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viernes, 28 de septiembre de 2012

Los templarios y la Sábana Santa


  
Ecce homo!(III)

Desde la encomienda de Barcelona, volvemos a compartir más datos con todos vosotros sobre la imagen  que los templarios veneraron. Para ello hemos seleccionado un nuevo capítulo de la paleógrafa italiana Barbara Frale, extraído de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde nos aporta nueva información para esclarecer qué fue o a quién representaba el “baphomet” templario..

Desde Temple Barcelona os recomendamos su atenta lectura.

4.El poder del contacto

Fuera quien fuese el misterioso hombre que veneraban los templarios, lo cierto es que lo consideraban sagrado y poderoso, hasta tal punto que alguien, en algún momento todavía por precisar, llegó a pensar que era conveniente hacer que su carisma protegiese físicamente a los templarios durante toda su existencia. Y hacerlo incluso sin que ellos lo supieran, gracias a un pequeño objeto que conservaba y transmitía su poder. Las fuentes del proceso abundaban en testimonios que atribuyen una sacralidad muy especial al cordoncillo de hilo de lino que llevaban puesto los templarios, sacralidad que provenía del contacto con un objeto digno de la máxima reverencia: sólo pocos de ellos sabían que había sido consagrado con el poder de algo venerable en grado sumo, y en el sino de esta pequeña minoría sólo alguno era consciente de que los cordoncillos eran ellos mismos poderosas reliquias porque su carácter sagrado se debía al contacto con el “ídolo”.

La costumbre de llevar siempre un cordoncillo de lino sobre la camisa, incluso por la noche, ya había sido introducida por san Bernardo en la regla templaria aprobada en Troyes en 1129. Su significado era sobre todo simbólico, porque representaba una advertencia sobre la necesidad de mantener el voto de castidad. Dormir con los calzones y el cinturón ceñido sobre la camisa quería decir en el fondo dormir vestidos, y esto se tenía por algo muy decoroso, dado que en los dormitorios las camas de los hermanos de la orden estaban una junto a otra: las luces de pequeñas lámparas ardían toda la noche para proteger la intimidad honesta, desalentando a todo tipo de malintencionados y a las personas en busca de encuentros indecorosos.

Pero con el paso del tiempo se perdió la conciencia de ese significado antiguo, a tal punto que en el momento del proceso sólo lo recordaban unos pocos. En el curso del siglo XIII cobró vida una nueva tradición simbólica asociada al cordoncillo, que se expandió porque la tradición originaria había quedado obsoleta: ya en 1250 los templarios acostumbraban consagrar cordones de su hábito poniéndolos en contacto con los lugares más importantes de Tierra Santa vinculados a la vida de Jesús, o bien con reliquias particulares que se guardaban en Outremer y por las que la orden profesaba gran veneración.

El caballero Guy Dauphin, preceptor del Temple en la región francesa de Auvernia y  miembro del Estado Mayor, lo explicaba claramente durante el proceso:

…dijo que se ceñían un cordoncillo sobre la camisa con la que dormían en señal de castidad y de humildad; los cordoncillos que él mismo se ceñía habían estado en contacto con una pilastra que se hallaba en Nazaret, exactamente en el lugar en que el ángel hizo su anuncio a la beata Virgen María, mientras que otros habían estado en contacto con reliquias preciosas que se guardaban en ultramar, como, por ejemplo, las de los santos Policarpo y Eufemia.

Guy Dauphin había sido recibido entre los templarios en 1281, pero la costumbre de consagrar los cordoncillos mediante el contacto con las reliquias era más antigua: el fraile caballero Gérard de Saint-Martial, que en el momento del proceso era anciano, había entrado en el Temple en 1258 y contó que ya entonces se estilaba convertir el cordón en reliquia consagrándolo con el carisma sacro que emanaba de la basílica de Nazaret, en el lugar donde el arcángel Gabriel había llevado a la Virgen el anuncio de la Encarnación.

¿Cómo se explica esto? La respuesta es muy simple y se encuentra ya en la Biblia, que expresa la mentalidad religiosa de los hebreos, de donde deriva la de los cristianos. Cuando Dios se apareció a Moisés en el monte Horeb como zarza ardiente que no se consumía, le ordenó que se quitase las sandalias porque aquello era suelo santo (Éxodo 3, 1-6). El lugar conservaría para siempre parte del poder de aquel Ser Supremo que allí se manifestaba, y entrar en contacto con el lugar sagrado aportaría siempre gran beneficio para los fieles.

Con posterioridad a 1250, con Jerusalén perdida decenios atrás y cada vez más lejana la perspectiva de recuperarla, los templarios sintieron la necesidad de mantener un contacto físico, concreto, con los lugares de la vida de Cristo; fue así como adquirieron el hábito de procurarse reliquias personales que pudieran llevarse siempre encima como defensa de los pecados del alma y los riesgos de la batalla: en el fondo, esto respondía bien a su perfil de orden militar y religioso, y el propio san Bernardo había subrayado que el templario siempre, todos los días de su vida, combatía en dos frentes. Durante las décadas precedentes, cuando Jerusalén y el Santo Sepulcro estaban bajo custodia cristiana, los templarios se reunían en la gran basílica para celebrar liturgias nocturnas particulares de las que las fuentes no nos dicen nada: probablemente consagraban sus cordoncillos, símbolo de los votos religiosos del Temple, poniéndolos sobre la piedra donde había sido depositado el cadáver de Jesús tras la crucifixión. En ese caso, los convertían por esa vía en invaluables reliquias de la Pasión de Cristo que llevarían siempre encima para que cuidaran de su salvación física y espiritual. Más tarde, perdido el Sepulcro por la reconquista de Saladino, tuvieron que resignarse a consagrar sus cordones con otra cosa: lugares santos del reino cristiano, sí, pero sin duda no tan valiosos como el Sepulcro, o bien ciertas reliquias de las que la orden se había apoderado y que en la segunda mitad del siglo XIII constituían un tesoro que se conservaba en la ciudad de Acre.

Entre los templarios circulaba el rumor de que el misterioso “ídolo” se conservaba precisamente en el tesoro de Acre, y todo hace pensar que su identidad fue un secreto para la mayoría de los frailes. Fuera como fuese, en la orden había muchas copias distribuidas entre las diversas encomiendas; al parecer, estas imágenes no eran expuestas sólo a la veneración de los templarios, sino también a la de los fieles laicos que frecuentaban las iglesias del Temple, como si pertenecieran a un misterioso personaje sagrado que protegiera de modo especial a la orden. Se tenía al retrato más por una reliquia que por una simple imagen, se lo conservaba y exponía junto con las otras reliquias de los templarios e incluso la liturgia con la que se lo veneraba preveía justamente aquel beso ritual que por tradición se daba a las reliquias. Según algunos templarios, llamaban “el Salvador” al ídolo; no se rezaba para pedirle favores materiales como riqueza, éxito con las mujeres o poder en el mundo, sino el más alto de los valores cristianos, la salvación del alma.

¿Es posible saber con certeza quién era el hombre representado en ese retrato? Afortunadamente, sí. En el año 1268, el sultán Baibars se apoderó de la fortaleza de Safed, que había estado en posesión de los templarios; sin duda, se asombró de encontrar en la sala principal de la fortaleza, precisamente en la que se celebraba el capítulo de la orden, un bajorrelieve que representaba la cabeza de un hombre con barba. El sultán no supo quién era aquel hombre, y tampoco el historiador moderno puede formular una hipótesis al respecto, pues el monumento fue destruido. De todos modos, hay algunas representaciones del mismo personaje en objeto s que sin duda pertenecieron a los templarios, que se conservan todavía hoy y que permiten no sólo ver la identidad del misterioso hombre, sino incluso palparla: se trata de unos sellos del maestre del Temple que se conservan en archivos de Alemania, y que llevan en su reverso precisamente el retrato de un hombre con barba, y de una tabla que se encontró en la iglesia de la residencia templaria de Templecombe, Inglaterra.

No cabe duda de que en todos los casos son copias del rostro de Cristo, representado sin aureola ni cuello, como si de alguna manera hubiera sido separada del resto del cuerpo. Es un modelo iconográfico bastante raro en la Europa medieval, pero extremadamente extendido en Oriente, porque reproduce el verdadero aspecto de Cristo tal como aparecía en el mandylion, la más preciosa de las reliquias en poder de los emperadores bizantinos. Según una tradición muy antigua, se trataba de un retrato de Cristo no producido por mano humana, sino de manera milagrosa cuando Jesús se pasó por la cara una toalla (mandylion, en griego); no era un retrato propiamente dicho, es decir un dibujo, sino más bien una impronta, una estampación. Guardado en el gran sagrario del palacio imperial de Constantinopla, el mandylion fue copiado innumerables veces en frescos, miniaturas e iconos sobre madera, y poco a poco la tradición de este retrato milagroso se difundió también en Occidente. Todavía hoy, en algunas de las basílicas más importantes de Europa quedan obras de arte que lo reproducen, como por ejemplo el icono sobre tejido conocido como Santo Rostro de Manoppello, las que se conservan en Génova, Jaén, Alicante, la que se guarda en la basílica de San Pedro en el Vaticano, dentro de la capilla de Matilde de Canossa: en todos los casos son copias del mandylion realizadas en Oriente.

La tabla que se encontró en la iglesia templaria de Templecombe parece muy interesante porque reproduce directamente la forma del estuche-relicario de Constantinopla tal como se la ve en muchas representaciones, ante todo en la espléndida miniatura perteneciente al códice Rossiano griego 251 de la Biblioteca Apostólica Vaticana: el rostro se muestra inserto en una especie de custodia rectangular que tiene las dimensiones precisas de una toalla, más ancha que larga, y esta custodia tiene una abertura en el centro que deja ver sólo el rostro de Cristo, separado del cuello y del resto del cuerpo. En el icono de Templecombe, la forma de este recuadro que deja ver los rasgos humanos de Jesús y los destaca de la cubierta en un elegante motivo geométrico cuadrifolio muy apreciado en Oriente y que ya en el siglo IX se usaba en los relicarios bizantinos.

Por tanto, en sí mismo, el fantasmagórico ídolo de los templarios era un tipo muy particular de retrato de Jesús, pero en la confusión de los interrogatorios, muchos frailes, sometidos a tortura o bien sugestionados por los inquisidores, terminaron por describir todo lo que de alguna manera pudiera asemejarse a aquella extraña cabeza masculina sobre la que los inquisidores querían informaciones a toda costa. Era un retrato que respondía al estilo de la iconografía oriental, importada de Constantinopla, pero poco conocida en Europa, y estaba presente en muchas encomiendas de la orden en distintas formas, como iconos pintados sobre madera, bajorrelieves o en forma de tela de lino, aunque en este último caso con la representación del cuerpo entero. El último de estos objetos únicamente lo vieron unos frailes en el sur de Francia: no parecía una pintura, sino más bien una imagen de rasgos indefinidos y era monocromática. Se trataba de un retrato absolutamente particular, imposible de reconocer para quien no tuviera conocimiento de ciertos hechos: reproducía a Cristo en una versión trágicamente humana, muy distinta de la del Resucitado a la que los templarios estaban acostumbrados. Y todo hace pensar que los dirigentes de la orden tuvieron sus razones para mantener en secreto su existencia. 

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