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miércoles, 22 de junio de 2011

Las donaciones a la Orden: IIª parte


Desde la encomienda de Barcelona proseguimos con el apartado dedicado a la financiación de la Orden del Temple mediante las donaciones de terceros.

En esta segunda parte la especialista en historia de la Edad Media, Mrs. Helen Nicholson, profundiza sobre los matices histórico-sociales que proporcionaron las suculentas donaciones que se ofrecían a las órdenes militares y cómo éstas fueron paulatinamente reduciéndose en el tiempo.

Para que podamos entender mejor este asunto, hemos seleccionado el siguiente texto de su libro “The Knights Templar”; del cual desde Temple Barcelona, deseamos que os muestre claridad al respecto.

Durante su cruzada de 1189-1192, Ricardo I colaboró estrechamente con los templarios, pero no fue una relación de igual a igual. Si bien baloraba los consejos militares de los templarios y los hospitalarios, el rey tenía el firme convencimiento de que era él quien estaba al mando y la finalidad de las órdenes consistía en asistirlo. Tras la conquista de Chipre, el monarca vendió la isla a la Orden del Temple, obteniendo así una suma de dinero muy necesaria para su erario. Sin embargo, los templarios fueron incapaces de administrar Chipre e intentaron vendérsela de nuevo a Ricardo, que se negó a devolverles su dinero. El rey cedió entonces la isla a Guy de Lusignan, que probablemente reparara el entuerto o donara a los templarios importantes extensiones de tierra en Chipre. Además, Ricardo dio a los templarios un nuevo maestre, Roberto de Sablé o Sabroel, antiguo almirante y vasallo suyo. Por aquella misma época, la Orden del Hospital de San Juan eligió también a un maestre inglés, Garnier de Nablus. Según ciertos documentos, en el otoño de 1192, cuando regresaba a su reino tras la campaña en Oriente, Ricardo se disfrazó de templario para no caer en manos de sus enemigos, estrategia que no dio los frutos esperados. Esta historia probablemente no sea veraz, pero lo cierto es que el rey tenía a varios templarios en su séquito.

La estrecha colaboración de los templarios con los monarcas ingleses se prolongó durante los reinados de Juan y del hijo de éste, Enrique III. Los clérigos templarios dijeron misas por las almas de ambos monarcas, y en 1231 Enrique y su esposa, la reina Leonor de Provenza, prometieron entregar sus cuerpos difuntos a la orden para que fueran enterrados en la iglesia del New Temple de Londres. Esto significaba que el New Temple se habría convertido en un mausoleo real y que habría recibido de los herederos del soberano una importante ayuda financiera a largo plazo. La ampliación de la iglesia del New Temple por parte de los templarios no se haría esperar. La orden remodeló el templo con una nueva nave rectangular que seguía los gustos arquitectónicos de la época. Pero en 1246 Enrique cambió de opinión y decidió que él y su esposa fueran enterrados en la actual iglesia de la abadía de Westminster, cuya construcción inició el monarca en 1245 en la sede de una antigua basílica. Durante los años siguientes los templarios fueron perdiendo gradualmente el favor real; seguían siendo una orden privilegiada, pero recibían menos donaciones y cada vez estaban más alejados del monarca. El limosnero real ya no era templario. Los hospitalarios, por su parte, siguieron disfrutando del favor del rey, y desde 1273 hasta 1280 el cargo de tesorero de Inglaterra estuvo en manos de un caballero del Hospital, el hermano José de Chauncey. Pero incluso los hospitalarios recibían más favores que donaciones.

¿Por qué cambió la política de los reyes respecto a los templarios? No es una pregunta fácil de responder. Cambió no sólo en Inglaterra, sino también en Irlanda, donde al prior del Hospital le fueron confiadas importantes responsabilidades administrativas, financieras y militares a finales del siglo XIII, mientras que a los templarios únicamente se les pedía que revisaran las cuentas de la tesorería. Es probable que en la segunda mitad del siglo XIII los hospitalarios de las islas Británicas atrajeran a sus filas a individuos que podían convertirse en administradores capacitados, mientras que los templarios no lo hicieron: la doble vocación militar y hospitalaria de los primeros quizá atrajera a individuos más versátiles que la estricta vocación militar de los segundos. Tal vez los hospitalarios estuvieran más dispuestos a ser empleados como administradores, mientras que los templarios se concentraron con más resolución en la defensa de Tierra Santa. Quizá Enrique III creara su propio modelo de patrocinio, emprendiendo la reconstrucción de la abadía de Westminster, y en su afán de desarrollar una imagen de monarca piadoso, tal vez sintiera que ya no era necesario seguir el modelo de patrocinio de sus antepasados. Quizá no tuviera el mismo interés por las cruzadas que sus predecesores; aunque tomó tres veces la cruz, dando a entender que pretendía emprender una cruzada, al final nunca lo hizo. Tal vez cuando el hermano Godofredo el Templario cesó en sus cargos de limosnero y camarero mayor del rey, el vínculo personal de Enrique con los templarios fuera diluyéndose cada vez más, y el monarca dejara de interesarse por la orden. Según parece, Enrique también empezó a ver que la colaboración con las órdenes militares resultaba igual de difícil y obstructiva que la que pudiera mantener con cualquier otra orden religiosa de Inglaterra, y consideró que habían recibido tantos privilegios y propiedades que socavaban su autoridad. Los problemas financieros del monarca también tuvieron mucho que ver con este asunto. El cronista Matthew Paris cuenta que Enrique criticaba a los hospitalarios y a los templarios por sus excesivos privilegios, y que el monarca decía que iba a recuperar lo que sus predecesores les habían concedido porque las órdenes se habían vuelto muy orgullosas. En esta ocasión Mathew Paris se pone del lado de las órdenes militares y en contra del soberano, y cuenta cómo el prior del Hospital en Inglaterra se levantó delante de Enrique y le recordó que sólo seguiría siendo rey si actuaba con justicia.

Aunque a partir de 1240 su relación con el rey de Inglaterra no volvería a ser la misma, los templarios siguieron siendo unos servidores apreciados. Eduardo I puso mucho interés en que el maestre de la orden en Inglaterra le rindiera homenaje y le ofreciera sus servicios militares, al igual que hicieran otros señores seculares y órdenes religiosas; los templarios eran sus fieles vasallos. Su hijo, Eduardo II (1307-1327), valoraba a los templarios por los servicios prestados pasados y presentes. Cuando en noviembre de 1307 el papa Clemente V ordenó a este monarca que procediera a la detención de todos los templarios, Eduardo replicó: “Los susodichos maestre y hermanos han sido constantes en la pureza de la fe católica y han recibido nuestros elogios y los de todo nuestro reino por su forma de vida y por sus costumbres. No nos podemos creer semejantes acusaciones a no ser que se nos ofrezcan más pruebas de ellas”. Rogaba al papa que no creyera las mentiras que le habían contado acerca de la orden. […]

[…] El cambio de actitud de los reyes de Francia hacia las órdenes militares es un reflejo del nuevo ambiente religioso que empezó a respirarse en el siglo XIII y del giro que experimentó la política de la Corona. Uno de los principales motivos de que se realizaran donaciones a órdenes religiosas era ganarse el apoyo de éstas, además de poder influir en ellas, pero como iba creciendo la estabilidad política en el mundo cristiano de Occidente, la necesidad de llevar a cabo ese tipo de donaciones fue disminuyendo. En el siglo XIII los modelos de piedad comenzaron a encuadrarse en un marco personal en lugar de institucional. Los piadosos donantes dejaron de ser tan proclives a favorecer una gran orden institucionalizada, y cada vez más tendieron a patrocinar, por ejemplo, un hospicio de su ciudad o región en el que se atendía a los pobres y enfermos del lugar, o a fundar una capilla de clérigos cantores en beneficio exclusivo de su alma. En consecuencia, a mediados del siglo XIII, las donaciones a órdenes religiosas estaban en franca decadencia. […]

[…] Todos esos cambios provocaron a comienzos del siglo XIV una grave reducción de los ingresos de las órdenes religiosas. Llegaron al mismo tiempo que la inflación, de la que en parte fueron resultado, y esa inflación vino a reducir el valor de las rentas monetarias, lo que animó a los terratenientes a encargarse de la explotación de sus propiedades en lugar de arrendadas, aunque esto comportara un coste superior de los cultivos. Esos cambios fueron causa de muchos problemas para las órdenes militares –cuyos gasto en Oriente aumentaban con la misma velocidad que disminuían las donaciones en Occidente-, las cuales se vieron obligadas a sacar el máximo rendimiento de sus propiedades y privilegios en Occidente para conseguir todos los ingresos que les fuera posible; pero esta actitud haría que recayeran sobre ellas numerosas críticas. (continuará)

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