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viernes, 17 de septiembre de 2010

Leyendas templarias: La cueva del Monje, IIª parte


Continuamos con la segunda y última parte de esta fantástica leyenda. Deseamos desde la encomienda de Barcelona que os haya entretenido.


Fotografía de "la cueva del Monje".

Por documentos hallados en el archivo de Valsaín, sede urbana del contorno, se sabe, al parecer, la misión que no hace al caso de aquel senescal en la época de su aparición en el convento, cuando la orden peligraba por acosos del trono de Francia y el auge del Monasterio ponía nota de gran actividad en el rincón aquel de la calzada.

Todo desapareció por la acción del tiempo menos el templario vertiginoso que es único habitante de la misteriosa zona de Casarás, vigilante sempiterno de los abismos en que se escondieron los tesoros de la comunidad, tan amenazados antes por la turba de codiciosos.

El tal caballero ardía en amores por una condesa, dama joven de la reina castellana, a la sazón de la jornada en el Real Palacio de Valsaín. Deseoso de tener por fuerza lo que de grado no le daban, ya que la dama desdeñosa guardaba con toda pulcritud las ausencias de su prometido, entregábase a prácticas de misterio en una gruta cercana, donde un ser maquiavélico iniciado en ciencias secretas de Oriente, cultivaba ritos estrafalarios, que tenían por base el sacrificio de una adolescente.

Dícese que Marignac, llegada la hora del véspero, cabalgaba hacia la Boca del Asno y por el arroyo de las Dos Hermanas penetraba en los bosques e la Peñalara, reina de la serranía, deteniéndose ante un canchal hecatómbico que se alza en una pradera extraviada. Con la tranquilidad de saber que aquella soledad no sería quebrantada por nada ni por nadie, asistía a los oficios preparados por el mago, maestro en conjuros y hechicerías, a quien en saludo efusivo llamaba Hermano. Aquel tipo era un hombre depauperado, viejo encogido de cuerpo por natural ruina física y peso de sus delitos, que parecían retorcer su osamenta, cubierta en estricto con pardo sayal de ruinoso y desagradable aspecto.

Sabida la existencia del enigmático habitante de aquel agujero, llamado por las gentes lugareñas Cueva del Monje, huían siempre de su vecindad por creerle en tratos con el mismo Lucifer: la ciencia diabólica que se le achacaba era, sin embargo, utilizada por muy altos personajes que, creyendo en su eficacia, acudían en bastantes ocasiones buscando remedios para males de amor no correspondidos.

Y éste era también el motivo de las frecuentes visitas del templario soberbio, que queriendo dominar por artes poderosas a la joven cortesana que se resistía a su pasión, se hizo parroquiano del monje precario, señor de aquel lugar, campo de sus magias aprendidas entre los sabios persas y que sólo él conocía en todo el territorio.

El monje, que esperaba la visita de tan destacada figura del Monasterio, dispúsose a la ceremonia que pretendía cobrar, arrancando a Marignac el secreto del sitio donde escondía los tesoros de la orden, de los que quería tomar una buena parte que colmara su afán de avaricia. Complacido el mago del ajuste de su trabajo, comenzó la labor. Una hoguera verde iluminaba desde el centro la pequeña estancia irregular, de extraña ornamentación, nimbando de tonos lívidos la roja cabeza del dios Baphomet, que presidía el rito, la pequeña víctima que a la grupa del caballo había sido transportada sucumbió al sacrificio y su sangre inocente pintó las paredes de piedra como preparación indispensable: un horno de emanaciones fuertes que aturdía al visitante condensó sus humos diseñando diabólicamente la estilizada figura de la condesa esquiva, que surgió al conjuro de las cabalísticas impetraciones. Sobre una redoma de aguas negras, que ocupa el ara, reflejose la bella aparición de la dama, que a una señal del nigromante, erguido en actitud de poseído infernal, momento cumbre del oficio, el templario clavó la espada en el corazón de la amada, cambiándose al instante en rojas las aguas del recipiente. Así quedó consumado el sacrificio de la inconsciente condesa, que herida de amor irresistible tendría que sucumbir.

Presto disponíase a partir el caballero en poder ya de su victoria cuando el oficiante reclamole con soberbia el precio de su trabajo, la revelación del secreto convenida previamente. Ante la rotunda negativa que obtuvo por su respuesta gritó rabioso y triunfante: ¡Presumí tu infamia y me precaví!; el oficio que hemos hecho no ha sido para darle el amor que pretendes y que con razón te niegan. Tú mismo has matado la posibilidad atravesando su corazón con tu propia espada y nunca jamás obtendrás ni una sola caricia. Así pues, no me has engañado porque he sido más listo que tú. El furor de Hugo estalló imponente al saber su fracaso, y arremetiendo con la espada al monje caduco, que, siempre alerta, alcanzó con rapidez otra que guardaba, entabló encarnizado duelo, que terminó a poco por agotamiento del viejo hechicero, que quedó atravesado y prendido contra la pared.

A galope furioso salvó el caballero la distancia con dirección al convento, sin que se volviera a saber de su existencia terrenal; pero su ánima vaga tranquila por la sierra ex expiación de sus pecados y temerosa de que la del monje nigromante pueda descubrir el escondrijo del tesoro del que era Marignac celoso guardador.

“El mago quedó petrificado por la acción del tiempo y es fácil contemplar su silueta desde muchos puntos de la serranía, en especial los que miran hacia la pradera aquella del lado noroeste de Peñalara, donde aún existe la cueva del Monje, denominada así en recuerdo de sus episodios.” (Fin)


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