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jueves, 6 de diciembre de 2012

Los templarios y la Sábana Santa



Desde la encomienda de Barcelona, volvemos a recobrar el apartado dedicado a indagar qué posibles objetos pudieron venerar los templarios. Para discernir esa cuestión, hemos recogido un nuevo texto escrito por la paleógrafa italiana Barbara Frale, de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde nos aclara distintos puntos interesantes a tener en cuenta sobre el mandylion.

Desde Temple Barcelona sabemos que su contenido lo encontraréis esclarecedor.

Ecce homo!(III)

8. Cuatro veces en dos: Iª parte

Aceptada la nueva realidad, que tenía también valiosos repliegues políticos, quedaba abierto el problema de no crear tensiones con la tradición: no se podía desmentir la antigua historia del mandylion, pero, por otro lado, tampoco se quería renunciar a las novedades recién descubiertas. En el año 944, un intelectual anónimo residente en la corte de Constantino VII, o tal vez el propio emperador, que era un literato sutil, escribió una nueva versión de la leyenda de Abgar. Sen mantenía el relato antiguo, pero ahora la formación milagrosa de la impronta se ambientaba precisamente durante la Pasión: ninguna maravilla, pues, si en el lino del mandylion se veían grandes huellas de sangre. Según la nueva versión de la historia, Abgar está gravemente enfermo y decide enviar a Jesús un mensajero llamado Anania, que por casualidad es pintor; como Jesús no puede ir a Edesa, porque su misión en Jerusalén ya está en vías de realización, permite que le hagan un retrato que pueda llegar a manos del rey. Anania intenta desesperadamente reproducir sus facciones, pero no lo consigue, porque aquel rostro parece cambiar misteriosamente de un instante a otro; entonces Jesús, conmovido y deseoso de ayudar al rey enfermo, coge un pañuelo y, camino del Gólgota, se lo pasa por la cara y de esa manera sus rasgos quedan prodigiosamente impresos. Hay una coincidencia muy interesante, tal vez no debida al azar: la de que una espléndida miniatura bizantina del siglo XIV represente la llegada del mandylion a Constantinopla y que en ella el emperador Constantino VII no reciba de Gregorio el Referendario una simple toalla, sino una tela muy larga en la que se destaca la imagen del Santo Rostro.

La nueva versión de la leyenda de Abgar trataba de salvar de la mejor manera posible las discrepancias entre la forma concreta del mandylion, que lleva la impronta de un hombre con el tórax herido por un lanzazo, y la tradición más antigua, según la cual debía ser sólo una pintura realista hecha con Jesús en vida. El resultado es muy ingenuo y poco realista: Jesús camina trabajosamente hacia el Gólgota rodeado de soldados que se burlan de él y no dejan acercarse a nadie; en tales circunstancias habría pedido una toalla para poder dejar su retrato al enviado del rey. En ese momento la imagen se habría formado por milagro, pero el lazazo visible en el mandylion lo recibió Jesús con posterioridad, tras su muerte en la cruz. El hecho de que se considerara aceptable semejante manipulación del relato tiene un importante significado histórico por sí mismo: ¿cuál es el sentido de esta contradicción?

Ian Wilson ha observado que ya en la doctrina de Addai se hacía referencia al mandylion con un curioso adjetivo, tetradiplon, que significa “plegado cuatro veces en dos”. Es un adjetivo que, evidentemente, no tendría sentido si el mandylion hubiese sido realmente un trozo de lino del tamaño de un pañuelo o una toalla: de hecho, plegado ocho veces resultaría tan pequeño que sería imposible ver nada en él. Cuando se lo pliega en ocho partes, como las fuentes antiguas decían que estaba plegado el mandylion, la Sábana Santa de Turín adopta exactamente la forma de una toalla y sólo se ve la impronta del rostro. Si se lo mantiene por un cierto tiempo plegado de determinada manera, el lino conserva marcas en forma de multitud de ligeras deformaciones, perfectamente visibles a plena luz; el sudario conserva las señales de estas antiguas maneras de plegarlo, entre las cuales hay una en ocho partes que, una vez finalizada, permite ver únicamente el rostro, exactamente como aparece en las antiguas representaciones del mandylion.

Ian Wilson opina, por tanto, que en Edesa se guardó la tela doblada en ocho, oculta en un sagrario de madera revestido de un tejido labrado con una abertura en la parte delantera que sólo dejaba ver la cabeza. Era un relicario, pero al mismo tiempo una especie de máscara estudiada para mostrar únicamente lo indispensable y, sobre todo, para disimular las manchas de sangre más visibles, que de esa manera quedaban íntegramente en el interior. Podemos hacernos una idea bastante clara de las características de este sagrario, que llevaba decoraciones semejantes a las que se usaban en la vestimenta de la realeza de la Turquía antigua; según Ian Wilson, fue precisamente Abgar V, o uno de sus descendientes, quien preparó este relicario, voluntariamente dispuesto para ocultar la verdadera naturaleza del objeto y darle la apariencia de una toalla.

Probablemente este “escamoteo” fue ideado porque en la región de Edesa predominaban las ideas monofisitas y se tendía a considerar a Jesús como un ser dotado únicamente de naturaleza divina: una imagen que lo representaba muerto y lleno de heridas habría parecido indecorosa, y acaso corría el riesgo de terminar destruida. Una entre las más bellas representaciones del mandylion se encuentra en el manuscrito Rossiano griego 251 de la Biblioteca Apostólica y, curiosamente, lo muestra dos veces de manera especular como si se tratara de una impronta en negativo obtenida a partir de otro objeto en positivo. El suntuoso códice fue confeccionado en Constantinopla en el siglo XII, época en que la teología del icono imperaba desde hacía mucho tiempo, pero una mano vandálica acuchilló la espléndida miniatura bizantina. Todo esto es muy elocuente acerca de la supervivencia de ciertas acérrimas hostilidades contra el culto de las imágenes.

Una vez recolocado triunfalmente en la colección imperial de las reliquias como su pieza más valiosa, el mandylion no era tocado ni siquiera por el emperador y sólo se lo exhibía en ocasiones muy especiales. El sagrario de la capilla de Faro era un lugar inviolable custodiado por un impresionante servicio de vigilancia. En efecto, la experiencia enseñaba que era necesario protegerlo, tanto de la avidez de los potenciales ladrones, como del fanatismo de los fieles. Cuando Elena, madre de Constantino, recuperó los trozos de la cruz de Jerusalén, estas reliquias fueron libremente expuestas a los fieles, que podían tocarlas y besarlas sin medidas de protección; pero muy pronto hubo que poner límites a esa libertad, porque un peregrino, fingiendo dar un beso, consiguió arrancar de un mordisco un fragmento de madera. A veces, durante ceremonias particularmente solemnes, el emperador podía conocer a algunos huéspedes ilustres, como embajadores o jefes de Estado, el máximo honor de visitar la capilla de Faro; en 1171, tal privilegio le tocó a Amaury, rey de Jerusalén, cuando visitó al emperador Manuel I Comneno, como narra la crónica de Guillermo de Tiro, mientras que un escritor árabe llamado Abu Nasr Yahya había podido ver el mandylion en 1058 en Santa Sofía, donde se lo exponía con ocasión de una procesión solemne.

Como parecen demostrar una multitud de reproducciones, probablemente el sagrario original confeccionado en Edesa se conservara, pero es posible que en un momento determinado los emperadores prefirieran mandar hacer una copia idéntica del rostro del sudario para poner en este relicario antiguo y poder exponer la Sábana Santa totalmente desplegada, con el fin de contemplar la imagen completa del cuerpo; de hecho, muchos autores antiguos describen, por una parte, un sudario que recuerda mucho el de Turín y, por otra parte, el mandylion, como dos objetos distintos de la colección imperial de Constantinopla.

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