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viernes, 10 de septiembre de 2010

Entre la Cruz y la Espada


Queremos tratar un aspecto importante sobre la Orden del Temple como es el ideal principal que nunca abandonó.


Para ello hemos encontrado interesante compartir con todos vosotros un texto del sacerdote y monje cisterciense, licenciado en Teología, padre Francisco Rafael de Pascual. El libro donde publicó el siguiente texto, fue “Codex Templi”.


Deseamos desde la encomienda de Barcelona, que su lectura sea de vuestro agrado.


La espiritualidad auténtica y genuina destemple está en el tratado de San Bernardo sobre la Nueva milicia. La Regla del Temple y los estatutos o normas que se fueron añadiendo no aportan nada nuevo en el orden ideológico: se trata únicamente de disposiciones disciplinares y acomodaticias a los lugares y costumbres de las milicias particulares.


Cuando Hugo de Payns recurre a San Bernardo, no lo hace sin pensar; el Císter representaba entonces el argumento más seguro al que aferrarse para avalar y solventar una nueva aventura espiritual en la Iglesia. Y sus ideales, fundamentalmente tres, podrían asegurar el éxito a la nueva empresa:


La organización del Císter y su monasterios presentaba un atractivo mayor que el meramente militar y logístico de las milicias de entonces. La estructura de gran unidad de la Orden y, a la vez, la sabia independencia de cada una de sus abadías procuraban la mínima centralización del poder y el deseado ámbito de libertad para un desarrollo y crecimiento acomodado a las necesidades de cada lugar.


En segundo lugar, la orden cisterciense contaba con una espiritualidad y una mística fundamentadas en la Biblia, en una antropología del crecimiento espiritual y del combate contra el mal muy acordes con los ideales de las cruzadas y de la defensa de la cristiandad. La interpretación mística y alegórica de las Escrituras había calado profundamente en los caballeros que partían para las cruzadas, los que estaban deseosos de hacerlo y en los que volvían de ellas.


En tercer lugar, la espiritualidad cisterciense no era en absoluto “evasiva”, sino muy enraizada en las experiencias y realidades del hombre medieval. El Temple pronto imitaría muchas notas de esta espiritualidad: los rituales de iniciación y emisión de votos, el gusto por la dimensión sobrenatural y mística de la vida humana y sus acciones, el amor a las virtudes heroicas y la exaltación de la muerte y el Más Allá.


No es una mera coincidencia que la Regla del Temple contenga los mismos capítulos que la Regla de San Benito. Y que estos capítulos sean breves y muy al caso de lo que se trata, tampoco. En la espiritualidad del Temple, los dos travesaños de la cruz están formados por la espada de la fe y los ideales de la vida monástica.


La Alabanza de la nueva milicia y la Regla. El primer escrito demuestra el interés del abad de Claraval por aquella “nueva milicia”, que no está motivado sólo por los lazos de amistad personales con los Pobres Caballeros de Cristo. San Bernardo tenía también otras razones profundas para sentir simpatía y admiración hacia ellos, por la vida que habían elegido. No hay que olvidar que él mismo ingresó en el “nuevo monasterio” de Citeaux o Císter, atraído por su rigor, y lo hace con tal entusiasmo contagioso, que arrastra a treinta compañeros, entre ellos, su propio padre, cinco hermanos y un tío materno.


Respecto a esa “nueva milicia” surgida en Jerusalén, Bernardo de Claraval la considera “nueva” porque no se corresponde con ninguna de las dos alternativas conocidas de milicias: la puramente secular, que se enfrenta “con las armas a un enemigo poderoso”, según sus propias palabras, y la puramente espiritual, que presenta “batalla al mal y al demonio con la firmeza de la fe”, que San Bernardo ve representada por los monjes.


El elemento distintivo de esa “nueva milicia” reside en la conjunción de ambos objetivos, “combatiendo a la vez en un doble frente, contra los hombres y contra las fuerzas del mal”.


Del soldado de esta milicia, Bernardo dice que “ciñe la espada, valiente, y actúa noblemente en su lucha espiritual, […] que reviste su cuerpo con la armadura de acero, y su espíritu con la coraza de la fe, […] es el verdadero héroe que puede luchar con seguridad en todo trance; […] defendiéndose con esta doble armadura, no puede temer ni a los hombres ni a los demonios…”.


San Bernardo alaba aquí realmente la excepcionalidad de la nueva milicia, consistente en la integración o yuxtaposición de lo religioso y lo temporal.


Nótese que a las expresiones tan corrientes en las epístolas de San Pablo, evocadoras de una “milicia espiritual” (“coraza de la fe” o “de la justicia”, “yelmo de la esperanza”, o “de la salvación”, “armadura de Dios”, “escudo de la fe”, “espada del espíritu”), siempre en sentido simbólico, San Bernardo agrega aquí la “armadura de acero”, como referente de la lucha real por la vida en el mundo.


Por otra parte, ciertamente, esa “integración” o “yuxtaposición” del monje y del soldado expresa claramente la “novedad” que San Bernardo ve y admira en la “nueva milicia”, como dijimos al principio. Y en cuanto a la coexistencia de “la mansedumbre del monje con la intrepidez del soldado”, puede considerarse perfectamente lógica dentro de esa integración y del “ora et labora” benedictino.


Es decir, San Bernardo ve a los caballeros templarios imbuidos de “celo del Templo”, que es lo contrario de la desidia o el relajamiento; los considera convencidos de la indignidad de amparar intereses extraños en lo que debe ser, por encima de todo, casa de oración y de unión con Dios. Y convencidos también de que, frente a aquella profanación de los mercaderes del Templo, era “ más indigna e intolerable la profanación del santuario por los actuales infieles”. Hoy podría decirse exactamente lo mismo, pensando en la actual hipocresía y permisividad, y en los subterfugios tan propios de nuestra época, que, en nombre de la libertad, de los derechos humanos, etcétera, tratan de justificar lo injustificable.


En cuanto a la Regla de los templarios, comienza haciendo esta llamada “Hablamos […] a todos los que, por encima de su propia voluntad, y, con firme entereza, desean servir en la caballería al Rey Soberano. […] Os amonestamos a los que habéis llevado secular caballería hasta hoy, cuya causa no ha sido Jesucristo, sino que la abrazasteis sólo por interés humano, que sigáis a los que Dios eligió de la masa de perdición y ordenó para la defensa de su Iglesia”. Es decir, la Orden del Temple se dirige a quienes, estando preparados para prestar el servicio requerido, sentían la llamada a prestarlo “sirviendo al Rey Soberano” de forma comprometida. Es lógico suponer que el reclutamiento templario se llevaría a cabo principalmente entre los cruzados.


La Regla establece que el quehacer diario, el servicio, comienza con la oración y el culto divino. Tras la oración, dice, “nadie se espante de ir a la batalla”. Y si lo exigen las circunstancias, se sustituyen las horas canónicas por un determinado número de veces de padrenuestros, a ser posible, también en comunidad, con el oficio divino.

Antes del ingreso, se le dice al pretendiente, entre otras cosas: “No debéis buscar la compañía de la Casa para tener señorío ni riqueza, ni para tener placer del cuerpo, ni honores, mas buscadla por tres cosas: una, para evitar y dejar el pecado de este mundo; otra, para hacer el servicio de Nuestro Señor; y la tercera, para ser pobre y hacer penitencia en este siglo para la salvación del alma. Tal ha de ser la intención por la que deseáis entrar”.

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