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martes, 17 de enero de 2012

La Sábana Santa: la conexión templaria (II)


Desde la encomienda de Barcelona retomamos el apartado dedicado a conocer mejor los “entresijos” de la Orden del Temple de mano de la paleógrafa italiana Barbara Frale de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde profundiza sobre la Sábana Santa, aportándonos luz acerca de su custodia por parte de los templarios.

Desde Temple Barcelona deseamos que su lectura os haga viajar a través del tiempo.

El misterioso ídolo de los templarios

  1. La fascinación de un mito

Faltaba muy poco para la Navidad de 1806 y el emperador Napoleón Bonaparte se hallaba en un campamento junto al castillo polaco de Pultusk, a orillas del río Narew, unos setenta kilómetros al norte de Varsovia. Estaba en el punto culminante de su poder: un año antes, la gran victoria de Austerlitz y el posterior tratado de Presburgo le habían permitido ampliar el control sobre casi toda Europa, y en el mes de agosto anterior la Confederación del Rin había decretado en Ratisbona el ingreso de varios estados alemanes en la órbita política francesa, con lo que se ponía fin a la historia milenaria del Sacro Imperio Romano. El 14 de octubre había infligido una aplastante derrota al ejército prusiano cerca de la ciudad de Jena; ahora se disponía a combatir a las tropas rusas, que habían bajado para detener su preocupante avance en territorio polaco y estaban destinadas a sufrir, también ellas, una tremenda derrota cerca de Pultusk el día de San Esteban. En semejante situación, con el ejército alarmado por el hielo y la escasez de víveres, el emperador se permitía tomarse un tiempo para ocuparse de una cuestión que, evidentemente, llevaba en el corazón.

Volvía a pensar en la tragedia titulada Les Templiers, que había escrito su compatriota François Raynouard, un abogado de orígenes provenzales apasionado por la historia. El drama recorría las oscuras vicisitudes del proceso abierto por el rey de Francia Felipe IV el Hermoso contra la orden religiosa y militar más poderosa del Medievo, la de los “conmilitones pobres de Cristo”, más conocidos por el nombre de templarios. La tragedia narraba precisamente el injusto y repentino final de estos caballeros religiosos, también hábiles diplomáticos y expertos banqueros, víctimas inocentes, según Raynouard, de la avidez del rey de Francia, que los había atacado a traición para apoderarse de su patrimonio. Esta historia no era del agrado del emperador. En primer lugar, porque Napoleón, al coronarse emperador en presencia del papa Pío VII en la catedral de Notre-Dame el 2 de diciembre de 1804, se consideraba heredero moral del gran carisma que habían poseído los soberanos franceses en la Edad Media, ungidos con el crisma sagrado que, según la tradición, una paloma había llevado prodigiosamente del Cielo durante el bautismo del rey Clodoveo: ese retrato casi cruel y cínico de Felipe el Hermoso, que, sin embargo, era descendiente del rey santo Luis IX, le parecía decididamente fuera de lugar. Pero, sobre todo, Raynouard había desilusionado despiadadamente las sólidas convicciones que toda una cultura –de la que el propio Napoleón era un ilustre representante- alimentaba acerca de la famosa orden de frailes guerreros que, cuando se hallaban en la cumbre del poder, habían caído en la ruina acusados de herejía. Era una historia incierta, llena de misterios y oscuras sugerencias, y resultaba excepcionalmente atractiva para el nuevo gusto romántico con tendencia a impregnarlo todo de tintes de irracionalidad. Pero el emperador era un espíritu pragmático y su interés por esos acontecimientos tenía un motivo completamente distinto: el final de los templarios había sido en un momento estandarte de un preciso plan político. Y, paradójicamente, continuaba siéndolo, aun cuando por entonces se tratara de una cuestión con cinco siglos de antigüedad.

Ese modo fantasioso y nostálgico de abordar la antigua orden militar había hecho su aparición en Europa en los comienzos del siglo XVIII; nacía entonces del matrimonio entre el deseo sincero de renovar la sociedad y una lectura no precisamente objetiva de la historia. Ya a finales del siglo XVII había en todos los países de Occidente una burguesía que se había enriquecido con el comercio y la naciente producción industrial, había acumulado verdaderas fortunas y había mandado a sus hijos a estudiar en las mejores escuelas, junto con los descendientes de la nobleza más antigua. Bien dotados y muy preparados, los miembros de este grupo social emergente se sentían preparados para participar en el gobierno de la nación, pero rarísimamente lo conseguían, porque la sociedad estaba estructurada a la manera antigua, es decir, de acuerdo con un sistema rígido y cerrado que concentraba las palancas del poder en manos de la aristocracia. Si los herederos de estas fortunas acumuladas mediante la práctica “plebeya” del comercio querían ascender socialmente, no tenían otro recurso que entrar en la nobleza casándose con la hija de una familia ilustre caída en desgracia o dispuesta a aceptar que su propia sangre azul se mezclase con otra de orígenes humildes; celebrado el matrimonio, el nuevo miembro de la élite asumía el mismo estilo de vida de sus nuevos amigos, es decir, era “absorbido” por el sistema. La renovación del pensamiento que habría de producir la Ilustración indujo a la nueva clase emergente a buscar una vía autónoma al poder, una vía que permitiese sobre todo actuar concretamente para lograr que la sociedad creciera y se volviera más justa; se miraba con admiración al pasado, en especial al de ciertas zonas de Europa, como Flandes, Alemania, Francia o Inglaterra, donde se habían constituido poderosas corporaciones de mercaderes y artesanos que, gracias a la solidaridad grupal, habían podido prosperar y defenderse de la prepotencia de la nobleza de sangre. Las corporaciones de albañiles que habían edificado las grandes catedrales góticas, como Chartres, eran en particular sospechosas de poseer conocimientos científicos muy avanzados para su época y de haberlos transmitido durante siglos en el más celoso secreto. La legítima curiosidad histórica se combinó con la necesidad de encontrar raíces ilustres, y esto llevó a que, a comienzos del siglos XVIII, se formaran verdaderos clubes animados por ideales iluministas, pero convencidos de una tradición de sociedades secretas que se remontaba directamente a la antigüedad bíblica: e incluso su nombre provenía de aquel con que se denominaba a estas antiguas corporaciones de albañiles, la voz francesa maçonnerie. La sociedad de la época conservaba una firme pasión por el concepto de nobleza, en particular aquella nobleza antigua de los orígenes, cuando en las brumas de la Edad Media los antepasados de las dinastías más importantes habían protagonizado las gestas destinadas a construir para sus herederos un futuro de esplendor y de privilegios. Las antiguas órdenes de caballería eran extraordinariamente fascinantes: aun cuando la imagen no era precisa, se las veía como una especie de canal privilegiado, de carril preferencial, capaz de conducir a los vértices del poder incluso a personas con grandes dotes naturales, pero que habían tenido la desgracia de nacer fuera de la casta aristocrática. Y la orden de los templarios, la más famosa y discutida, parecía estar precisamente en el punto de convergencia de todas estas líneas de interés. (continuará)

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