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martes, 8 de marzo de 2011

Esplendor y crisis del emirato cordobés


Desde la encomienda de Barcelona nos volvemos a adentrar en la historia de la Reconquista y el papel que tuvo ésta en el desarrollo del cristianismo en la península Ibérica y por extensión de la Europa Sur-Occidental.

Para ello hemos seleccionado el siguiente texto del libro “La Cruzada del Sur”, del que fuera periodista y escritor Juan Antonio Cebrián.

Desde esta vuestra casa, deseamos que os guste.

Fotografía de la puerta cordobesa de Mihrah

El gobierno de Hisham I habilitó cauces muy necesarios para la integración de as diferentes culturas que poblaban Al-Andalus. La convivencia crecía tan fértil como los cultivos importados por los hijos de Alá. Por las cuencas fluviales del Ebro, Segura, Júcar, Guadiana, Tajo y Guadalquivir, latifundios y minifundios hermoseaban el paisaje mientras los salazanes llegados de Arabia correteaban en su preparación para la guerra. La prosperidad económica era evidente; el emirato independiente progresaba no exento de dificultades internas.

La muerte de Hisham I junto a la polémica proclamación de su hijo Al-Hakam I desató un vendaval de enfrentamientos por todo el territorio andalusí. El primer reto al que tuvo que enfrentarse el nuevo mandatario fue el de parar la sublevación de sus tíos paternos. Éstos no se mostraban conformes con la elección de aquel impetuoso joven de veintiséis años. Sin embargo, al flamante emir no le tembló el pulso a la hora de presentar batalla ante los hermanos de su padre, matando a uno y humillando hasta la sumisión más absoluta al otro. Una vez resuelto el pequeño incidente familiar, Al-Hakam permaneció entretenido sofocando varios levantamientos protagonizados por mozárabes, muladíes y los propios bereberes. Todos parecían estar de acuerdo en oponerse a un emir poco querido por el pueblo; ante esto, Al-Hakam reaccionó con inusitada violencia. En 797 recibió información sobre el pesar generado por su elección entre los magnates cristianos de Toledo. La respuesta del astuto emir fue la de convocar en la capital de la Marca Central de Al-Andalus a todos los notables cristianos discrepantes con su gobierno, bajo la promesa de alcanzar acuerdos beneficiosos para todos. Los nobles acudieron confiados al lugar de la cita pensando que a lo mejor habían sido poco generosos en sus comentarios sobre Al-Hakam. Por desgracia para ellos, ya era demasiado tarde pues, a medida que iban llegando al sitio convenido, eran decapitados unos tras otros y sus restos echados a un foso cercano. De esa manera Al-Hakam limpió de enemigos Toledo, en lo que se llamó desde ese momento “la triste jornada del foso”. Es muy difícil efectuar una valoración precisa sobre el número de cabezas que volaron ese día, pero a fe que no fueron pocas.

Las noticias de aquella noche toledana surcaron a la velocidad del rayo todo Al-Andalus. Al-Hakam comenzó a sur un personaje temido por toda la península Ibérica.

En el norte los cristianos se preparaban ante lo que podía ser una terrible guerra contra el eterno enemigo musulmán; aunque por el momento, el emir cordobés se vio obligado a seguir apaciguando sus problemas de intramuros.

Zaragoza, Toledo y Mérida, las tres capitales en la frontera de Al-Andalus con el reino cristiano, se entregaban a constantes prácticas sediciosas. Su alejamiento geográfico de Córdoba era aprovechado por los gobernantes locales para sus propios intereses. Además, los muladíes representantes de la población más numerosa del Estado, reivindicaban unos derechos cada vez más mermados por la intransigente política de Al-Hakam. Éste optó por la vía militar para aplacar con una crueldad sin límite cada levantamiento producido. […]

[…] Al-Hakam I pasará a la historia como uno de los gobernantes más sanguinarios con su pueblo. Cuando fallece con cincuenta y dos años en 822, deja a su hijo y sucesor, Abderrahman II, un estado totalmente sometido y pacificado. Afortunadamente el heredero se confirmaría como un emir respetuoso con las gentes y gran mecenas de la cultura.

Abderrahman II procuraría tres decenios de felicidad para Al-Andalus. Bajo su gobierno de Córdoba resplandeció en todo el occidente europeo. La gran capital andalusí fue embellecida de tal manera que muchos coincidieron en afirmar que, sin duda, se encontraban ante la mejor ciudad del mundo; razón no les faltaba dado que bajo el influjo de Abderrahman II, cientos de intelectuales se albergaron en la hermosa capital: filósofos, poetas, arquitectos y científicos adornaban con su saber las calles cordobesas. El emir, a diferencia de su padre de tan nefasto recuerdo, supo entender el ánimo de los habitantes gobernados por él. Se establecieron normas que aseguraron una saludable convivencia entre las diferentes etnias y religiones. Hubo un incremento del número de funcionarios y se jerarquizaron algunas áreas de gobierno. Además, la regular acuñación de moneda procuró la estabilidad suficiente para el impulso del comercio; todo rezumaba prosperidad, a pesar de los cronificados conflictos bélicos peninsulares y las consabidas refriegas internas. Sin embargo, la entrada en el juego religioso de nuevas influencias ortodoxas trastocaron el panorama social en Al-Andalus. […]

[…] El tolerante Abderrahman II guerreó, y lo hizo bien, contra francos de la Marca Hispánica y astur-leoneses cada vez más fuertes.

Pero sin duda el conflicto más extraño fue el que se libró contra los escandinavos. En 844 la península Ibérica recibió la visita de las temidas hordas vikingas. Primero saltaron La Coruña, donde fueron rechazadas por los soldados de Ramiro I. Posteriormente golpearon Lisboa, para finalizar viaje remontando el Guadalquivir hasta Sevilla, ciudad que fue sometida a un severo castigo. Los normandos tripulaban una flota compuesta por más de 80 drakkars –sus navíos característicos- que quedaron fondeados en una isla cercana a la capital hispalense.

Abderrahman II, sabedor del desastre provocado por los mayus –nombre con el que los musulmanes designaban a los vikingos-, organizó a su ejército en Córdoba y partió al encuentro con los paganos. Éstos, mientras tanto se encontraban ocupados en destrozar Sevilla matando a cualquiera con el que se toparan. Abderrahman II localizó a la banda vikinga cerca de Tablada, donde les derrotó hasta su casi exterminio; los pocos supervivientes lograron escapar con más pena que gloria en algunos barcos. El éxito sobre los normandos sirivió para que Abderrahman II ordenara la construcción de varias atalayas defensivas por toda la costa andaluza en previsión de nuevas incursiones de aquellos fanáticos guerreros.

En septiembre de 852 fallecía el buen emir Abderrahman II; atrás dejaba treinta años de mandato en los que Córdoba se había convertido en la joya cultural del occidente europeo. En los centros de intelectualidad se podían leer las mejores obras literarias del continente traducidas al árabe. El propio Abderrahman había compuesto unas crónicas dedicadas a la historia de Al-Andalus. […]

[…] Los casi 800 años de presencia musulmana en Hispania no pueden pasar por una mera invasión y posterior desalojo de las fuerzas árabes; fue, al igual que ocurrió con los visigodos, una llegada y colonización en toda regla. En el siglo IX quedaba de manifiesto que el asunto iba para largo.

Muhammad I dedicó todo su mandato a reprimir la beligerancia de su gobernados: mozárabes descontentos por el maltrato religioso, muladíes que soñaban con la independencia del emirato y los propios árabes enzarzados en irresolubles disputas tribales, abocaron a los omeya a un abismo del que no se conocía el final.

De los anteriormente citados fue el muladí Umar Ibn Hafsun el que supuso un mayor problema para el emirato cordobés. Este antiguo bandido había conseguido fortuna y hueste suficientes para presentar cara a Muhammad I. El muladí operaba con total impunidad desde sus posesiones, establecidas por la serranía de Ronda. La rebelión se inició en 886 cuando Umar se había parapetado tras los muros de su castillo en Bobastro. Desde la fortaleza aguantaba las acometidas de un ejército cordobés dirigido por Al-Mundir, primogénito de Muhammad. Cuando todo parecía resolverse a favor de los hombres de Al-Mundir llegó desde Córdoba la noticia sobre el fallecimiento de Muhammad I. Sin esperar más, acaso pensando en los problemas que se podrían generar sin su presencia en la capital, el sucesor levantó el sitio a Bobastro para marchar rápidamente hacia Córdoba. Al-Mundir llegó a tiempo para reivindicar su legado pero vivió poco disfrutándolo ya que dos años más tarde moriría víctima de una enfermedad. Dice la leyenda que su propio hermano Abd Allah pagó una fuerte suma al cirujano encargado de practicar una sangría en el cuerpo del enfermo Al-Mundir. La misión del médico consistió en utilizar instrumental envenenado que cumplió a la perfección con el trabajo. Esta historia nunca se pudo confirmar, sí, en cambio, que Abd Allah asumió el poder en 888 y que lo mantuvo hasta 912. en este período nos encontramos a un Abd Allah convertido en magnífico gestor y mejor negociador; es evidente el intento del emir por remontar la grave crisis sufrida en el Estado omeya. Sus veinticuatro años de gobierno serán, en cambio, el caldo de cultivo necesario para la llegada de una nueva forma de gobierno encarnada en la figura de su nieto Abderrahman III, posiblemente uno de los personajes más influyentes de toda la etapa musulmana en Hispania. Con él llegaría el califato y una trascendental reorganización social, jurídica y militar que harán de Al-Andalus una entidad respetada, al mismo tiempo que temida, por todos los reinos cristianos del norte peninsular. Las aplastantes victorias de Abderrahman III sobre sus enemigos provocarán incluso que los enclaves fronterizos con el Estado musulmán se conviertan en tributarios de éste.

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