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viernes, 7 de octubre de 2011

El veredicto de la historia: Iª parte


Desde la encomienda de Barcelona queremos compartir las conclusiones del escritor y novelista Piers Paul Read sobre el veredicto que se puede tener de los Templarios a lo largo de la historia.

Para ello hemos seleccionado un texto del mencionado autor que fue publicado en su libro cuyo título es “The Templars”.

Recordad que el contenido de lo que publicamos en esta humilde página, no necesariamente deba ser aprobado en su totalidad por la dirección de Temple Barcelona. El propósito de tales escritos, es el de llevar la luz y la reflexión, acercando la historia de la Orden del Temple tanto a hermanos como también a profanos.

Deseamos que su contenido os sea grato.

¿Cuál ha sido el veredicto de la historia sobre los Templarios? Desde el momento mismo de su enjuiciamiento, la opinión se dividió acerca de si había cometido o no los crímenes que se les atribuían. Dante Alighieri pensaba que eran las víctimas inocentes de la codicia del rey Felipe IV, mientras que el mallorquín Ramón Llull, poeta, místico, misionero y teórico de las Cruzadas, aunque inicialmente dubitativo, terminó aceptando que los cargos imputados contra la Orden eran inciertos. Pero ambos eran parciales: Dante había sido expulsado de Florencia por el bando apoyado por Carlos de Anjou, y Llull, como Felipe el Hermoso, estaba fanáticamente empeñado en la fusión de las dos principales órdenes militares.

En los siglos siguientes, los juicios retrospectivos sobre el Temple se vieron análogamente distorsionados por consideraciones políticas: los partidarios de los papas romanos y los reyes franceses no querían admitir que los predecesores de sus soberanos hubieran perpetrado una grosera injusticia, en tanto que los demócratas y constitucionalistas tendían a describir a los Templarios como víctimas de la tiranía. Así, a principios del siglo XVI, en De occulta philosophia, de Enrique Cornelio Agrippa, se compara a los Templarios con las brujas, mientras que ya avanzado el mismo siglo, el pensador político francés, Jean Bodin, los cita, junto con los judíos, como ejemplo de una minoría marginalizada y vulnerable, expropiada luego por un rey rapaz.

En los siglos XVII y XVIII, los protestantes y escépticos usaron por igual la presunción de culpa en la causa de los Templarios como una vara con que castigar a la Iglesia católica romana: el teólogo anglicano, Thomas Fuller, escribió que fue “en parte su viciosidad y en parte su riqueza” lo que provocó la “extirpación final” de los Templarios; y Edward Gibbon, en su Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, se refirió al “orgullo, la avaricia y la corrupción de esos soldados cristianos”. Esta impresión de los Templarios fue la inspiradora de los personajes Templarios de Sir Walter Scott.

No obstante, con el advenimiento de la Ilustración, en el siglo XVII, emergió una tercera visión de los Templarios no como cristianos ortodoxos o heréticos, sino como los sumos sacerdotes de una religión antigua y oculta anterior al nacimiento de Cristo. Podría pensarse que un movimiento intelectual que se enorgullecía de reemplazar la superstición con el sentido común se sacudiría las telarañas de confusión que rodeaban la historia de los Templarios: pero la Ilustración, como señaló Peter Partner en su libro sobre los Templarios, The Murdered Magicians, estaba lejos de ser el simple ejercicio de las facultades racionales que algunos de sus propagandistas gustaban de sugerir.

Los principales agentes de este “Templarismo” por el que los Templarios pasan del plano histórico al plano mítico fueron los francmasones, confraternidades secretas de apoyo mutuo cuyo impreciso deísmo las hacía perniciosas para la Iglesia católica romana. No fueron los primeros en convertir a los Templarios en personajes de ficción: aun antes de la disolución de la Orden, los Templarios habían comenzado a aparecer en romances y epopeyas, a menudo como paladines de los amantes, consolándolos si su pasión no era correspondida, facilitando su consumación, si lo era. Mucho más que los Hospitalarios o los Caballeros Teutónicos, los Templarios capturaron la imaginación de cronistas y poetas por igual. Los caballeros del Grial en el Parzival de Wolfram von Eschenbach son descritos como Templarios, pero “en su poema no hay ninguna evidencia de que él, un pobre caballero germánico, poseyera algún conocimiento secreto sobre la Orden del Temple, que en ese momento todavía tenía muy pocas propiedades en Germania, y cuyos miembros eran en su mayoría franceses”.

La hipótesis de los francmasones era tan fantasiosa como el Parzival. Andrew Ramsay, un jacobita escocés exiliado en Francia y que fuera director de la Gran Logia Francesa en la década de 1730, sostenía que los primeros masones habían sido picapedreros de los estados cruzados, que habían aprendido los rituales secretos y alcanzado la sabiduría especial del mundo antiguo. Ramsay no hizo ninguna afirmación específica sobre los Templarios, quizá porque no quería protagonizar con su anfitrión, el rey de Francia; pero en Germania, otro exiliado escocés, George Frederick Johnson, fabricó un mito que transformaba a los “Templarios […] de su ostensible estatus de monjes-soldados iletrados y fanáticos al de profetas caballerescos ilustrados y sabios que habían usado su estancia [en Tierra Santa] para recuperar los secretos más profundos de Oriente y emanciparse de la credulidad católica medieval”.

Según los masones germánicos, los grandes maestres de la Orden habían aprendido los secretos y adquirido el tesoro de los judíos esenios, que cada uno pasaba a su sucesor, Jaime de Molay, la noche de su ejecución, había enviado al conde de Beaujeu a la cripta de la iglesia del Temple de París para recobrar ese tesoro que incluía el candelabro de siete brazos tomado por el emperador Tito, la corona del reino de Jerusalén y un sudario. Sabemos que en testimonio dado en el juicio de los Templarios, un sargento, Juan de Châlons, sostuvo que a Gerardo de Villiers, el preceptor de Francia, le habían avisado de su inminente arresto y había escapado entonces con una flota de dieciocho galeras llevándose el tesoro de los Templarios. Si eso fue así, ¿qué pasó con ese tesoro? George Frederick Johnson creía que había sido llevado a Escocia, y uno de sus seguidores especificó que fue concretamente a la isla de mull.

Las especulaciones no terminaron con el siglo XVIII; de hecho, nunca fueron tan febriles como en la actualidad, creando, en palabras de Malcom Barber –el más destacado historiador británico de los Templarios- “una pequeña industria muy activa, rentable por igual para científicos, historiadores del arte, periodistas, publicistas y expertos en televisión”. Comenzando por las afirmaciones esotéricas de los masones, se sostiene que los Templarios han sido los guardianes del Santo Grial, el cáliz usado por Cristo en la Última Cena, de la línea de sangre de los reyes merovingios, descendientes de la unión de Cristo y María Magdalena, o simplemente de la más preciada reliquia de los Templarios, el Sudario de Turín.

La especulación da cuerpo a hechos aislados. En Les Templiers, Ces Grands Seigneurs aux Balancs Manteaux (1997), el escritor francés Michel Lamy retrocede hasta el abad cisterciense de Citeaux, Esteban Harding, el amigo y mentor de Bernardo de Claraval, antes de la fundación de los Pobres Soldados de Cristo en 1118. Nos recuerda que el abad Esteban buscó la ayuda de rabinos judíos para sus traducciones de los libros del Antiguo Testamento. “¿Qué razón había para ese repentino interés en los textos hebreos?”, se pregunta. Según Lamy, esos textos revelaban que había un tesoro oculto enterrado bajo el Monte del Templo. Por tal razón, el protector laico de los cistercienses, el conde Hugo de Champagne, fue a Jerusalén e incitó a su vasallo, Hugo de Payns, a establecer su orden de los Pobres Soldados de Cristo en el Monte del Templo: “Puede pensarse que los documentos probablemente llevados a Palestina por Hugo de Champagne (quien sin duda los descubrió en compañía de Hugo de Payns) tenían algún tipo de relación con el lugar que más tarde se convertiría en la morada de los Templarios.”

La misma hipótesis se encuentra en dos libros de escritores británicos, The Holy Blood the Holy Grial, de Michael Baigent, Richard Leigh y Henry Lincoln (1982), y en The Head of God, de Keth Laidler (1998): el ritmo lento de reclutamiento en los primeros años de la Orden se explica por la necesidad de confinar esa búsqueda del tesoro sólo a unos pocos iniciados. “La aparente falta de actividad de los Templarios en sus años de formación –escribe Laidler- parece haberse debido a alguna forma de trabajo encubierto debajo del Templo de Salomón o en las inmediaciones del mismo, una operación que sólo podía revelarse a unos pocos nobles de alto rango.” Laidler defendió la idea de que los Templarios descubrieron la cabeza embalsamada de Cristo.

Ésa era la cabeza conocida como Bafomet, supuestamente adorada en secreto por los Templarios. Si Hugo de Payns no la encontró debajo del Templo, entonces tal vez fue María Magdalena quien la llevó a Francia, donde quedó en posesión de los cátaros, siendo guardada en su fortaleza de Montségur. Cuando Montségur estaba por caer ante los cruzados, tres parfaits escaparon con su tesoro. “¿Pero cuál era ese tesoro de los cátaros? ¿Cuánto oro y plata podáin llevar tres perfecti? No podía ser dinero… Tuvo que ser otra cosa, algo que estuvo guardado en Montségur hasta el último momento, algo que fuera esencial para el ritual que se celebraba durante el equinoccio de primavera, el día anterior a la capitulación del castillo…”, en otras palabras, la cabeza de Cristo. Y dónde podían llevarla los cátaros fugitivos sino “al único lugar de Francia que estaba fuera del alcance del rey, una organización que era en todo sentido autónoma y que compartía básicamente la misma cosmovisión gnóstica de los cátaros: la Orden del Temple”. (continuará)

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