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martes, 28 de febrero de 2012

La Sábana Santa: la conexión templaria


Desde la encomienda de Barcelona seguimos con el apartado dedicado al estudio sobre la Orden del Temple durante el Medievo.

Por ello hemos seleccionado un nuevo texto de la paleógrafa italiana Barbara Frale, el cual hemos recogido de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde esta vez nos aclara algunos descubrimientos sobre los templarios a lo largo de su estudiada historia.

Desde Temple Barcelona sabemos que sus líneas os llenarán de luz.

El misterioso ídolo de los templarios (II)

4 Secretos de papel

A pesar de que los libros de Hammer-Purgstall pasaron en su época por verdaderas revelaciones, lo cierto es que este autor había inventado muy poco y que lo fundamental del contenido no le pertenecía en absoluto. La idea de que los templarios fuesen secretos continuadores de una antiquísima sabiduría religiosa destructora del cristianismo oficial ya había sido expuesta unos veinte años antes, aunque de manera menos desarrollada, por el librero alemán Christian Friedrich Nicolai. Nicolai tenía en Berlín una cervecería que era también lugar de reunión para intelectuales, entre quienes estaba un amigo personal del propietario, Gotthold Ephraim Lessing, tal vez la personalidad más destacada de la Ilustración alemana.

En 1778, Lessing había publicado un libro destinado a convertirse en una verdadera “bomba”. Formaba parte de un texto mucho más amplio, escrito años antes por el profesor de lenguas orientales Samuel Reimarus, que llevaba el provocativo título de Apología de los adoradores racionales de Dios y que su autor había mantenido en secreto; ahora Lessing lo publicaba en calidad de póstumo con el título más tranquilizador de Del objetivo de Jesús y sus discípulos. Otro fragmento del anónimo de Wolfenbüttel. Según Reimarus, Jesús no habría tenido nada de divino y su actividad no habría sido más que la de un mesías político, una especie de patriota que quería liberar a los hebreos del dominio de los romanos. Cuando murió, sus discípulos no quisieron resignarse a la evidencia, de modo que habrían decidido sustraer su cadáver para inventar luego la noticia de su resurrección y fundar una nueva religión. Samuel Reinarus fue el primero que distinguió entre Jesús y el Cristo en la cultura cristiana tras muchos siglos durante los cuales ambos términos habían sido indisolubles. Es precisamente entonces cuando nace la jesuología, esto es, una nueva línea de investigación que se proponía reconstruir el verdadero rostro histórico de Jesús, más allá de lo que se suponía inventado por la Iglesia católica con sus dogmas, mientras que anteriormente sólo había habido una cristología, o sea, el estudio de la vida de Jesús a la luz de los Evangelios y de la teología. Tanto Lessing como Nicolai se inclinaban por lo que en la época se conocía como “cristianismo de la razón”, o sea, algo que se aproximaba mucho a la filosofía deísta: en lo fundamental, se negaba la divinidad de Cristo para afirmar la existencia del único Dios Creador; principio racional del Bien absoluto y origen de todas las cosas.

Algunos ambientes radicales maduraron la convicción de que el Papado y la Iglesia, con obcecación y deshonestidad, habían ocultado durante milenios una verdad molesta con el único fin de ennoblecer sus orígenes haciéndolos derivar directamente de Dios; y la actitud tan decididamente reaccionaria de ciertos ambientes católicos, obstinados en la absoluta cerrazón, estimulaba en los adversarios la convicción de que tenían mucho que ocultar.

En 1810, Napoleón, que se había convertido en el dueño de gran parte de Europa, ordenó que toda la documentación de los reinos vencidos, incluido el Estado de la Iglesia, se transportara a París para reunirla en el gran Archivo Central del Imperio; de esta manera, la inmensa mole de documentos pertenecientes a los papas fue embalada y enviada a Francia. Debido al desarrollo que habían experimentado la tradición esotérica, la llegada de los documentos del proceso contra los templarios estuvo rodeada de grandes expectativas e incluso de curiosidad morbosa: esos papeles que durante siglos habían permanecido en la oscuridad, protegidos por los poderosos muros del Vaticano, revelarían sin duda conocimientos desconcertantes. En general se pensaba, y en gran parte con razón, que el archivo papal había sido siempre secretum, o sea, reservado a la Curia romana, y que nadie ajeno a ese medio había podido ver nunca tales papeles. Entre los funcionarios franceses encargados de preparar la expedición se desató una suerte de delirio: parecía claro que la verdad sobre aquella historia tan oscura y complicada se mostraría en su integridad e intacta al primero que tuviera en sus manos las actas del proceso. No poco debió de sufrir el camarero personal del prefecto del Archivo Vaticano, monseñor Marino Marini, pues varios generales pretendieron abrir determinadas cajas de documentos incluso antes de que el convoy saliera de Roma. Y mientras el pragmático Miollis se dedicaba a buscar la bula de excomunión de Napoleón con el fin de eliminar de una vez una verdad harto incómoda, el barón Étienne Radet, ansioso de meter mano en el proceso a los templarios, había decidido escudriñar por otro lado.

Hasta después de la caída de Napoleón y la restauración de la monarquía, momento en que el archivo papal pudo regresar a su lugar de origen, monseñor Marini tendría que seguir luchando porque el nuevo gobierno había retenido “negligentemente” ciertos documentos de altísimo interés histórico, entre ellos el proceso de la Inquisición a Galileo Galilei y los relacionados con la orden de los templarios. Sólo su habilidad le permitió recuperarlos: se le ocurrió llamar la atención del nuevo gobierno acerca de que esos actos de Felipe el Hermoso oscurecían sin atenuantes la imagen de la monarquía francesa, que era precisamente lo que se quería rehabilitar, y que por eso, en el fondo, era mejor que volvieran al Archivo del Vaticano, que en ese momento estaba cerrado al público.

El duque de Richelieu consideró prudente ceder a las demandas de la Santa Sede y más aún a los sagaces argumentos que el prelado le presentaba; sin duda, lamentó enormemente que los documentos del proceso a los templarios, que entre tanto Raymond había estudiado sin encontrar en ellos las secretas verdades que su época esperaba, abandonaran París y volvieran a la seguridad de los apartados rincones del Vaticano, donde los misterios del Bafometo y de muchos otros demonios permanecerían ocultos tal vez varios siglos más. Sin embargo, el 1 de diciembre de 1879 el flamante registro de consultas del Archivo Secreto Vaticano recibía la primera solicitud. Durante siglos, diversos personajes habían obtenido por conductos especiales el permiso para entrar en el gran palacio donde se custodiaban los documentos de la milenaria historia de los papas, pero sólo entonces, y por primera vez, se ponía a disposición de los estudiosos la posibilidad de acceder a os preciosos papeles de manera estable y continuada. Después de mediados del siglo XIX, los estudios históricos habían dado un salto de gigante gracias a que el pensamiento general, instigado por el clima del positivismo, había dejado atrás el gusto por lo irracional que tanto atraía a la cultura romántica, para abrazar un enfoque mucho más realista de los hechos. Enromes eran los progresos realizados por la paleografía y la diplomacia, disciplinas que enseñan, respectivamente, a descifrar las complejas escrituras del pasado y a distinguir con métodos seguros entre documentos auténticos y falsos. Comenzó así una muy feliz etapa cultural que vio la publicación de gran número de fuentes medievales a cargo de historiadores profesionales, además de eruditos que realizaban sus estudios en forma particular, por pura vocación y a veces con cierto diletantismo: todo ello llevó a la formación de muchas prestigiosas colecciones que aún hoy mantienen su validez, como, por ejemplo, para la zona alemana, los Monumenta Germanica Historica, que contienen, entre otras cosas, muchos edictos de Carlomagno y otros importantísimos textos del Sacro Imperio Romano.

Entre 1841 y 1851, el historiador francés Jules Micheles publicaba en la prestigiosa Collection des Documents inédits sur l’Histoire de France el contenido de una antiguo registro perteneciente al reino de Felipe el Hermoso, que por entonces se conservaba en la Biblioteca Real de París, y otros documentos similares: era una edición científica de algunos de los documentos principales del proceso contra los templarios. La edición de Michelet se utiliza todavía hoy, aunque no muchos saben que la pieza principal, el acta del largo proceso que tuvo lugar en París entre 1309 y 1312, procede de una copia que el rey de Francia mandó hacer para su Cancillería, mientras que el original, enviado en su momento al papa, se encuentra en el Archivo Vaticano y aún permanece inédito.

En los documentos no había huella del Bafometo, de los mágicos cofres gnósticos ni de los otros oscuros misterios que la gente asociaba con los templarios: por lo demás, ni la personalidad de Michelet, ni la seriedad de la colección histórica, habrían tolerado la presencia de semejantes fantasías. Incluso la cultura popular de la época había madurado claramente, a tal punto que los temas que sólo veinte años antes estaban tan de moda a ese respecto, habían dejado prácticamente de interesar y fue precisamente ese progreso en el método de los estudios lo que movió al papa León XIII a adoptar la nada fácil decisión de abrir las puertas del Archivo Secreto.

El 1 de junio de 1879, tras la muerte imprevista de monseñor Rosi Bernardini, prefecto del Archivo, la elección de su sucesor recayó en la persona de un investigador y a la vez una de las figuras más importantes de la cultura alemana de la época, el cardenal Josef Hergenröther, años después, Ludwig von Pastor, el famoso historiador del Papado, definiría esta elección como el amanecer de una nueva época para los estudios sobre el catolicismo y la historia de la civilización occidental.

Inmediatamente después de la apertura al público, el historiador austríaco Konrad Schottmüller, compatriota de Joseph Hammer-Purgstall, trabajó varios años en la investigación según las pautas del método histórico moderno y en la publicación de las que consideraba las actas principales del proceso contra los templarios; su trabajo fue continuado por Heinrich Finke a comienzos del siglo XX, realizando en conjunto la edición más completa y fiable de las fuentes vaticanas sobre el proceso hasta hoy disponibles. Sin duda, para muchos el estudio de la totalidad de los documentos relativos al proceso de los templarios que se conservaban en el Vaticano resultó decepcionante, pues cuando las primeras ediciones científicas comenzaron a hacer públicos los textos contenidos en los viejos pergaminos otrora guardados en el fuerte del Castel Sant ‘Angelo, no se encontró en ellos ni rastro de las sensacionales “revelaciones que algunos esperaban; en cambio, salían a la luz muchas verdades hasta entonces ignoradas, verdades que hacían por fin posible escribir la historia del proceso con criterios serios y modernos.

En 1978, el historiador Malcolm Barber publicaba en una prestigiosa colección de la Cambridge University Press un volumen titulado El proceso a los templarios, que marcaría el comienzo de una nueva y fecundísima etapa en este campo de los estudios medievales: por primera vez era posible, precisamente gracias a os documentos auténticos, abarcar el desarrollo del proceso en su conjunto. Unos años después, en 1985, se publicaba un texto fundamental al cuidado de un historiador de la Sorbona, Alain Demurger, titulado Vida y muerte de la orden de los templarios, que recogía la huella que había dejado Barber y, con el mismo método científico, desarrollaba otros aspectos de la cuestión. Cuando más tarde, en 1987, el historiador Peter Partner publicó en Oxford University Press su Magos asesinados: los templarios y su mito, los estudiosos de todo el mundo tuvieron también una visión clara de cómo fue tomando forma –a veces por sugestión cultural, a veces directamente como invenciones- la multitud de leyendas esotéricas sobre los templarios que durante más de dos siglos había atraído y animado las discusiones en tantos círculos intelectuales y políticos. La lectura de los documentos originales ya no dejaba espacio para aquellas fantasías caballerescas teñidas de magia que los escritores del pasado habían cultivado en un intento de interpretar la historia de los templarios a la luz de cofres, inscripciones jeroglíficas o textos de dudosa autenticidad escritos al menos trescientos años después de la desaparición de la orden.

Después de estos tres monumentos de la investigación histórica, la visión colectiva de la antigua y mal reputada orden de caballería ya no volvería a ser la misma. A partir de entonces se contaba con pruebas seguras de que el proceso había sido una enorme y trágica maquinación con fines políticos, fuertes intereses económicos y unos cuantos puntos todavía oscuros, que era, más o menos, la opinión que expresaran con gran claridad algunos personajes famosos de la época –entre ellos Dante Alighieri, como ya se ha dicho-, quienes asistieron de una u otra manera a los hechos del proceso y dejaron su testimonio al respecto: en el Purgatorio, el poeta toscano hace decir de manera explícita al rey de Francia Hugo Capeto que su descendiente Felipe el Hermoso ha destruido a los templarios por pura codicia.

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