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lunes, 17 de mayo de 2010

Los templarios, promotores del arte gótico.


Desde la encomienda de Barcelona, abordamos otro tema interesante que nos plantea el historiador francés Michel Lamy en su libro “La otra historia de los templarios”; donde nos aporta una visión artística sobre el Temple y que los relaciona directamente con la difusión y potenciación del arte gótico.

Deseamos que su lectura sea de vuestro agrado.

Imagen de la nave central de la catedral de Barcelona.

Los templarios no dejaron su mensaje grabado en la piedra únicamente en sus iglesias. En efecto, parece que tuvieron un papel determinante en la construcción de las catedrales. Es difícil decir si estuvieron poco o mucho en el origen de los encargos, pero es seguro que participaron en su realización por medio de los cuerpos de compañeros que les eran afectos. En la época, el “gótico” apareció con los templarios y los “hijos de Salomón”, antepasados de los compañeros del deber de libertad, que vivían dentro de la órbita de los templarios. Todo ello se llevó a cabo en relación con la Orden del Císter. El Temple fue sin duda el gran financiador de estas construcciones, tanto proporcionando obreros a los que pagaba él mismo como concediendo probablemente importantes gratificaciones.

Para comprender el gigantesco esfuerzo financiero que ello hubo de representar, conviene saber que en la misma época, o casi, fueron iniciadas todas las grandes obras: Noyon en 1140, Senlis y Laon en 1153, París en 1163, Poitiers en 1166, Lisieux y Sens en 1170, Soissons en 1175, Bourges en 1190, Chartres en 1194, Ruán en 1200, Reims en 1211, Auxerre en 1215, Le Mans en 1217, Coutances en 1218, Amiens en 1220, Toulouse en 1229, Sées en 1230, Estrasburgo en 1240, Beauvais en 1247, Clermont-Ferrand en 1248, Metz en 1260, Troyes en 1262, Narbona en 1272, Rodez en 1277, etc.

Es decir, veinticinco catedrales comenzadas en 137 años. No es difícil imaginar el coste colosal de una operación semejante.

Los templarios no fueron ajenos a esta extraordinaria labor. Fue, por otra parte, como consecuencia de su intervención que Luis IX concedió a las cofradías de trabajadores franquicias que Felipe el Hermoso suprimirá al propio tiempo que hará desaparecer la Orden del Temple.

Con anterioridad a los templarios, las únicas grandes iglesias existentes eran abaciales. Faltaban los medios para construir unos edificios costosos. Cuando una ciudad se enriquecía, hacía erigir una o dos iglesias suplementarias, pero generalmente de amplitud limitada. Y, de repente, hubo dinero suficiente para poner en marcha una gigantesca política de grandes obras. Ahora bien, al propio tiempo, la nobleza debía garantizar los gastos de las cruzadas. Partir para Oriente con hombres de armas, reclutar una verdadera tropa que era preciso equipar, alimentar, costaba caro. Era impensable financiar además la construcción de iglesias gigantescas. E incluso si las ciudades se desarrollaban, si el artesanado y el comercio prosperaban, gracias sobre todo a la seguridad de los caminos, ello no puede explicar más que muy parcialmente los orígenes de la financiación de la construcción de las catedrales. Se ha querido responder a este interrogante hablando de impulso de un pueblo que participaba espontáneamente de los trabajos. Ello es ridículo y no pudo ser más que algo muy marginal, pues la erección de una catedral exigía el empleo de una mano de obra altamente cualificada, que dominara perfectamente unos problemas técnicos bastante complejos, y de artistas de gran valor que no era posible encontrar en cualquier parte.

A fin de asegurar la promoción y la tesorería de tales obras, la Orden del Temple era la única que tenía el suficiente poder financiero. No hay que ver en ella al único mecenas para todas las catedrales de esta época. La financiación fue sin duda múltiple, pero no se pudo prescindir de los templarios que mantenían especialmente a su costa cofradías de trabajadores.

A este respecto, no se excluye que los templarios hubieran podido recibir su misión de San Bernardo, y que dicha misión hubiera estado relacionada con los secretos traídos de Oriente. En primer lugar, parece que la “resonancia” de las catedrales se benefició de la experiencia de los cistercienses en materia de propagación de sonidos. Resulta innegable asimismo que la mayor parte de las capillas templarias presentan la austeridad y la simplicidad predicadas por San Bernardo.

Este último criticaba, en efecto, las iglesias excesivamente adornadas:

“Para hablar claro, todo eso no proviene más que de la avaricia que no es sino idolatría, y lo que nos proponemos con ello no es en absoluto obtener una ventaja espiritual, sino hacer llegar las donaciones a nosotros por este medio (…) existe una manera de repartir el dinero que lo multiplica: se gasta éste para que llegue y se reparte para aumentarlo. En efecto, a la vista de tales vanidades suntuosas y admirables uno se siente más inclinado a ofrecer cosas semejantes que a rezar: he aquí como se atraen riquezas por medio de las riquezas y cómo se recoge dinero con el dinero; pues no sé por qué encantamiento secreto los hombres se sienten siempre inclinados a dar allí donde más hay. Cuando los ojos se abren admirados para contemplar las reliquias de santos engastados en oro, las bolsas se abren a su vez para dejar manar el oro. Se expone la estatua de un santo o de una santa y se la cree tanto más santa cuanto más recargada de colores está. Entonces se forma una multitud para besarla y, al propio tiempo, se ruega dejar una ofrenda: es a la belleza del objeto más que a la santidad a lo que se dirigen todas estas muestras de respeto (…) ¡Oh vanidad de vanidades, pero vanidad más insensata que vana! Los muros de la iglesia resplandecen de riquezas y los pobres viven en la indigencia; sus piedras están recubiertas de dorados y sus hijos se ven privados de lo necesario para vestirse: se utiliza lo que corresponde a los pobres para unos embellecimientos que embelesan las miradas de los ricos. Los aficionados encuentran en la iglesia con qué satisfacer su curiosidad, y los pobres no encuentran en ella nada con que sustentar su miseria.”

Imposible expresar mejor ni hacer un análisis económico más acertado que el de San Bernardo sobre la manera en que el dinero atrae al dinero.

Si nos atenemos a estas observaciones, la construcción de las catedrales podría parecer incompatible con la doctrina de San Bernardo. Pero éste era ponderado y admitía la necesidad del ornamento para atraer a los fieles. Aquellos a quienes él reprendía eran sobre todos los abades, pues sus monjes no debían tener en absoluto necesidad de todo aquello para sostener su fe. Escribía, por otra parte, a Guillaume, abad de Saint-Thierry:

“Pero, decidme, vosotros que practicáis la pobreza de espíritu, ¿a qué viene tanto oro en un santuario? Un abad, en la iglesia de su monasterio, no puede permitirse imitar a un obispo. Este último, por la propia naturaleza de su cargo, reina sobre una grey en la que no todos tienen la inteligencia de las cosas espirituales, y es justo que haga uso de medios tan materiales para despertar la piedad de un pueblo carnal.

Está todo dicho: la sencillez en los monasterios, las esculturas para atraer al pueblo. Y este análisis se hizo realidad con los templarios. Los que conocen bien la región del Morbihan saben que sus capillas muy simples, desnudas, alternan con sus iglesias ornamentadas como en Merlevenez.

Por lo que respecta a las catedrales góticas, no se contentaron con decorarlas; se eligió la grandiosidad. Pensemos en Notre-Dame de París, construida en 5.955 metros cuadrados y capaz de dar acogida a 9.000 fieles de pie, 1.500 de los cuales en tribunas. Y Reims, que ocupa 6.650 metros cuadrados y Amiens 7.700, etc. Y las iglesias se hicieron cada vez más altas, para mejor elevarse hacia Dios y permitir penetrar a la luz. Al mismo tiempo que se “abrían” los muros, era preciso aligerar la construcción, reducir los materiales empleados.

La iglesia románica incitaba a la oración, a recogerse humildemente, arrodillado, los ojos vueltos hacia el suelo, concentrado en uno mismo para buscar a Dios en lo más profundo del propio corazón. La iglesia gótica le ofreció al hombre una dimensión divina. El fiel se puso a admirar, a adorar, a levantar la cabeza hacia la luz. No es ya en el fondo de él donde buscó a Dios, sino en la belleza de la creación, en esa luz que generaba a veces más alegría que recogimiento. Simbólicamente, en caso de accidente, la clave de arco románica caería hacia el suelo, la de una iglesia gótica sería proyectada hacia el cielo.

Numerosas catedrales góticas fueron dedicadas a Nuestra Señora. Las otras fueron dedicadas a San Esteban (cuyo patronazgo era igualmente apreciado por los templarios) como Bourges, Sens, Limoges,Caen, Châlons-sur-Saône, Ruán y Metz.

La virgen recibió, pues, el patronazgo de Amiens, Bayeux, Beauvais, Chartres, Évreux, Laon, Noyon, París, Reims, Senlis, Sées, Soissons y finalmente Notre-Dame de l’Épine.

¿Cómo no relacionar esto con el siguiente acto de fe de los templarios?

“Nuestra Señora estuvo al comienzo de nuestra religión, y ella, y en honor a ella, si Dios quiere, estará el fin de nuestra religión.”

Y el postulante, en el momento de su recepción, pedía ser recibido “delante de Dios y delante de Nuestra Señora”, mientras que Cristo no era nunca citado. Y cuando los templarios encarcelados, al final de la Orden, quisieron recogerse, inventaron la “oración de los templarios en prisión” que decía:

Que María, la Estrella del Mar, nos conduzca al puerto de salvación” o también “Santa María, madre de Dios, piadosísima madre, llena de gloria, santa madre de Dios, madre siempre virgen y estimada, oh María, salvación de los desvalidos, consoladora de quienes en vos esperan, vencedora del mal y refugio de los pecadores arrepentidos, aconsejadnos, defendednos.”

Nuestra Señora, cuyo culto no se extendió antes de la época del nacimiento de la Orden, parece sin cesar presente en el pensamiento de los templarios.

Digamos de paso que las ocho Notre-Dame del norte de Francia están implantadas de manera que trazan sobre el terreno el dibujo de la constelación de la Virgen, pero invertida, como si la tierra fuera el espejo del cielo. Dentro de este esquema, uno de los santuarios no es, hablando en rigor, una catedral: se trata de Notre-Dame de l’Épine, cuyo nombre parece ser una firma templaria. Sin ella, la constelación no hubiera estado representada íntegramente, o bien no fue sin duda construida más que con este fin, pues fue edificada en pleno campo, al este de Châlons-Sur-Marne.

En cuanto a Esteban, Santiago de la Vorágine nos dice que su nombre significa corona, en griego. Las catedrales de San Esteban pueden aparecer, entonces, como referencia simbólica de la coronación de la Virgen.

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