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martes, 8 de junio de 2010

El último secreto del Temple: Iª parte.


Siguiendo nuestro criterio de indagar y conocer las distintas visiones que tienen diferentes historiadores e investigadores sobre los pobres caballeros de Cristo, y darlas a conocer en la página de la encomienda de Barcelona. Hoy queremos reflejar qué piensa el investigador español , Javier Sierra, sobre este asunto. Dedica unas páginas en uno de los capítulos de su libro “La ruta prohibida”, cuyo título reproducimos en esta nueva entrada al blog.

Deseamos que su contenido sea de vuestro agrado.

Tardé algo más de un año en visitar Roma. La ocasión se presentaría al fin el 25 de octubre de 2007, apenas dos meses después de la publicación en España de La ruta prohibida.

Lo cierto es que por aquel entonces llevaba un asunto entre manos bien diferente al de las reliquias perdidas de Salomón. Casi había olvidado la invitación del vigilante de la explanada de las mezquitas, y aún tardaría un tiempo en darme cuenta de que el asunto que me había arrastrado a la Ciudad Eterna estaba, y de qué forma, emparentada con el paradero de un tesoro.

Me explicaré.

Aquella fría jornada de otoño, al filo de las once y media de la mañana, algo más de un centenar de personas de diversas nacionalidades nos dimos cita en la Puerta de Santa Ana, la “entrada de servicio” a la Ciudad del Vaticano, atraídos por un escueto comunicado de prensa con el escudo de la Santa Sede que incluía una palabra mágica en su titular: templarios. O “Processus contra Templarios”, para ser exactos. Todos los convocados éramos periodistas. Yo había llegado desde Madrid la noche anterior. Tarde, y casi sin pegar ojo, apenas había dejado de repasar recortes de prensa y anotaciones en la gélida habitación de mi hotel tratando de entender por qué loa Iglesia había organizado una rueda de prensa sobre el Temple precisamente aquel día. Las informaciones que manejaba en la víspera eran bastante equívocas: la cita parecía la presentación comercial de un documento facsímil prácticamente desconocido hasta entonces, aunque estaba previsto que contara con la presencia del prefecto del Archivo Secreto Vaticano. Además, se centraría en las revelaciones que el documento en cuestión –un texto de setecientos años de antigüedad- aportaba sobre el trágico final de la Orden del Temple. Junto al prefecto atenderían la cita el medievalista Franco Cardini, el director de la empresa editora Scrinivm Ferdiando Santoro, el escritor Valerio Massimo Manfredi, un oficial del Archivo secreto llamado Marco Maiorino y la propia descubridora Barbara Frale.

Allí de pie, junto a la garita de la Guardia Suiza, cada minuto de espera previo a la conferencia empezaba a hacérseme eterno.

-¿Nervioso?

Asentí.

-Enseguida nos dejarán pasar. No tienes de qué preocuparte. Aquí siempre se hacen querer.

La sonrisa franca de Paloma Gómez Borrero, veterana corresponsal de prensa española en la Ciudad Eterna y vieja amiga, me sirvió de bálsamo. Fue ella la que había insistido en que no debía perderme aquella cita por nada del mundo.

-Por cierto, ¿ya has oído adónde nos van a llevar? Me encogí de hombros. Aquella pregunta en Paloma era retórica. Ella conocía mejor que ninguno de los corresponsales y reporteros que nos rodeaban lo que se cocía tras los muros de la Città. Después de casi cuatro décadas trabajando como corresponsal de importantes televisiones y emisoras de radio españolas para la Santa Sede y de haberse ganado incluso la amistad personal del Papa Juan Pablo II, su voz era una de las más autorizadas de Roma.

-¿No lo sabes? –insistió-. Pues el Aula Vieja del Sínodo. Hace unos años, Mario Conde, el banquero, dio un curso en ese mismo lugar a varios cardenales sobre cómo se podría conjugar la doctrina de la Iglesia con la Banca moderna.

-¿Y lo consiguió?

-Claro –susurró pícara-. Aunque creo que la Iglesia sabía más de finanzas que él.

Reímos.

Los dos éramos conscientes de que lo que habíamos ido a escuchar a aquella sala estaba también, de un modo u otro, conectado con la Banca. A fin de cuentas, los templarios fueron los verdaderos inventores del moderno sistema financiero, amén, claro está, de custodios de innumerables secretos. Lo que la Santa Sede iba a presentar al mundo esa mañana parecía, por otra parte, un documento excepcional: un texto redescubierto en 2002 en el Archivo Secreto Vaticano, escrito por orden del Papa Clemente V y fechado en el verano de 1308, que absolvía a la Orden del temple de los cargos de herejía por los que habían sido expoliados, llevados a la hoguera y borrados de la faz de la Historia.

¿Iba a pedir perdón la Iglesia por haber sacrificado a sus míticos templarios, o evitaría su rehabilitación como ya hiciera con Galileo Galilei? ¿Era aquella reunión un “globo sonda” para explorar semejante posibilidad? ¿Y aclararía la Santa Sede al fin algunas de las lagunas históricas que rodearon a esa orden?

Secretum Templi

Por increíble que parezca, aquella madeja había comenzado a tejerse hacía casi mil años.

La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo –más tarde conocida como Del Temple- fue fundada alrededor de 1118 a instancias del conde Hugo de Champaña y concebida oficialmente para proteger a los peregrinos europeos en sus rutas a Tierra Santa. Su misión no era original en absoluto. Otras órdenes anteriores persiguieron sus mismos fines, pero a diferencia de éstas, el Temple logró algo que enseguida la distinguió de las demás: que el intelectual más venerado de su tiempo, el cisterciense San Bernardo de Claraval, la apoyara frente al rey y al Papa en el Concilio de Troyes (1129), y que incluso redactara en persona los estatutos que regirían su funcionamiento.

Con semejante aval, no fue de extrañar que aquellos caballeros dejaran de ser pobres enseguida y ejercieran una influencia cada vez mayor en las cortes de la vieja Europa. Muchas familias nobles se sintieron seducidas por las normas del nuevo “instituto armado” a mitad de camino entre el monacato y la carrera militar. E incluso el Papa Honorio II terminó acogiéndolos con los brazos abiertos. De hecho, casi se convirtieron en su milicia personal.

Tiempo antes de estos logros, entre 1119 y 1128, durante su estancia en Jerusalén, las autoridades cristianas de la ciudad concedieron a los primeros nueve caballeros de la orden la vigilancia y protección del antiguo solar del Templo de Salomón y, en especial, la de la Cúpula de la Roca donde dos mil años antes se había levantado el sanctasanctórum de los judíos. Justo allí nació su mito. Instalaron su cuartel general en la cercana mezquita de Al Aqsa, y durante casi una década se empeñaron en tareas de desescombro y excavación cuyos resultados siempre cubrieron con el velo del secreto. Justo sobre esa laguna histórica se gestó el llamado secretum templi: algo debieron de hallar en Jerusalén que enseguida los hizo atractivos a ojos de San Bernardo y del Papa, y poderosos e intocables para el resto de los mortales. Si fue, como defienden muy diversos autores, el Arca de la Alianza, el cuerpo de Jesús de Nazaret o una valiosa biblioteca antigua, sólo ellos lo supieron.

Lo único de lo que hoy podemos estar razonablemente seguros es que, tras aquellos años oscuros en Tierra Santa, regresaron a Francia investidos de un singular halo de poder. Se extendieron por toda Europa, instalándose en las principales cortes del tiempo. Nunca pagaron impuestos. No rindieron sus armas a otros señores que a ellos mismos. Y, sobre todo, prestaron servicios financieros a los viajeros medievales que se adelantaron siglos a las cartas de crédito, los pagarés o las letras, y que les hicieron inmensamente ricos.

A esa gestión se atribuyó también la financiación de las catedrales góticas que promovió San Bernardo. Y no han faltado quienes han creído que su primera fuente de riquezas pudo surgir del tesoro perdido de Salomón, e incluso –como ya he explicado en la primera parte de esta obra- de la explotación de minas en ultramar, en los aún no descubiertos territorios americanos.

Pero si las brumas de la Historia señorearon su fundación, no menos difusas fueron las circunstancias en las que la orden fue desmantelada.

Ocurrió menos de doscientos años después de su llegada a Jerusalén. La situación política era difícil para ellos. El rey de Francia se había endeudado con la orden y le molestaba que en el corazón de su reino hubiera un “estado dentro del estado” como el Temple, que podría terminar influyendo en su política. Además, la cruda verdad era que a principios del siglo XIV la cristiandad ya había perdido hacía tiempo Tierra Santa a manos de los musulmanes y una fuerte crisis de identidad amenazaba a todas las órdenes de su clase. ¿De qué servían aquellos ejércitos internacionales -una suerte de OTAN avant la lettre- si no habían conseguido proteger los territorios para los que fueron creados?

Así, en octubre de 1307, setecientos años exactos antes de nuestra cita en el Vaticano, Felipe IV el Hermoso, rey de Francia, y el Papa Clemente V decidieron quitarse de en medio el Temple urdiendo la más terrible de las conspiraciones de la Edad Media: los acusaron de herejía, de prácticas rituales secretos, los desposeyeron de todas sus propiedades y honores, y los borraron de la Historia. (Fin de la Iª parte)

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