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martes, 5 de febrero de 2013

Los milagros del Padre Pío




Desde la encomienda de Barcelona volvemos con el apartado reservado a saber sobre la vida del Padre Pío, y la naturalidad que éste tenía para obrar milagros y realizar conversiones. Hoy seguiremos nuevamente los testimonios de personas que gracias a la intercesión del “fraile de las llagas”, consiguieron retomar sus vidas hacia Dios.

Desde Temple Barcelona estamos convencidos de que gozaréis con su lectura.

Más “peces gordos”

Lo mismo que Federico Abresch, el escritor masón Alberto del Fante acabó hincando las rodillas, arrepentido de sus innumerables pecados, en el confesionario del Padre Pío… como tantísimos otros “peces gordos”.

El fraile poseía el don de penetrar las conciencias, siendo capaz de introducirse en el santuario mismo del alma, lugar reservado en principio a Dios y a sus criaturas celestiales. Pero el Señor, en su infinita misericordia, le hizo partícipe también a él de este carisma para hacer más provechoso al prójimo el sacramento de la penitencia.

Leandro Sáez de Ocáriz recopiló varios casos muy elocuentes, como el acaecido cierto día que el Padre Pió llamó a uno de los hombres que guardaban cola ante el confesionario para decirle airadamente: “¡Oiga, si quiere usted confesarse, póngase el hábito!”. Resultó que el penitente era padre dominico y pretendía espiar de paisano cuanto sucedía en San Giovanni relacionado con el estigmatizado.

En otra ocasión, un señor le pidió encarecidamente que curase a su hija. A lo que él respondió con una mirada de reproche:

-¡Tú sí que estás enfermo! ¡Estás mucho  más grave que tu hija! ¡Tú estás muerto!

-¿Yo…? ¡No es cierto! ¡Yo no tengo nada! ¡Me encuentro perfectamente! –alegó, descompuesto, el hombre.

-¡Desgraciado! –replicó el fraile-. ¿Cómo puedes decir que estás bien, cuando tienes tantos pecados sobre tu conciencia? Te contaría ahora mismo más de treinta y dos ofensas gravísimas a Dios.

El visitante acabó derrumbándose en el confesionario.

Luego, no cesaba de pregonar por ahí, deslumbrado: “¡Lo sabía todo! ¡Me lo iba diciendo él mismo! ¡Palabra por palabra!”.

A Emanuele Brunatto, por ejemplo, le bastó una sola mirada del santo, mientras contemplaba como un turista la pequeña iglesia de los capuchinos de San Giovanni, para sentir un dardo de fuego clavado en él alma. Desde entonces Brunatto, vividor empedernido, no hizo más que repetirse: “¡Soy un miserable!” Confesó hasta la última ofensa de su vida y permaneció casi todo el tiempo en San Giovanni Rotondo, junto al Padre Pío, como un ermitaño.

El sacramento de la penitencia sostenía así el edificio espiritual de las almas. Gran número de personas aguardaban hasta quince días seguidos su turno para confesarse con el Padre Pío, durmiendo sobre los campos desnudos alrededor del convento entre los meses de junio y agosto, obligados a posponer así sus tareas de recolección de cereales.

Piero Zullino escribía a este propósito, en el periódico Época:

“En cincuenta años, el Padre Pío ha confesado a casi seiscientas mil personas, y son más de tres millones los peregrinos que han ido ya a San Giovanni Rotondo. Las personas que dicen haber reencontrado la fe gracias a su palabra son varios millares; y los convertidos al catolicismo de otras religiones, varios centenares.”

El diario del padre guardián habla también por sí solo:

“La mañana la ocupó el Padre en las confesiones; hasta la tarde hubo congestión de penitentes; permaneció en el confesionario hasta las once de la noche; otros tres padres estuvieron desde la tres y media hasta las seis y media de la tarde. El Jueves Santo hubo alrededor de 800 personas (¡en aquella iglesita!)… Las comuniones fueron 700, todas ellas administradas por el Padre Pío”.

El doctor Romanelli acreditaba que el Padre Pío llegó a confesar “hasta dieciocho horas seguidas”. Pero incluso él se quedó corto, a juzgar por esta carta del propio capuchino, fechada el 19 de noviembre de 1919:

“Mi trabajo es continuo, lleno de responsabilidades. En este preciso momento ha dado la una de la madrugada. Son ya diecinueve horas las que llevo sujeto al trabajo. Una tarea superior a mis fuerzas, a la que estoy haciendo frente como puedo, sin un solo momento de descanso.”

El 14 de junio anterior, ya había pedido ayuda a sus superiores:

“Ruega al padre Agostino que intervenga ante el padre Provincial par que envíe más confesores, más trabajadores a la viña del Señor, porque es una verdadera crueldad y tiranía despedir a centenares y aun a millares de almas cada día, teniendo en cuenta que vienen de lugares tan lejanos y con el único deseo de lavar sus pecados, y se van sin conseguirlo por falta de confesores.”

Alberto del Fante y Emanuele Brunatto, en cambio, no se marcharon de allí sin limpiar el alma como una patena, aunque el impulso inicial de su viaje fuese, como en muchos otros casos, la simple curiosidad. Sólo que a Del Fante, a diferencia de Brunatto, la milagrosa curación de un sobrino suyo desahuciado por los médicos le dejó trastornado. Máxime, al enterarse de que un amigo suyo había implorado al Padre Pío, a sus espaldas, que sanase al joven, como así sucedió.

Añadamos que Del Fante era un acérrimo enemigo del fraile, a quien había dedicado numerosos improperios en la revista Italia Laica: desde “mistificador”, hasta “charlatán” y “bellaco”.

Intrigado por los poderes ocultos del  traumaturgo, Del Fante se plantó una mañana en San Giovanni. ¿Qué sucedió entonces?

Él mismo lo relataba así:

“Me confesé con él sin fe ni entusiasmo; como si se tratase de una sacerdote cualquiera. Sólo una cosa me impresionó: ese hombre conocía mis pecados. A la primera de cambio me soltó que yo pertenecía a “una sociedad que admitía a Dios pero odiaba a sus ministros”. Adivinó tal vez mi filiación masónica por el modo de expresarme. Hablamos largo y tendido de la filosofía que sustituye la fe por la conciencia. En nuestra conversación salieron a relucir San Agustín, Spinozza, Descartes, Stuart Mill, Spencer, Darwin y otros pensadores modernos.

Finalmente, le dije: ‘Padre, mi mayor interés ha sido siempre orientar mis acciones hacia el bien; si desgraciadamente a veces la bestia se ha impuesto al hombre, mi conciencia me lo ha recriminado: haz esto o no hagas lo otro…Jamás he tenido fe, pero ello no me ha impedido ser un hombre honrado’.

-¿Honrado? –me atajó el Padre Pío. ¿Un hombre honrado? Recuerde tales y cuales circunstancias…

Y me enumeró cosas que ni él ni nadie podían saber”.

Al despedirse, Del Fante pidió al Padre Pío que rezase por su mujer embarazada.

-Sin duda lo haré –aseguró él; pero…¿podrá ella darle el pecho a la pequeña?

-¡Cómo dice! Precisamente eso iba a preguntarle yo ahora mismo –añadió, estupefacto, el futuro padre.

-Lo normal es que una madre amamante a sus hijos. No te preocupes, podrá hacerlo. Sobre todo, cuando a los dos últimos tuvo que criarlos una nodriza.

Muchos años después, en junio de 1945, aquel mismo converso escribía, cargado de razón:

“Busque el hombre apartado de la religión el camino hacia Dios. Quien se sienta incapaz de hacerlo o no sepa encontrarle por sí mimo, que vaya en peregrinación al convento del Padre Pío. Estoy seguro de que bendecirá siempre el momento en que decidió viajar hasta allí.”

Tampoco se le resistió otro “pez gordo” como Feruccion Caponetti, materialista hasta el tuétano.

Caponetti acudió escéptico a San Giovanni Rotondo y fíjese el lector cómo salió de allí:

“En Monte Gargajo –escribía el ya “hombre nuevo”- encontré un maestro. Me recibió con alegría, escuchó sonriente mis problemas y mis dudas; con palabras sencillísimas, pero de una hondura de pensamiento insondable, desbarató una a una todas las objeciones que alardeaban en mi cabeza; anuló uno a uno todos mis argumentos; desenmascaró mi alma y, colocando ante mí el decálogo de Cristo, abrió lo ojos de mi espíritu. Vi la luz y me ganó el corazón. Entonces, creí.”

El doctor Francesco Ricciardi fue otro “pez gordo” que acabó también en las redes del “pescador de almas”, en 1928.

Ateo militante, Ricciardi había liderado una campaña difamatoria contra la Iglesia y el santo de los estigmas en particular. Vivía muy cerca del convento de San Giovanni. Hasta que la vida dejó de sonreírle cuando sus colegas médicos le diagnosticaron un cáncer de estómago demasiado tarde. Pronto corrió el rumor de que Ricciardi agonizaba. Las gentes del pueblo le apreciaban, pues era un hombre generoso, que asistía gratuitamente a los más necesitados. Muchos rezaron por su conversión. Empezando por el arcipreste, Giuseppe Préncipe, quien, armado de valor, visitó al moribundo para administrarle los últimos sacramentos.

-¡Déjeme en paz! –bramó Ricciardi al verle, arrojándole una zapatilla a la cara. Sólo el Padre Pío podría absolverme, pero seguro que no querrá venir después de haberle ofendido tanto. Así que moriré como he vivido…¡Lárguese de aquí!

Contaba el doctor Merla que él mismo avisó al Padre Pío, a quien le faltó tiempo para coger los óleos y el viático, y plantarse en casa de Ricciardi. El pecador se confesó y recibió la Extremaunción.

Cuando parecía que iba a morir, el Señor decidió curarle. Al cabo de tres días, no quedaba ya la menor huella del cáncer en el organismo de Ricciardi. Los médicos no daban crédito. Pero lo más importante de todo era que su alma también se había sanado.

Desde entonces, el viejo luchador vivió y murió al servicio de la Iglesia y del Padre Pío.

Hubo muchas otras conversiones en cadena por intercesión del fraile, como la del doctor Saltamerenda, director del Instituto Bioterapéutico de Génova, otro curioso que, como Brunatto y Del Fante, viajó a San Giovanni con un grupo de peregrinos a verlas venir. Al reconocerle entre la multitud, el Padre Pío se le acercó, increpándole:

-¡Genovés, genovés! ¡Vives cerca del mar y no sabes lavarte…!

Saltamerenda comprendió enseguida; minutos después, lavaba ya su alma en el confesionario.

Desde entonces, se convirtió en apóstol de almas, acompañando luego a San Giovanni al célebre escultor Francesco Messina, que proclamó haber encontrado la fe de forma tan inesperada como espectacular.

Las esculturas de Messina reflejaron así el nuevo estado de su alma, como la gran estatua de bronce erigida a Pío XII en la Basílica de San Pedro, inspirada por el Padre Pío, o el grandioso Vía Crucis de San Giovanni.

Otros conversos señaladso fueron Beniamino Gigli y el marqués mario de GAiacomo, que no dudó en nombrar al fraile heredero de todos sus bienens en 1920. Por no hablar del coronel ruso Néstor Caterenici, exiliado en Italia, que abandonó la religión ortodoxa para abrazar a la católica.

También la médica búlgara Tatiana Christochilova sucumbió a la gracia divina por intercesión del Padre Pío. Años después, los médicos seguían sin explicarse su repentina curación de un tumor maligno.

La propia Tatiana escribió: “Después de un milagro tan grande comprendí que no podía pertenecer a una religión distinta de la del Padre Pío”…¡Y se convirtió al catolicismo!

Otro médico, Scarparo, curó de un cáncer de pulmón con metástasis. Poco antes, su hermana imploró al fraile que rezase por él:

-¿No dijo Jesús que con la fe de un grano de mostaza pueden moverse montañas? –alegó ella.

-Sí…¿pero tú tienes esa misma fe? –repuso el Padre Pío.

-Yo no, pero usted sí –aseguró la mujer.

El fraile rezó y Scarparo, en efecto, sanó.

Igual que la condesa Oliva Baiocchi, de un tumor maligno en el abdomen; y que María Gozzi, de un epitelioma en la lengua.

El libertino Arturo Tocci también se curó…pero del alma:

“Cuando vine a San Giovanni Rotondo –escribía diez días después de morir el santo-, hace doce años, yo era ateo y tenía mil razones para no creer en Dios…Estaba obsesionado por el sexo. Fui a visitarlo. Él, con mucha dulzura, poco a poco, me ha conducido a la fe, dándome de nuevo aquella higiene moral de la que yo tenía tanta necesidad.”

Arturo Tocci, como tantos otros, volvió así a nacer.

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