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martes, 28 de junio de 2011

Padre Gabriele Amorth: una vida consagrada a la lucha contra Satanás



Desde la encomienda de Barcelona volvemos a recobrar el apartado dedicado a uno de los exorcistas más importantes del momento; se trata del padre Gabriele Amorth, más conocido con el sobrenombre de “el exorcista del Vaticano”.

La intención de este texto, es la de difundir algunas de las experiencias de este mediático exorcista, para que veamos la lucha que todavía se lleva a cabo entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal.

Es de justicia, como buenos cristianos, que alertemos de los beneficios de acercarnos a Dios y el de alejarnos de sucedáneas tentaciones que podrían llevarnos a la perdición.

Desde Temple Barcelona deseamos que su lectura nos sea a todos beneficiosa para continuar defendiendo el bien común.

Demonios y almas condenadas (Iª parte)

El siguiente testimonio muestra cómo, a veces, en la posesión diabólica intervienen almas condenadas

Hace años un señor me pidió que bendijera su casa, donde ocurrían hechos extraordinarios: se oían pasos de personas que no estaban; encontraba bajo la almohada, o el alféizar de la ventana, o en el asiento del coche, tres monedas, tres ramas, tres piedras; encontraba el peine o el dentífrico en la nevera; durante las comidas, el tapón del agua mineral siempre aparecía junto a su mujer; su mujer, y sólo ella, veía de espaldas a un atractivo y rubio joven andando por casa, o en los jardines del vecindario. El hombre pensó que alguien quería importunarlos y llamó a los carabineros; tras acudir varias veces a su casa inútilmente, los policías desistieron, pensando que eran imaginaciones o alucinaciones de mentes enfermas.

Fui enseguida. Mientras me ponía el alba, la mujer se alejó y me miró con aire amenazador. Empecé a orar y a rociar con agua bendita. Unas gotas cayeron sobre la mujer, que tuvo una reacción inesperada: empezó a gritar que el agua ardía. Me quedé de piedra y le dije a su marido: “Es algo serio; acompaña a tu mujer a ver al exorcista de la diócesis”.

Al día siguiente fueron a ver al exorcista, quien les aseguró que se trataba de un caso grave, una auténtica posesión diabólica. Era el sexto o séptimo caso grave que veía desde que era exorcista. Le llevaban a la mujer dos veces a la semana. Al cabo de un tiempo, el sacerdote le aconsejó al marido que se dirigiera al obispo, a pedir la ayuda de un cura que interviniera todos los días, pues de otro modo tardaría mucho tiempo en liberarse. El matrimonio visitó al obispo de la diócesis y éste me encargó la labor a mí, puesto que yo conocía los hechos y era el párroco de la pareja.

Empecé a ir todos los días a casa de esta familia; me quedaban entre cuarenta y cinco minutos y una hora, según lo que tardaba el demonio en alejarse y dejar libre –provisionalmente- a la mujer. Cada vez, antes del exorcismo, la mujer me decía: “¿A qué has venido? ¿Es que no tienes nada que hacer?”.

Cuando empezaba la oración entraba en trance, su marido y yo la sujetábamos, porque se ponía violenta. En dos ocasiones, antes de que comenzara, logró hacerse con un cuchillo y lo amenazó. Una vez se encerró en el dormitorio, cayó en un trance profundo y empezó a tomarnos el pelo. Entonces inicié el exorcismo desde el otro lado de la puerta; poco a poco se fue calmando y al final nos abrió. Durante el exorcismo la mujer hablaba distintas lenguas con voces diferentes; lo mismo cantaba la Marsellesa que recitaba el Infierno de Dante. Tras unos pocos exorcismos le pregunté su nombre y el demonio respondió: Zago. Dijo que era el amo y que le rendían culto en una localidad cercana, junto a una iglesia derruida; se expresaba por iniciativa propia y afirmaba que vendría.

Otro demonio presente, Astaroth, intentaba destruir el amor de la pareja y el amor entre padres e hijos. Había un tercer demonio, Serpiente, cuyo cometido era inducir a la mujer al suicidio. Lo intentó con bolsas de plástico atadas al cuello de la mujer y con cuerdas suspendidas de la lámpara; una vez la incitó a tirarse de un puente. Con frecuencia la mujer hacía las maletas y decía que quería ir a la localidad donde se encontraba la iglesia derruida, porque él la esperaba allí, se lo había ordenado y debía acudir. Según Zago, también había una legión de demonios menores.

Para mi sorpresa también manifestaron su presencia tres almas condenadas: Michelle, una mujer que había trabajado en el Moulin Rouge y que murió a los treinta y nueve años a causa de las drogas. Michelle solía hablar en francés; repetía las frases que utilizaba en el pasado con sus clientes, y entonces el rostro de la mujer adquiría un aire dulce y persuasivo. Michelle se quedó hasta el final del exorcismo; después, llorosa y atormentada, abandonó a la mujer.

También estaba presente Belcebú, un marroquí que les cortó la cabeza a tres misioneros en 1872. Le pregunté a qué orden pertenecían los tres religiosos y me contestó: “¡¿Qué sé yo de vuestras órdenes religiosas?!”. Se suicidó a causa del remordimiento.

La tercera alma condenada era Jordan, un escocés que había matado a su madre. Hablaba bastante; creo que decía: “Zago es el dios verdadero; él es el más poderoso”. Creo, porque sé muy poco inglés.

Durante el exorcismo Zago alardeaba de ser el amo del mundo, afirmando que todo se movía a su antojo, que la guerra civil en Ruanda la había provocado él y que disfrutó y se relamió con la sangre derramada. Para provocarme me decía: “¡Tus sermones no son más que cuentos! ¡Nadie los escucha!”. También solía amenazarme con que una noche me sacaría las tripas. Una vez me dijo: “Ten cuidado, porque puedo entrar dentro de ti”. Y, tras unos instantes de reflexión, añadió: “Aunque no reo que se esté muy bien en el cuerpo de un cura”. Cuando insistía y lo presionaba con mis preguntas, me decía: “Me estás tocando las pelotas”. Yo replicaba: “No sabía que los demonios tuvieran pelotas”. A lo que él rebatía: “¡Estúpido! Es una forma de hablar”. Y no dejaba de resoplar.

Les pregunté cuándo habían entrado en la mujer. Zago respondió “Entré en 1972, antes de que la mujer pisara la iglesia el día de su boda, a las doce”. Era exacto. Yo oficié la boda. A Zago le encargó esa misión un hombre, natural de Viterbo, que no deseaba que se celebrar el enlace. Más tarde, a las doce de la noche, durante una misa negra en la que se sacrificó un animal, entraron los otros demonios. El marido recordaba que, el día antes de la boda, un hombre que no deseaba que se celebrara fue a ver a un cura. Zago alardeaba de que junto a la iglesia derruida estaba su templo, con una dedicatoria grabada: AL DIOS ZAGO. Cada vez que yo pronunciaba la frase “A Dios el reino”, él se apresuraba a corregirla: “A Zago el reino”.

Cuanto más avanzaba yo con los exorcismos, más aumentaban su consternación y sus lamentos. Cuando imponía las manos sobre la cabeza de la mujer, Zago chillaba, no entendía nada y gritaba: “Me están ensuciando la casa, dejas que entre luz, ¡me estropeas la casa!”. Yo le decía que la luz es hermosa, pero él gritaba: “¡No! Las tinieblas son mi casa”. Afirmaba estar en la cabeza de la mujer. “¿Por qué estás en la cabeza?”, le pregunté, a lo cual respondió: “Desde la cabeza se controla todo el cuerpo”. La imposición de manos lo enfurecía. La mujer tenía un pequeño bulto en la cabeza y Zago me aseguró que se lo había provocado él. Su marido confirmó que el bulto había aparecido de repente, muchos años atrás. Al principio la familia se alarmó, pero los análisis revelaron que no era nada preocupante.

A menudo, yo soplaba sobre el cuerpo de la mujer, como signo sensible del soplo del Espíritu Santo, y ella se debatía y gritaba: “¡El viento arde!”. También se quejaba cuando la bendecía con agua bendita. Estas reacciones furiosas terminaban en cuanto el demonio se iba, al final del exorcismo. Durante las primeras sesiones, intentamos meter una botella de agua bendita para que la mujer la bebiera, pero fue inútil: la botella siempre permanecía vacía.

Las amenazas del demonio se iban multiplicando, porque la mujer había empezado a rezar. Desde el día de su boda, sólo había entrado en la iglesia ocasionalmente y a regañadientes, y había dejado de rezar. El demonio mimaba a la mujer, y hacía que escuchara música clásica durante horas. “¿Por qué música clásica?”, pregunté, y me contestó: “Porque a ella le gusta”. Además, se le aparecía como un joven rubio, pues sabía que a ella le gustaban los hombres rubios. De día le susurraba frases dulces y la mujer solía decir que se sentía bien con él, cuando, en realidad, lo que ocurría es que se había aislado de su entorno y vivía en su propio mundo.

Durante los exorcismos, cuando ya no aguantaba más, el demonio se alejaba. Entonces la mujer salía del estado de trance y pregunta qué había ocurrido y qué había dicho. No recordaba nada; únicamente se sentía cansada y dolorida, como si le hubieran dado una paliza. Una vez forcejeó mucho y yo, sin querer, le di un golpe en la cabeza con el hisopo. Le hice un chichón, pero ella no se dio cuenta; sólo después del exorcismo se lo tocó y sintió dolor.

Tras los exorcismos, la mujer veía al demonio deambulando por la habitación o el jardín y advertía que ya no estaba dentro de ella. Pero, al cabo de un rato, empezaba a sentir de nuevo su presencia en el interior. En una ocasión, al concluir el exorcismo, no lográbamos abrir la verja automática. La mujer salió y vio que el diablo se había interpuesto entre el mando a distancia y la verja. Con una sola bendición, la verja se abrió.

Ese verano fui de acampada al monte con los chicos de la parroquia, pero, una vez a la semana, regresaba a la ciudad para hacer el exorcismo. Cuando me veía, la mujer, ya en trance, me decía: “¿No estabas en el monte? ¿A qué has venido?”. Y proseguía con sus amenazas. Cuando terminó la acampada, volví a exorcizarla de nuevo todos los días. La fuerza y la arrogancia del demonio disminuían progresivamente, por eso la mujer lo invocaba: “Satanás, no me abandones. Satanás está aquí, entre nosotros. ¡Ayúdame, Satanás!”.

A partir del mes de julio empezó a decir que se iría. A principios de agosto dijo que se marcharía la víspera de la Asunción: “Cuando tú saques a tu monigote (la estatua de la Virgen), yo me iré”. Discretamente, le pedía a la comunidad que rezara y ayunase y anuncié que la víspera de la Asunción se produciría un gran milagro. Logré que la mujer, acompañada de su marido y un amigo, esperara en un punto del recorrido de la procesión. Al ver pasar a la Virgen, gritó mucho y se desmayó. (continuará)

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