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lunes, 11 de abril de 2011

Ricardo Corazón de León: VIª parte


Desde la encomienda de Barcelona, con esta última parte extraída del libro “The Templars”, del novelista Piers Paul Read, damos por concluido el apartado dedicado a Ricardo Corazón de León.

Desde Temple Barcelona, deseamos que con esta última lectura, dicho apartado haya sido de vuestro agrado.

Ricardo regresó, por lo tanto, a la costa y pasó los primeros cuatro meses de 1192 fortificando Ascalón antes de continuar hasta Gaza. Al monarca inglés el tiempo se le estaba agotando: de Inglaterra le llegaban noticias inquietantes sobre las actividades de su hermano Juan y Felipe Augusto. Las amistosas negociaciones con Saladino hacían pensar que era posible llegar a un acuerdo. Estaba decidido además a dejar el reino de Jerusalén con una cadena de mandos clara. Aunque su candidato favorito era Guy de Lusignan, aceptó la resolución unánime de los barones locales, quienes se inclinaron por Conrado de Montferrat; pero justo cuando se hacían los preparativos para su coronación, Conrado fue asesinado en las calles de Acre.

Los responsables fueron los asesinos, enviados por Sinan, el Anciano de la Montaña. Su propósito era poco claro. Conrado se había ganado la enemistad de los asesinos al confiscar un barco de carga que les pertenecía y negarse a devolverlo; pero la sospecha también recayó sobre Ricardo. El amigo íntimo de Conrado, el obispo de Beauvais, a quien aquél había visitado justo antes de su muerte, estaba convencido de que los criminales habían sido enviados por el rey inglés. Otros sostuvieron que no era el estilo de Ricardo deshacerse de un enemigo de una manera tan turbia; sea como fuere, el resultado sin duda lo benefició: a los dos días del asesinato de Conrado, su viuda, la reina Isabela, de veintiún años, fue prometida en matrimonio al sobrino de Ricardo, el conde Enrique de Champagne.

Para el acuerdo final sobre los asuntos de Outremer, sólo faltaba disponer de Guy de Lusignan. Con la aquiescencia de Roberto de Sablé, se decidió que, en compensación por la pérdida del reino de Jerusalén, Guy debía poseer la isla de Chipre. Los Templarios no habían tenido más éxito que los funcionarios de Ricardo en el gobierno de la misma. Los caballeros habían demostrado ser rapaces e impopulares, y el 4 de abril de 1192 los griegos habían sitiado la guarnición latina de Nicosia. Una salida logró terminar con la insurgencia, pero el incidente puso de manifiesto que la población no podía controlarse con una guarnición pequeña; “lo que hacía falta, si se quería controlar Chipre de modo permanente, era un gran número de hombres que tuvieran un interés personal en preservar el nuevo régimen”. La isla le fue devuelta en consecuencia al rey Ricardo, quien sin demora se la vendió a Guy de Lusignan por el balance adeudado por los Templarios: 60.000 besants.

Impaciente por volver a Europa, Ricardo presionó más a Saladino para llegar a un acuerdo. Su ejército tomó el castillo de Daron, al sur de Ascalón; pero luego, mientras Ricardo estaba en Acre, Saladino en persona atacó Jaffa y tomó la población al cabo de tres días. La guarnición se recluyó en la ciudadela y estaba a punto de rendirse cuando cincuenta galeras pisanas y genovesas llegaron a la ciudad con el rey Ricardo a bordo. Saltó al agua y, seguido por sólo ocho caballeros, cuatrocientos arqueros y unos dos mil marinos italianos, Ricardo se abrió paso peleando por las calles de la ciudad y puso en fuga a las fuerzas de Saladino. Antes de que este pequeño contingente pudiera ser apoyado por el grueso del ejército, que avanzaba desde la costa, Saladino contraatacó. Con brillante improvisación, Ricardo ordenó a sus hombres resistir oleada tras oleada del ataque musulmán. “Saladino estaba absorto en irritada admiración, contemplando el espectáculo”. Cuando el caballo de Ricardo cayó muerto en medio de la contienda, el paradigma de la cortesía islámica le envió dos jóvenes corceles como obsequio al rey inglés.

Por su coraje personal y sus tácticas inspiradas, prevaleció Ricardo; pero ambos líderes tenían muy claro que se encontraban en un punto muerto: ninguno podía derrotar al otro, y ambos tenían razones apremiantes para ponerle fin al conflicto. Era imperativo que Ricardo regresara a casa para asegurar sus posesiones en Europa, mientras que Saladino enfrentaba la permanente dificultad de mantener en el campo un ejército numeroso. Si bien Saladino tenía un cierto prestigio moral por su papel de vencedor en el Islam, a menudo a sus tropas las motivaba más la esperanza de un botín en este mundo que una recompensa en el venidero. Sólo eso compensaba los peligros y privaciones de la campaña; y cuando no parecía cercano, les costaba resistir la llamada del hogar.

En las primeras negociaciones, el obstáculo para el acuerdo había sido siempre Ascalón: ahora Ricardo se echó atrás. Aceptaba que Ascalón fuese demolida. A cambio, Saladino garantizaba las posesiones cristianas de las ciudades costeras desde Antioquía hasta Jaffa. Musulmanes y cristianos podrían atravesar libremente los territorios bajo control del adversario. Y los peregrinos cristianos podrían visitar libremente Jerusalén y los demás lugares sagrados para la religión cristiana. Balian de Ibelin, Enrique de Champagne y los grandes maestres del Temple y el Hospital juraron en nombre de Ricardo mantener la paz durante los siguientes cinco años.

Muchos de los seguidores de Ricardo fueron entonces como peregrinos a la Ciudad Santa. Ricardo no: regresó a Acre, arregló sus asuntos y se encargó de enviar a su mujer y a su hermana en un barco a Francia. Él se hizo a la mar el 9 de octubre: había estado en Tierra Santa dieciséis meses. Los vientos desviaron su nave y la obligaron a atracar en el puerto de la isla bizantina de Corfú. Temiendo que el emperador bizantino lo tomara de rehén, Ricardo zarpo con unos piratas rumbo a Venecia: iba disfrazado de Templario y viajaba con una escolta de cuatro caballeros del Temple.

La elección de la ruta le fue impuesta por los acontecimientos políticos producidos durante su ausencia, en particular por la contienda entre su suegro, el rey Sancho de Navarra, y Raymond, el conde de Toulouse. Eso hacía imposible el desembarco en ninguno de los puertos del sur de Francia. Con el invierno que se acercaba, el largo viaje por el estrecho de Gibraltar y la Península Ibérica resultaba muy peligroso; atravesar por tierra Italia y el valle del Rin lo expondría a ser capturado por su enemigo, el emperador Hohenstaufen, Enrique VI.

De camino a Venecia, el barco pirata encalló cerca de Aquilea, en el extremo norte del mar Adriático. Desde allí, Ricardo y sus acompañantes marcharon hacia el norte atravesando los Alpes disfrazados de peregrinos, pero en una posada de Viena Ricardo fue reconocido, supuestamente por el valiosísimo anillo que todavía llevaba en su dedo, y entregado a su archienemigo desde la ocupación de Acre, el duque Leopoldo de Austria. El hombre que había comprado y vendido la isla de Chipre era ahora, él mismo, una mercancía: Leopoldo lo encarceló primero en su castillo de Dürrenstein y lo entregó luego a su señor, el emperador Enrique IV, cuyos términos par la liberación de Ricardo eran que éste jurase lealtad como vasallo del emperador y que pagara un rescate de 150.000 marcos.

Mientras Ricardo estaba en cautiverio murió su encomiable adversario, Saladino. También falleció su amigo y antiguo vasallo, el gran maestre templario Roberto de Sablé. El rey Felipe Augusto y el hermano de Ricardo, Juan, presionaron al emperador para que mantuviese cautivo a Ricardo, pero Ricardo –cortés, afable, casi indiferente en su humillante posición- ganó apoyo entre los príncipes de la corte del emperador germano. En Febrero de 1194 fue liberado: había hecho los juramentos requeridos, y era tal la prosperidad de Inglaterra en ese momento, que la mayor parte de su rescate se había pagado. Al enterarse de la nueva, el rey Felipe Augusto le escribió a Juan: “Cuidado, el demonio está suelto”.

Tras permanecer sólo un mes en Inglaterra, Ricardo regresó a Normandía y pasó los cinco años siguientes en guerra intermitente con vasallos rebeldes y con el rey Felipe Augusto de Francia. En 1199, mientras sitiaba el castillo de Châlus, perteneciente al vizconde de Limoges –uno de sus vasallos-, fue alcanzado en el hombro por la saeta de una ballesta. La herida era mortal. Su madre Leonor, acudió a su lado; después de confesar sus pecados y recibir los últimos sacramentos de la Iglesia, Ricardo murió el 6 de abril. Tenía cuarenta y dos años.

En los siglos posteriores, Ricardo Corazón de León fue recordado como un paradigma de la hidalguía, siendo objeto de una serie de exóticas e improbables leyendas. Cada una refleja los prejuicios de su época. “Si el heroísmo se confina al valor brutal y feroz –escribió Gibbon-, Ricardo Plantagenet ocupará un lugar alto entre los héroes de su tiempo”. El mito más reciente, que Ricardo era homosexual, fue aceptado por muchos historiadores, aunque no hay registros del mismo más allá de 1948 y en la actualidad se considera falso. Algunos cronistas contemporáneos le critican, por el contrario, su insaciable apetito por las mujeres, tanto que “hasta en su lecho de muerte se las hizo traer, desafiando el consejo de su médico”.

Una crítica más repetida fue que sus aventuras en el extranjero tuvieron un efecto adverso en el gobierno de Inglaterra. “Sin duda, pensó que pelear por Jerusalén era algo importante y bueno –escribió H. E. Marshall en su compendio para estudiantes ingleses, Our Island History-, pero cuánto mejor hubiera sido si hubiese tratado de gobernar su propia tierra pacíficamente, llevándole felicidad a su gente”. Una vez más, las evaluaciones recientes exoneran a Ricardo: sus responsabilidades se extendían mucho más allá de Inglaterra, el menos problemático de sus dominios. A pesar de su entusiasmo para el combate, que compartió con otros caballeros de su época, “no fue un rey burdamente belicoso, un rey propenso a la guerra por el gusto de la misma y por agresividad, sino un gobernante inteligentemente preocupado por emplear sus talentos militares en los intereses ampliamente diseminados de la casa de Anjou, de la cual era la cabeza”. Aunque desde nuestra perspectiva pueda parecer una causa perdida su lucha par proteger de la usurpación de los Capetos sus derechos de herencia en el reino de Francia, en aquel momento no lo parecía.

La crítica más importante que recibió de sus contemporáneos era que arriesgaba temerariamente su propia persona al arrojarse a la lucha. Incluso sus enemigos, los sarracenos, consideraban una locura que un comandante tan inspirado arriesgara su vida en combate; porque junto a su osadía y su impetuosidad, poseía un enorme talento para la logística y la planificación. Fue esa osadía la que le llevó a un final prematuro. Pero eso lo le quita méritos al conjunto de sus logros. La conclusión del historiador contemporáneo John Gillingham, de que “como político, administrador y caudillo –en pocas palabras, como rey- fue uno de los gobernantes más extraordinarios de la historia europea” recuerda el veredicto del cronista musulmán, Ibn Athir, cuando dice de Ricardo que “su coraje, sagacidad, energía y paciencia lo hicieron el más notable gobernante de su tiempo”. (fin)

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