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martes, 7 de junio de 2011

Luis de Francia: IIª parte.


Desde la encomienda de Barcelona continuamos con la segunda parte del apartado dedicado a Luis de Francia. Una vida constante en la defensa del cristianismo y la obsesión de liberar Tierra Santa de las manos impías de los musulmanes.

Con una narrativa directa y cercana, Piers Paul Read, nos relata con maestría cómo fue la mitad del siglo trece en esa inagotable lucha entre cristianos y musulmanes. Para ello hemos seleccionado un texto de su libro “The Templars”.

Desde Temple Barcelona deseamos que su lectura os atrape.

Sin otra alternativa, los Templarios y los caballeros ingleses siguieron al conde de Artois y persiguieron a los sarracenos hasta la ciudad misma de Mansurah. Allí no todo era tan caótico como parecía. Fakhr ad-Din estaba muerto, pero había asumido la dirección al comandante de la guardia de élite mameluca, Rukn ad-Din Baybars Bundukdari. Sin oponer demasiada resistencia inicial a los caballeros latinos, esperó a que éstos hubieran penetrado en la ciudad y alcanzado las puertas de la ciudadela antes de dar a sus hombres, que aguardaban en las calles laterales, la orden de atacar. Incapaces de maniobrar en las angostas calles, y atrapados entre vigas arrojadas desde los techos, los caballeros fueron masacrados. Murieron trescientos caballeros, entre ellos el conde de Salisbury y el conde de Artois. Los Templarios perdieron 280; sólo dos regresaron con vida, uno de ellos el gran maestre, Guillermo de Sonnac, quien había abandonado la acción después de perder un ojo.

Aunque ese revés se debió a la vanagloria y la impetuosidad de Roberto de Artois, fue un anticipo de lo que vendría después. Tras cruzar el ramal del Nilo, el ejército principal entró en batalla con las fuerzas musulmanas. Joinville, ya herido, vio al rey Luis sobre un paso elevado, al frente de sus huestes, la imagen misma de la caballería y el honor. “¡Jamás había visto un caballero tan fino ni tan apuesto! Parecía descollar entre todos sus hombres; en su cabeza llevaba un casco dorado y tenía en su mano una espada de acero germano.” Al cabo de un día de feroz combate, los egipcios debieron retroceder y se refugiaron otra vez en Mansurah. Cuando el preboste de los Hospitalarios le dijo a Luis que su hermano Roberto de Artois “estaba ahora en el paraíso… grandes lágrimas comenzaron a caer de sus ojos”.

Esa noche los egipcios hicieron una salida desde Mansurah, siendo repelidos una vez más. El 11 de febrero se produjo un nuevo ataque, en el que Guillermo de Sonnac, al frente de los pocos Templarios que quedaban, perdió su segundo ojo y murió poco después. El ejército de Luis estuvo a punto de ser quebrado, pero logró mantener el centro y finalmente los egipcios regresaron como antes a Mansurah. Quedaba claro que los cruzados, si bien no podían ser derrotados, tampoco podían tomar la ciudad. La mayor esperanza de Luis estaba en el resultado del levantamiento político surgido en El Cairo tras las muertes del sultán Ayyub y su comandante, Fakhr ad-Din. El rey esperó durante ocho semanas acampado ante los muros de Mansurah. Pero la viuda sultana había conjurado el caos en la corte; y a finales de febrero, el hijo de Ayyub, Turanshah, volvió de Siria para asumir el mando.

A lomo de camello, los musulmanes llevaron una flota de navíos livianos hasta el Nilo, río abajo por el ejército cruzado, cortando así la comunicación con Damietta e impidiendo el abastecimiento de comida fresca. La enfermedad se extendió por el campamento cristiano. Incluso el propio rey sufrió una disentería crónica: según nos cuenta Joinville, “como Luis se veía continuamente obligado a ir al excusado, sus sirvientes tuvieron que cortarle la parte inferior de los calzones”. Ordenó la retirada a Damietta, pero a pesar de su indisposición rehusó abandonar a sus hombres y escapar en una galera. Perseguido por los egipcios, Luis finalmente fue hecho prisionero y obligado a rendirse. Joinville se salvó de la muerte al descubrirse que su esposa era prima del emperador Federico. Los prisioneros de cierta jerarquía fueron conservados para pedir rescate; los menos importantes fueron asesinados. En Damietta, la reina Margarita disuadió a la guarnición pisano-genovesa de sus intenciones de desertar: la ciudad fue un valioso bien en las siguientes negociaciones y, junto con un rescate de un millón de besants o medio millón de livres tounois, sirvió para comprar la libertad del rey y su ejército.

La recaudación de ese rescate provocó un incidente que revela la escrupulosidad, o la obstinación, de los Templarios. Al contarse el dinero reunido para pagar el depósito convenido, se descubrió que al rey le faltaban aún treinta mil livres: de ello dependía la liberación de su hermano, el conde de Poitier. Juan de Joinville sugirió que se pidiera prestada la suma a los Templarios y, con la autorización del rey, fue a solicitar el préstamo. El comandante del Temple, Esteban de Otricourt, rechazó la petición apoyándose en que, por juramento, sólo podía entregar dinero a aquellos que lo ponían a su cargo.

Esto provocó un agrio altercado entre Joinville y Outricourt, hasta que el mariscal del Temple, Reginaldo de Vichiers, propuso una solución. Los Templarios no podían quebrantar su voto, pero nada impedía que el rey tomara fondos de los Templarios por la fuerza, en particular porque el Temple tenía los depósitos de Luis en Acre y podía recuperar ese préstamo forzado cuando el rey regresase. Por lo tanto, Joinville fue a la galera del Temple, rompió una caja fuerte con un hacha y volvió ante el rey Luis con el dinero.

Obtenida la liberación de su hermano, Luis se embarcó hacia Acre acompañado por su entorno. Allí se encontró con cartas de su madre, Blanca de Castilla, urgiéndolo a regresar a Francia. El mismo consejo le dieron a sus hermanos y sus barones, pero no era sólo un ejército francés lo que había sido derrotado en el Nilo: el desastre había debilitado seriamente las fuerzas de los cristianos en Outremer. Luis se negaba a dejar Tierra Santa en una situación tan peligrosa, y no quería tampoco abandonar a los prisioneros francos que aún quedaban en Egipto; así, mientras la mayoría de sus vasallos franceses, entre ellos sus hermanos, volvieron a Francia con su bendición, él permaneció en Acre con su esposa y sus hijos. El rey legítimo de Jerusalén podía ser Conrado, el hijo de Federico y la reina Yolanda, pero Luis era aceptado como gobernante de facto, y trataba ahora de conseguir por vía de la diplomacia lo que no había podido obtener por la fuerza. […]

[…] Hubo otras dos potencias de la región con las que Luis trató mientras estuvo en Acre. A poco de que Luis regresara de Damietta, el Anciano de la Montaña, el líder de los asesinos, envió emisarios para exigir el tributo, o chantaje, que, según afirmaban, habían pagado el emperador Federico, el rey de Hungría y el sultán de El Cairo. Como alternativa, el emir sugería que el rey eximiera a los asesinos del tributo que éstos pagaban al Temple y al Hospital. Como observó Joinville al describir esa negociación, los asesinos sabían que era inútil matar a cualquiera de los grandes maestres, porque otro caballero “igualmente bueno, sería puesto en su lugar”.

Los grandes maestres, invitados por el rey a la negociación, se indignaron ante la insolencia de los asesinos: enviaron de vuelta a los emisarios, aconsejándole al Anciano de la Montaña que se dirigiera al rey Luis de otra manera. Antes de quince días ya habían regresado a Acre con generosos obsequios. El rey Luis devolvió el gesto, mandando regalos igualmente valiosos y a un fraile que hablaba árabe, Yves le Breton, para predicar la fe cristiana.

El segundo grupo de emisarios fue enviado por los mongoles, quienes en menos de veinte años derrotarían al Anciano de la Montaña, tomando la hasta entonces inexpugnable fortaleza asesina de Almut en 1256. Sus embajadores llegaron a Acre con los dos frailes franciscanos que Luis había mandado ante el kan mongol con la propuesta de una alianza contra el Islam. La respuesta del kan fue exigir que el rey francés se convirtiera en su vasallo y que remitiese “una suma de dinero suficiente en forma de contribuciones anuales para que sigamos siendo vuestros amigos. Si os negáis a hacer esto, os destruiremos…”. No era la respuesta que el rey había esperado y, según Joinville, Luis “lamentó amargamente haber enviado emisarios al gran rey de los tártaros”. (continuará)

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