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jueves, 23 de septiembre de 2010

¿Es compatible ser monje y guerrero?



Desde la encomienda de Barcelona, hoy queremos abordar el debate interesante que siempre ha perseguido a las órdenes militares creadas durante la Edad Media, sobre si es compatible dedicarse a la oración y al mismo tiempo utilizar las armas contra los enemigos de la fe.


Para ello hemos seleccionado un interesante texto, hecho por el escritor e historiador Michel Lamy de su obra “La otra historia de los templarios”.


Deseamos que os resulte interesante.


El Temple no tenía nada que ver con una Orden religiosa normal. Sus privilegios eran exorbitantes, ya se tratase del poder de decisión, de organización, o de la creación de un poder financiero y económico en sentido lato. Los caballeros cultivaban la pobreza personal, pero la propia Orden se veía conferir todas las posibilidades de convertirse en extremadamente rica, y en cierto modo rica en detrimento del resto de la Iglesia, puesto que se hallaba exenta del diezmo. Esto estaba justificado por la necesidad para la Orden de mantener una verdadera milicia en Tierra Santa, pero, al propio tiempo, por el hecho de ser una Orden militar con lo que ello representa en términos de poder, lo cual podía parecer como un privilegio suplementario.


Esto planteaba, por otro lado, un problema temible: ¿no debía considerarse que existía incompatibilidad entre las funciones de monje y las de soldado? ¿No había que ver en las nociones de búsqueda de la santidad y de búsqueda caballeresca dos éticas radicalmente opuestas? Demurger escribe a este respecto:


“Para conciliarlas, se requería una evolución espiritual considerable, la misma, por otra parte, que hizo posible la cruzada. La Iglesia tuvo que modificar su concepción de la teología de la guerra. Tuvo que aceptar la caballería y hacerle un sitio en la sociedad cristiana, en el orden del mundo querido por Dios”.


El cristianismo primitivo es representado a menudo como reprobador de toda guerra y de toda violencia. Preconizaba por toda respuesta el amor y nada más que el amor, incluso en caso de agresión. ¿No había que poner la otra mejilla? Según San Mateo, cuando San Pedro sacó su espada para cortar la oreja de un servidor del Sumo Sacerdote, ¿acaso no le dijo Cristo: “Devuelve tu espada a su lugar, pues quien toma la espada, a espada morirá”?


Bajo este enfoque, no hay lugar para el combate, ni tan siquiera en defensa propia. Pero las cosas no son tan simples. En primer lugar, el reproche hecho a San Pedro es relatado de manera bien distinta por los otros evangelistas. San Marcos no cita esta frase y San Lucas se limita a hacer decirle a Jesús: “Basta ya”, y hace que le curen la oreja herida. En cuanto a San Juan, presta a Jesús esta reflexión: “Mete la espada en la vaina; el cáliz que me dio mi Padre, ¿no he de beberlo?”, lo que es signo de la aceptación de su destino por Cristo, de su sumisión a la necesidad del sacrificio, y no un reproche a San Pedro. Por otra parte, en otra ocasión, el propio San Mateo señala otras palabras de Cristo:


“No penséis que he venido a poner paz en la tierra; no vine a poner paz, sino a traer espada”.


De igual manera, se encuentra en el evangelio apócrifo de Santo Tomás:


“Es cierto que los hombres piensan que he venido para traer la paz al universo. Pero no saben que he venido para traer a la tierra discordias, el fuego, la espada, la guerra”.


Paul du Breuil quiere ver en ello una alusión de Cristo al extremo carácter subversivo de toda verdad.


Los teólogos no carecían, pues, de recursos para justificar unas acciones guerreras. No obstante, había que apoyar con una verdadera teología de la guerra unas elecciones que habrían podido traer la preocupación a los espíritus. Así pues, se evitó considerar el fenómeno en sí mismo para no interesarse más que en sus motivos y acabar llegando así a una noción de guerra justa. Batirse para apoderarse de los bienes ajenos o por simple bravata era algo imposible de admitir, pero batirse para defenderse o para salvar a los suyos, para mantener el derecho y el orden, se vuelve algo legítimo a condición de que todos los demás métodos hayan fracasado.


San Agustín fue sin duda el primero en elaborar una teología de la guerra justa:


“Son llamadas justas las guerras que vengan de las injusticias, cuando un pueblo o un Estado, a quien debe hacerse la guerra, ha omitido castigar las malas acciones de los suyos o restituir lo que fuera robado mediante estas acciones injustas”.


Escribía también:


“El soldado que mata al enemigo, igual que el juez y el verdugo que ejecutan a un criminal, no creo yo que pequen, pues al actuar así no hacen sino obedecer a la ley”.


Demurger señala que, en el siglo VIII, san Isidoro de Sevilla añadió a esta definición una precisión capital:

“Justa es la guerra que se hace tras previa advertencia para recuperar unos bienes o para repeler a uno enemigos”.


Esto permitirá justificar las cruzadas en tanto que recuperación de Santos Lugares. Era preciso al precio que fuera, aun a costa de una guerra, mantener en la tierra el orden querido por Dios. Rechazar la violencia habría tenido como consecuencia un retroceso del cristianismo y le habría hecho el juego al demonio entregándole poblaciones cuyas almas se habrían perdido. Se pasó desde entonces rápidamente de la noción de guerra justa a la de guerra santa. Se trataba de defender al único Dios verdadero y la fe de su pueblo. El guerrero luchaba por Cristo, defendiendo al cristiano contra el impío. Debía incluso permitir que unos pueblos pudieran recibir la enseñanza de la “verdadera fe” y se convirtieran, una vez destruido el poder de sus antiguos señores.

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