguos. En nuestra búsqueda de sus raíces llegamos a Extremo Oriente, donde existe una viva leyenda de sorprendente emotividad, transmitida a través de las generaciones. En la Antigüedad vivía en China un rey llamado Yin, el cual, tras un largo tiempo de espera, tuvo un hijo a los sesenta años de edad; la criatura era todo un prodigio porque al nacer ya contaba con veintiocho dientes; los adivinos del reino coincidieron en profetizar que sería un hombre valeroso y un temible conquistador. El príncipe, al que llamaron Yang, tuvo como maestro al arquitecto Lao, un hombre sabio de valiosas palabras. Yang contaba quince años cuando falleció su padre, el monarca; su partida a la conquista del mundo no se hizo esperar, porque en el mismo lecho de muerte se despidió del padre. Los éxitos militares fueron espectaculares y los nuevos territorios se extendían por todos los horizontes.

Muchos años después, sintiéndose fatigado, el arquitecto Lao proyectó para el reposo del guerrero una ciudadela tan espléndida que evocaba a una montaña nevada. Era un lugar de plenitud y belleza. Sin embargo, en aquel paraíso Yang, harto de los placeres de la vida mundana, descubrió la tristeza de la monotonía y el dolor de la melancolía. No dudó en reclamar la presencia de su ministro Lao, a quien se quejó de su hondo malestar; y el sabio mantuvo sus labios sellados, con lo que propició las iras del emperador. Yang, golpeando con su puño en la mesa, gritó: “¡Te ordeno construir el más formidable laberinto jamás imaginado! En siete años quiero verlo edificado en este llano, ante mí, y luego marcharé a conquistarlo. Si descubro el centro, serás decapitado. Si me pierdo en él, reinarás sobre mi imperio.” A lo cual el arquitecto respondió: “Construiré ese laberinto.” Sin embargo, el ministro reemprendió el curso de sus actividades habituales y pareció olvidar el encargo. El último día del séptimo año, Yang volvió a reclamar la presencia de su ministro, ya anciano, y le preguntó dónde estaba aquel laberinto, el más formidable jamás soñado. Entonces Lao le tendió un libro, diciendo: “Helo aquí. Es la historia de tu vida. Cuando hayas encontrado el centro, podrás descargar tu sable sobre mi cuello.” Así fue como aquel arquitecto conquistó el imperio de Yang, pero evidentemente rehusó el cetro y el poder, pues poseía algo más preciado: la sabiduría.

En cuanto a los templarios se refiere, Jesús Ávila, continúa ofreciéndonos su visión.

Ciertos rituales muestran una clara relación del laberinto con la muerte y el renacimiento. Desde un origen oriental, el laberinto pasó al Mare Nostrum a través de las legendarias rutas de comunicación; y fueron los caballeros del Temple los que, desde Tierra Santa, trajeron a Occidente este signo hermético con toda su carga esotérica.

El laberinto medieval es una reproducción de los antiguos, en los cuales, como hemos dicho, se trataba de alcanzar el centro, donde se celebraban los rituales en honor a la Diosa Madre, propiciando, con ello, no sólo la prosperidad y fecundidad –a través del mítico sistema de la muerte-resurrección-, sino también alcanzar el conocimiento supremo (gnosis).

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