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jueves, 16 de febrero de 2012

Guerra justa y guerra santa


Desde la encomienda de Barcelona tornamos al apartado destinado a iluminar la historia del Temple en los acontecimientos más destacados desde el periodo de su fundación hasta su declive.

Por ello hemos seleccionado un nuevo texto del catedrático de Historia, Alain Demurger, de su libro “Vie et mort de l’ordre du Temple”, donde nos aclara magistralmente la diferencia entre guerra santa y el concepto de guerra justa.

Desde Temple Barcelona estamos seguros que su lectura os apasionará.

El cristianismo primitivo condena toda guerra, toda violencia. Consecuencia del pecado original, la guerra, siempre mala e ilícita, es una calamidad. Muy pronto, sin embargo, se produce una flexión de la doctrina. En lugar de interesarnos por la guerra, en general, consideremos más bien a sus protagonistas. ¿Se puede condenar al que se defiende de una agresión? La teología cristiana se hace más matizada y formula la noción de guerra justa. Una guerra que se propone adquirir riquezas y honor es ilícita. Una guerra que se propone mantener un derecho está permitida, siempre que se cumplan ciertas condiciones. Debe suponer el último recurso para sostener ese derecho, cuando todos los demás han fracasado. Sólo puede declararla el príncipe, la autoridad pública. Señalemos de paso que el cristianismo condenará siempre las guerras privadas.

En el siglo IV, tras la conversión de Constantino, el Imperio romano se convierte en un imperio cristiano. Lo hubiese querido o no, el cristianismo tiene que adaptarse a la nueva situación. San Agustín es el primero en esbozar una teoría de la guerra justa. “Se llaman justas las guerras que vengan las injusticias, cuando un pueblo o un Estado, al que hay que hacer la guerra, se han descuidado en el castigo de los crímenes de los suyos o en la restitución de lo que ha sido arrebatado por medio de esas injusticias”. Y también: “El soldado que mata al enemigo, como el juez y el verdugo que ejecutan a un criminal, no creo que pequen, ya que, al actuar así, obedecen a la ley”.

La guerra justa no se limita a una acción punitiva. Se propone también reparar la injusticia. En el siglo VII, Isidoro de Sevilla añadirá a la definición agustiniana una precisión capital “Es justa la guerra que se hace, después de advertirlo, para recuperar bienes o para rechazar a los enemigos”. Este argumento servirá para justificar la cruzada, que se fija como objetivo recuperar los Santos Lugares retenido ilícitamente por los infieles.

La doctrina apenas evoluciona después, pero, al verse enfrentada a la realidad, se afina. Los papas de la reforma gregoriana, que, según la fórmula consagrada, quieren “liberar a la Iglesia del poder de los laicos”, ampliarán el campo de la violencia legítima. Estudiaremos en su momento la relación entre la cruzada y los movimientos en pro de la paz. Por el momento, nos limitaremos a mencionar la opinión –esencial- de Anselmo de Lucca, eslabón decisivo, según Jean Leclercq, de la cadena que une san Agustín a san Bernardo. Para defender la actitud pontificia, Anselmo atribuye a la Iglesia la decisión del recurso a la fuerza, sin mediación de ningún poder laico. Urbano II no lo olvida. Al lanzar su proclamación de Clermont, convierte la cruzada en una empresa pontificia.

También la reflexión de san Bernardo sobre la guerra justa está profundamente enraizada en la historia y la experiencia de la primera mitad del siglo XII. La guerra no puede ser otra cosa que un mal menor, que se ha de utilizar lo menos posible, estudiando caso por caso. Entre cristianos, sólo es justa cuando peligra la unidad de la Iglesia; contra los judíos, los heréticos, los paganos, ha de evitarse la violencia, ya que la verdad no se impone por la fuerza. El cristiano debe convencer, y sólo se justifica una guerra defensiva. Para san Bernardo, la cruzada contra los infieles musulmanes debe considerarse como una guerra defensiva, llevada a cabo con una intención recta, reduciendo la violencia al mínimo.

De la guerra justa, la reflexión conduce de manera natural a la guerra santa. Los canonistas del siglo XII, siguiendo a Graciano, piensan que la guerra justa por excelencia es la guerra hecha para defender al verdadero Dios, la verdadera fe, la Iglesia de Dios. Cuando se vuelve hacia el exterior de la cristiandad, contra los paganos y los infieles, la guerra justa se transforma en guerra santa, aplicación particular, en suma, de la guerra justa a un cierto tipo de adversarios. Pero exige del que la hace una conciencia de sus deberes todavía más firme, una moral más segura. La guerra santa requiere una verdadera conversión interior, pues el fiel no se limita a obedecer la ley, sino que combate por Cristo y muerte por su salvación. San Bernardo escribe crudamente:

“Cuando mata a un malhechor, no comete un homicidio, sino, me atrevería a decir, un malicidio. Venga a Cristo de los que hacen el mal; defiende a los cristianos. Se le matan, no perece. Consigue su objetivo. La muerte que inflige va en provecho de Cristo; la que recibe, en el suyo propio”.

Se comprende fácilmente que la idea de guerra santa está contenida por entero en la idea de cruzada, sin ser su elemento exclusivo.

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