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jueves, 28 de octubre de 2010

La “política exterior” del Temple


Desde la encomienda de Barcelona, queremos tratar un tema interesante: la diplomacia del Temple en Oriente.

Nos ha parecido sensato el ofrecer a todos los lectores de Temple Barcelona, la posibilidad de ver a los templarios no siempre con la espada en mano, sino también pactando con sus enemigos, potenciando de esta forma la paz entre cristianos y musulmanes.

Para ello hemos seleccionado un texto del escritor francés Michel Lamy, y que ha sido publicado en el libro “La otra historia de los templarios”.

Esperamos desde esta vuestra casa, que su contenido lo encontréis atractivo.

En cualquier caso, los caballeros de la Orden del Temple, incluso cuando estaban convencidos de comprometerse en una táctica que no conducía sino a la catástrofe, se mostraron siempre solidarios con los demás cruzados y no les abandonaron jamás. Así fue, ante Mansura, el 8 de febrero de 1250. habían puesto en guardia al conde de Artois, hermano del rey, previniéndole de que era una locura tratar de tomar la ciudad. El conde les tachó de cobardes. El Gran Maestre Guillaume de Sonnac palideció ante el insulto y respondió que los templarios no acostumbraban tener miedo y que le acompañarían. Pero les previno también de que ninguno regresaría probablemente con vida. Y, en efecto, fue una masacre. Los caballeros cayeron bajo las flechas y las cimitarras de los mamelucos y únicamente tres lograron escapar.

Los templarios tuvieron también que combatir la locura de san Luis, que no pensaba más que en pelear, convencido como estaba de los derechos que asistían a los ejércitos francos, y que fue el responsable de algunos de los más espectaculares desastres de estas guerras orientales. Se acostumbraba a ver en este rey a un personaje adornado de todas las prendas y virtudes. ¡Qué error! San Luis, rey de la cruzada contra los albigenses y de la masacre de poblaciones del Languedoc, fue también quien se alzó contra los tratados firmados entre los templarios y el sultán de Siria. Humilló al Gran Maestre y a los dignatarios de la Orden y les obligó a pedir perdón, en presencia del ejército entero, descalzos, como a vulgares penitentes, por haber firmado un tratado con unos enemigos. Hizo desterrar de Tierra Santa a Hugues de Jouar, que habái negociado para la Orden. El fanatismo de este rey no había de tener otro efecto que arrastrar a sus hombres a la masacre y ello gratuitamente. Lo que los templarios habían sabido ganar unas veces arma en mano y otras negociando, san Luis sabía perderlo haciendo además masacrar a sus hombres. Tal como escribe Georges Bordonove:

“No había muchas razones para admirar en san Luis ni al estratega ni al diplomático: era más el príncipe de las oportunidades fallidas que un gran capitán”.

Moralmente, tuvieron en ocasiones que sufrir atrozmente teniendo que pasar por cobardes cuando nunca retrocedieron, y luego viendo caer a la flor y nata de la caballería europea, porque tal barón o rey megalómano o iluminado creía que su única presencia era una garantía de victoria. ¡Cuántos templarios cayeron en combate, por nada más que por el orgullo de estos locos!...

La política de la Orden era ante todo realista. Habían comprendido que sabía dividir para reinar y que, de todos modos, era imposible batirse en todos los frentes a la vez. Por otra parte, las quince plazas fuertes que poseían albergaban detrás de sus murallas a una importante población musulmana. Maltratarla hubiese sido un suicidio. Lo prudente era, pues, respetar las costumbres locales e incluso la religión musulmana, y aliarse con determinados príncipes del Islam para congelar el juego al menos en un frente o en otro. Es cierto que desempeñaron a veces un papel singular de árbitros entre los reinos turcos de Siria y el califato fatimí de El Cairo.

Ello se desarrollaba siempre en el más profundo respeto mutuo. Además, los musulmanes tenían a los templarios en muy alta estima y les pedían frecuentemente que salieran fiadores de la ejecución de los acuerdos que en ocasiones firmaban con los príncipes cristianos como Ricardo Corazón de León. Hay que decir que este último no era hombre de palabra. Así, a pesar de las negociaciones con Saladino y de los intercambios de presentes, tuvo la inelegancia de hacer pasar por el filo de la espada a dos mil quinientos prisioneros turcos.

Los templarios supieron ser fieles a sus alianzas. Firmaron, entre otros, acuerdos duraderos con Damasco, en especial para luchar contra el atabeg de Mosul. Lo esencial era impedir que todas las fuerzas del Islam fueran reunidas bajo una sola mano, pues en dicho caso los cruzados no habrían podido hacerles frente.

Del bando musulmán, algunos grandes caudillos, como Nur-al-Din, intentaron esta unificación. Conscientes del peligro, los templarios ayudaron al rey Amaury I a firmar un acuerdo con el Califa en Egipto. La embajada, que incluía a Hugo de Cesarea, a Guillermo de Tiro y al templario Geoffroi Foucher, debía mucho a las negociaciones llevadas a cabo por la Orden del Temple con el visir Chawer. Así, el ejército egipcio se sumó a los francos para luchar contra Sirkuk, al que enviaba Nur-al-Din. Un hombre excepcional acompañaba a Sirkuk: Salahal-Din, más conocido posteriormente con el nombre de Saladino.

Finalmente el conjunto de las operaciones se saldó con el tratado de paz firmado entre Amaury I y Sirkuk, y Saladino fue el huésped de Amaury durante varios días. El rey franco le prestó incluso unos navíos para repatriar a sus heridos más cómodamente. Así, en 1167, como consecuencia de la campaña de Egipto, los francos pudieron presentarse como verdaderos árbitros de los conflictos regionales. Crearon una especie de protectorado franco en Egipto, dando razón a la política de los templarios.

Desgraciadamente, el rey Amaury I violó el tratado, apoderándose de una ciudad y masacrando a todos sus habitantes Chawer se alzó entonces contra él, no dudando en emplear la táctica de poner tierra quemada por medio incendiando los arrabales de El Cairo. Los templarios se habían negado a participar en la violación del tratado y a partir de ese momento, furiosos, desarrollaron una política propia, se negaron en general a comprometerse como garantes de ningún tratado al faltar los barones francos demasiado a menudo a su palabra.

Rápidamente, Saladino se convirtió en el dueño y señor de Egipto, circunstancia que aprovechó, en 1171, para suprimir el califato fatimí de El Cairo, acabando así al mismo tiempo con el cisma religioso y reunificando todo el Oriente Próximo bajo la fe sunita, lo que los templarios querían evitar a toda costa.

La Orden buscaba de forma permanente soluciones de paz duraderas, pero ¡con dificultades! A mediados del siglo XIII, Armand de Périgord podía escribir al Maestre de la Orden en Inglaterra:

“El sultán de Damasco y el señor del Krac han devuelto inmediatamente al culto cristiano todo el territorio de este lado del Jordán, salvo Nabulus, San Abraham y Beissen. No cabe duda de que esta situación feliz y próspera podría durar largo tiempo si los cristianos de este lado del mar quisieran a partir de ahora aceptar esta política. Pero, ay, cuántas gentes en esta tierra y en otras partes nos son contrarias y hostiles por odio y por celos. Por ello, únicamente nuestro convento y nosotros, con la ayuda de los prelados de la Iglesia y de algunos pobres barones de la tierra que nos ayudan como pueden, aseguramos la carga de la defensa”.

Los reyes, tras haber galleado; dando lecciones a todo el mundo, a imitación de san Luis, regresaban a Europa salvo si habían perdido la vida sobre el terreno, de…enfermedad. A los templarios no les quedaba entonces más remedio que hacer frente a las consecuencias catastróficas de las campañas de los soberanos y reconstruir pacientemente y con tesón lo que el orgullo regio había destruido. Verdad es que no conviene generalizar, pero en principio aquellos que no hacían más que cruzar a Oriente, con ocasión de una cruzada, resultaban más perjudiciales que útiles y, por si fuera poco, despreciaban a quienes vivían en el lugar y habían adoptado a veces algunas costumbres locales.

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