© 2009-2019 La página templaria que habla de cultura, historia y religión - Especial 'Proceso de los templarios'

lunes, 11 de octubre de 2010

La caballería del Temple.


Desde la encomienda de Barcelona, hoy queremos tratar un tema característico del Temple que se diferenciaba de otras órdenes de la época: su propósito en Tierra Santa y su reglamentación militar.


Para ello hemos recuperado un texto del investigador histórico D. José Luis Delgado Ayensa, publicado en el libro “Codex Templi”.


Confiamos que su lectura será de vuestro agrado.


Tras la conquista de Jerusalén, el 15 de julio de 1099, se hace necesaria la protección de un estrecho corredor entre el puerto de Jaffa y la Ciudad Santa. Por esas tierras discurría el camino de peregrinación; los fieles procedentes de Occidente desembarcaban en Jaffa y, desde allí, llegaban a Jerusalén, ahora custodiada por los ejércitos cruzados.


La mayor parte de los nobles y caballeros que habían tomado parte en la cruzada regresaron a sus hogares cuando se completó la conquista de Jerusalén, o se dirigieron hacia Antioquía y Edesa en busca de riquezas. De modo que las rutas abiertas quedaron completamente desprotegidas y a merced de ladrones y asesinos; desde luego, también estaban a merced de los sarracenos.


Para ofrecer la protección y el resguardo necesario a los peregrinos frente a los malhechores nació la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo. Sus comienzos fueron humildes: se dedicaban básicamente a ofrecer seguridad a los viajeros, a modo de “policía” en Tierra Santa, protegiendo los caminos y ayudando, cuando fuera necesario, a la defensa del territorio contra los ataques de las tropas musulmanas. Para un mejor cumplimiento de esta labor defensiva, tan apreciada y alabada por todos los cristianos de la región, el rey Balduino II les cedió una parte del antiguo Templo de Salomón; en aquel lugar establecieron los Pobres Caballeros de Cristo su “cuartel general” y por ocupar el antiguo Templo de Salomón se les llamó “templarios”.


Como ya se ha apuntado, esta nueva milicia de monjes creaba una situación sin precedentes en el panorama de la época: en esa fraternidad se daba una dualidad extraña, eran a un tiempo monjes y guerreros. Pero la recién nacida Orden del Temple encontró pronto una justificación: Bernardo, abad de Clairvaux, elogió la actividad de la nueva Orden y animó a estos recién surgidos monjes-guerreros en su labor y afán, con la redacción de su De laude novae militiae ad Milites Temple.

Bernardo de Claraval fue el primer benefactor de la Orden y se ocupó también, según algunas fuentes, de redactar la Regla Primitiva de los templarios. Para justificar la novedosa y extraña actividad de los templarios, San Bernardo hizo referencia a la necesidad de proteger a los fieles y los Santos Lugares:


“Mejor sería no tener que luchar contra los infieles ni verter su sangre, siempre que pudiéramos protegernos o defendernos de sus ataques sin emplear las armas, mas cuando éstos amenazan a la cristiandad y a su herencia espiritual, hay que evitar que la destruyan, aun oponiéndose a ellos con la fuerza de las armas”.


San Bernardo también les incitó a llevar una vida pura y sobria, en la que tuvieran bien protegido su espíritu frente al Maligno con la coraza de la fe, así como protegían sus cabezas de los golpes con sus yelmos.


Reglamentación militar

Además de esta compleja y estudiada organización jerárquica, otra de las claves del éxito militar de la Orden del Temple residía en una serie de cuidadas “medidas de precaución”, especialmente en tiempo de guerra.


Los caballeros no podían preparar sus cabalgaduras si el mariscal no había dado la orden pertinente, pero se les instaba a estar continuamente alerta y preparados para recoger el campamento en el menor tiempo posible y estar dispuestos a partir en cualquier instante.


Si los caballeros deseaban hablar con el mariscal, debían acudir a pie al lugar en que éste se encontrara e, inmediatamente después de haber finalizado la conversación, era preceptivo regresar a su puesto hasta recibir nuevas órdenes.


Una vez recibida la orden de partir, se recogía inmediatamente el campamento, pero antes de abandonar el emplazamiento había de comprobarse meticulosamente que no se había dejado atrás ninguna pertenencia.


Cuando emprendían la marcha, debían hacerlo de una manera ordenada, ocupando los puestos que tuviesen asignados y teniendo siempre a la vista a sus escuderos y sus caballerías de carga. Si la marcha tenía lugar durante la noche, imperaba la orden de mantenerse en el más absoluto silencio; si algún hermano necesitaba comunicarle algo a otro, debían abandonar la formación, acompañado de sus escuderos, para volver al mismo lugar un vez hubiese finalizado la entrevista. Si, por alguna razón, un hermano tuviera que ir a algún lugar de la formación situado por detrás de su propia posición mientras se encontraban cabalgando, debía trasladarse por el lado hacia el que soplaba el viento para intentar evitar, de esta manera, que el polvo y la arena del desierto cayese sobre sus hermanos.


Estaba absolutamente prohibido salir de la cabalgada para hablar de temas mundanos o para descansar. Ni siquiera estaba permitido, en tiempos de guerra, alejarse para dar de beber a los caballos, y sólo podían detenerse para beber allí donde se detuviese el gonfalón de la Orden. Esta y otras precauciones se establecían, principalmente, para evitar ser sorprendidos por las tropas enemigas; además, con estas prevenciones disminuía el riesgo de emboscadas.


Una vez que se había establecido el lugar de acampada, ningún hermano caballero podía asentar y montar su puesto por cuenta propia, ni podía descansar hasta que no se hubiese dado la orden correspondiente. Montaban sus tiendas en torno a las del comendador de Tierra Santa y el mariscal. Ningún hermano podía envidiar a sus escuderos a buscar y recoger leña o comida para los caballos, excepto si se encontraba al alcance de la voz desde el campamento. Esta norma de no alejarse más allá del alcance de la voz desde el lugar de acampada se hacía extensiva al resto de los hermanos; cuando el establecimiento tenía lugar en una plaza fuerte, nadie debía alejarse más allá de una legua. Cuando llegaba el momento de efectuar el reparto de viandas, todos los hermano se cubrían con sus capas y, una vez que habían recibido sus correspondientes provisiones, volvían a sus tiendas y se disponían a cocinar junto a sus escuderos. Únicamente podían consumirse aquellos alimentos que les hubieran sido entregados por el comendador, excepto los animales que ellos mismo hubiesen cogido a lazo, puesto que la caza estaba terminantemente prohibida a los hermanos de la Orden. A todos los caballos se les daba la misma cantidad de alimento; cada caballero recibía su parte de manos del forrajero. La Regla establecía que se había de tener especial cuidado con la alimentación y el cuidado de las caballerías: era un bien escaso y muy apropiado en aquellas tierras de ultramar.


A la hora del combate, todos los hermanos debían ocupar, de una manera estricta, el lugar que les había sido asignado en la formación, y no debían abandonar ese puesto bajo ninguna circunstancia. Se agrupaban en escuadrones y cada comendador, responsable de un escuadrón, debía portar un gonfalón de reserva enrollado en su lanza y bien protegido por diez caballeros. El mariscal quedaba encargado de llevar y custodiar el gonfalón principal, el cual lo tomaba de manos del submariscal. Se hacía rodear de varios caballeros –de seis a diez-, escogidos entre los más valerosos, que habían de proteger el estandarte de la Orden mientras durase la batalla, sin alejarse ni abandonarlo. Si el mariscal y su gonfalón eran derribados durante la batalla, el comendador de los caballeros debía asumir el mando y desplegar un gonfalón de reserva; si éste también caía derrotado, ocupaba su lugar uno de los comendadores de escuadrón, desplegando su correspondiente gonfalón. Ningún caballero estaba autorizado a huir ante el enemigo o retirarse de la batalla en caso de derrota y, si era capturado por los sarracenos, no podía ofrecer el pago de un rescate ni pedir a sus hermanos que lo abandonaran; desde luego, jamás debía renunciar a su fe. Esta regla fue causa de grandes tribulaciones: muchos templarios fueron torturados en las fortalezas musulmanas y, dad su fidelidad, con frecuencia fueron decapitados.

No hay comentarios:

Publicar un comentario