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martes, 1 de marzo de 2011

Saladino y su lucha contra el Temple: Iª parte


Desde la encomienda de Barcelona abordamos un nuevo texto del novelista Piers Paul Read, donde con una brillante pluma, nos trasporta a uno de los momentos más “convulsos” de la historia de las Cruzadas: la que mantuvo Saladino, en su feroz lucha contra los Templarios.

Desde Temple Barcelona, esperamos disfrutéis de su contenido.

El año 1174 vio las muertes del rey Amalrico de Jerusalén y la del poderoso gobernador de Alepo, Nur ed-Din. A Amarilco, que tenía sólo treinta y ocho años, siempre se lo comparó desfavorablemente con su hermano Baludino III, desperdiciando la fuerza de su reino en infructuosas expediciones a Egipto. Su estrategia para asegurar la supervivencia de los estados latinos de Siria y Palestina fue entrar en alianza con el Imperio bizantino, afianzada mediante el matrimonio de su prima, María de Antioquía, con el emperador Manuel, y por su propio matrimonio con la hija del emperador, también llamada María, con la que tuvo sólo una hija, Isabela. Su admiración por Bizancio quedó demostrada cuando, al regresar de una visita a Constantinopla, y poco antes de su muerte, adoptó en su corte de Jerusalén el atuendo ceremonial del emperador bizantino.

En los reinos latinos ya no se cuestionaba el principio hereditario, y así Amalrico IV tenía trece años y padecía de lepra; para algunos hombres de la Iglesia, la enfermedad era un castigo divino a Amalrico por haberse casado con su prima. Hasta que Balduino alcanzó la mayoría de edad, actuó de regente su primo, el conde Raymond III de Trípoli.

El legado de Nur ed-Din era a primera vista menos seguro. Su hijo y heredero, Malik as-Salih Ismail, tenía sólo once años y existían reclamos encontrados de los gobernadores de Damasco, Alepo, Mosul y El Cairo, en cuanto a quién debía ejercer la regencia. No obstante, al establecer su autoridad sobre los diferentes emiratos que hasta entonces luchaban entre sí, Nur ed-Din había demostrado que la unidad musulmana en contra de los francos era posible. Por otra parte, le había agregado una dimensión espiritual a esa realidad política: frugal y austero, “con rasgos comunes y una expresión delicada, triste”, era además un individuo devoto y había elevado su lucha contra los latinos cristianos al nivel de una jihad, o guerra santa.

El hombre que asumiría esa combinación de ascendencia espiritual y política no sería de la progenie de Nur ed-Din, sino el hijo de un funcionario kurdo que le había salvado la vida a Zengi, el padre de Nur ed-Din, ayudándolo a escapar al otro lado del Tigris en 1143, después de ser derrotado en una batalla contra las fuerzas del califa de Bagdad. Este hombre, Najm ed-Din, y su hermano Shirkuh, eran los generales de mayor confianza de Nur ed-Din; Shirkuk fue quien había frustrado los intentos de Amalrico de establecer en Egipto un estado-cliente franco. Pero no lo había hecho solo, sino con la ayuda de su joven y vigoroso sobrino, Salad ed-Din Yusuf, más conocido como Saladino. Y éste fue quien le dio el coup de grâce al califato fatimí de El Cairo, desivando la lealtad espiritual de los musulmanes egipcios hacia el califa de Bagdad. Saladino estableció en Egipto un gobierno personal y actuó de forma independiente (y a veces desafiante) respecto de Nur el-Din, el antiguo amo de su padre.

Tanto en vida como después de muerto, musulmanes y cristianos por igual consideraron a Saladino un modelo de coraje y magnanimidad. Las historias llevadas de vuelta a Europa sobre su cortesía y benevolencia –por ejemplo, que les había dado pieles para abrigarse a algunos de sus prisioneros cristianos en las mazmorras de Damasco; o que, cuando sitiaba el castillo de Kerak en 1183, durante los festejos por el casamiento de Hunfredo de Toron y la princesa Isabela, ordenó no disparar sus catapultas contra la torre donde se estaba celebrando la boda- tenían aún más impacto porque, hasta ese momento, los europeos cristianos habían tendido siempre a demonizar a sus enemigos infieles.

Devoto, frugal, generoso y clemente, Saladino fue asimismo un hábil estadista y notable comandante. Se le ha descrito como bajo de estatura, de rostro redondo, cabello negro y ojos oscuros. Como la mayoría de los miembros de la élite islámica, era instruido, culto y diestro con la lanza y con la espada. De joven, se había interesado más por la religión que por el combate; y no hay duda de que su guerra contra los francos cristianos fue inspirada por un fervor religioso genuino y no simplemente por haber advertido, a partir de los ejemplos de Zengi y Nur ed-Din, que los diferentes estados islámicos sólo podían ser llevados a actuar de manera conjunta en nombre de una jihad.

Mantener la altura moral en la extensa comunidad islámica no era fácil; tenía que parecer leal no sólo al amo de su padre, Nur ed-Din, sino también al califa de Bagdad; incluso después de haber demostrado su compromiso con el Islam uniendo los diferentes estados musulmanes contra los latinos, muchos siguieron considerándolo como usurpador. También es probable, como veremos, que su famosa magnanimidad fuera en parte una cuestión de cálculo. Cuando debía ser cruel, fue cruel: Saladino ordenó la crucifixión de oponentes chiítas de El Cairo y, en ocasiones, la mutilación o ejecución de sus prisioneros. Aunque llegó a respetar y hasta a admirar el código de conducta de los caballeros francos, y fue diligente en su cortesía para con príncipes y caballeros cristianos, sentía un odio implacable hacia las órdenes militares.

En su intento de frustrar el ascenso de Saladino al poder absoluto tras la muerte de Nur ed-Din, sus rivales hicieron alianzas tácticas con los latinos. El gobernador de Alepo persuadió al conde Raymond de Trípoli, por entonces regente de Balduino IV, de que llevase a cabo un ataque de distracción a la ciudad de Homs, acordando a cambio pagar el rescate de sus prisioneros cristianos, entre ellos el advenedizo caballero francés que se había casado con la princesa Constanza de Antioquía, Reginaldo de Châtillon: su precio era de 120.000 dinares de oro.

Si hubiera podido ver el futuro, el conde Raymond seguramente habría resuelto dejar a ese elefante solitario en las mazmorras de Alepo. Reginaldo era ahora un príncipe sin principado: su mujer había muerto dos años después de la captura de su apuesto marido, tal vez a causa de la pena, y Antioquía era gobernada por Bohemundo III, el hijo de Constanza y su primer espos, Raymond de Poitiers. No obstante, Reginaldo no podía ser simplemente relegado a las filas de los caballeros mercenarios de las que provenía: su hija Agnes era en ese momento la reina de Hungría, y su hijastra María, emperatriz de Bizancio. Por lo tanto, fue unido en matrimonio a la rica heredera del reino, Estefanía de Milly, a quien le aportó los señoríos de Hebrón y Transjordania.

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