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jueves, 23 de junio de 2011

Las donaciones a la Orden: IIIª parte


Desde la encomienda de Barcelona concluimos el apartado dedicado a las donaciones y patrocinios recibidos por los templarios.

Para ello hemos seleccionado el siguiente texto, el cual lo hemos extraído del libro “The Knights Templar” de la historiadora y especialista en la Orden del Temple, Mrs. Helen Nicholson.

Desde Temple Barcelona, esperamos que este apartado nos haya ayudado a entender mejor el por qué fueron admirados y a la vez envidiados por la Cristiandad.

La relación que mantenían las órdenes militares con papas y reyes les acarrearía constantes críticas, en uno y otro sentido. El hecho de que estuvieran al margen de la jurisdicción episcopal encrespaba a los obispos; el privilegio que tenían de excluir a sus propios arrendatarios de ciertos aspectos de la jurisdicción episcopal y de la Corona provocaba todavía más irritación. Los templarios colocaban una cruz en la casa de su arrendatario en cada distrito que estaba exento del pago de tributos reales, y los asociados de la orden que vivían en su propio domicilio colocaban cruces en sus viviendas para indicar que estaban al margen de la jurisdicción episcopal. Los hospitalarios, que disfrutaban también de esos privilegios, hacían lo mismo. Durante el proceso de la Orden del Temple en Inglaterra uno de los cargos imputados a los hermanos que fue objeto de una mayor atención por parte de los testigos no templarios fue que la orden denigraba la cruz, delito que incluía la mala utilización del símbolo de Cristo al colocarlo en casas que no estaban autorizadas para ostentarlo.

La aversión que sentía Matthew Paris por el Temple y el Hospital de San Juan se debía en parte a la relación que mantenían estas órdenes con el rey Enrique III, por quien el cronista no profesaba admiración alguna y cuya política desaprobaba. Del mismo modo, las críticas que lanzaban Guillermo de Tiro y Walter Map contra las dos órdenes militares en parte tenían su origen en los vínculos que mantenían ambas con el papado y en el hecho de que no tenían por qué confiar en esos príncipes para seguir existiendo y contar con su protección, tales críticas fueron imposibles de evitar.

Sin embargo, los papas y los monarcas también lanzaron críticas contra las órdenes militares por faltar a su vocación o no servirlos adecuadamente. Desde los tiempos de Alejandro III, el papado no dejó de amonestar a los hermanos de ambas órdenes por abusar de sus privilegios. En 1207, el papa Inocencio III reprendió a los templarios por abusar de sus privilegios durante los interdictos. Cuando se cerraban todas las iglesias como castigo espiritual a una comunidad, los templarios tenían autorización para oficiar los servicios en sus capillas, pero no podían permitir la entrada de ningún intruso. Podían también abrir una vez al año las iglesias sometidas a interdicto para rezar en ellas y recoger limosnas para Tierra Santa. El problema residía en que admitían la entrada de intrusos en sus capillas y en que abrían las iglesias sancionadas más de una vez al año. También dejaban que cualquiera colectara las limosnas en su nombre, sin comprobar sus credenciales, permitían el ingreso indiscriminado en sus confraternidades, incluso el de delincuentes, asesinos o adúlteros conocidos, y no obedecían las órdenes de los legados pontificios. Las críticas de Inocencio no sólo iban dirigidas a los templarios: se quejaba de los hospitalarios en términos parecidos, y también lanzó graves acusaciones contra los cistercienses. Su deseo era reformar dichas órdenes religiosas porque anhelaba mejorar la espiritualidad de la Iglesia para que ésta pudiera combatir la herejía con mayor eficacia y consiguiera recuperar los Santos Lugares.

A medida que avanzó el siglo XIII los papas fueron preocupándose más por las disputas de las órdenes militares y en cómo llevaban a cabo la defensa de los Santos Lugares. Gregorio IX se quejaba en marzo de 1238 de que habían llegado a sus oídos noticias de que los templarios no estaban defendiendo eficazmente las rutas de los peregrinos (de hecho se había firmado una tregua por aquella época en virtud de la cual los templarios no podían atacar a los musulmanes). En 1278, el papa Nicolás III (1277-1280) se dirigió por carta a la Orden del Temple, a la del Hospital de San Juan y a la de los caballeros teutónicos. En su misiva les decía que los hermanos, más que todos los otros “hijos de la luz” (cristianos), tenían que estar firmemente determinados a limpiar Tierra Santa de la contaminación (los musulmanes), pues se les había encomendado muy en especial la defensa de aquella zona. Para que no se les achacara ninguna culpa, los instaba a volver su atención a Dios y Su tierra. De no hacerlo, él mismo se encargaría de castigarlos. Probablemente el sumo pontífice se estuviera refiriendo a la participación de las órdenes en varias disputas de los estados cruzados, aunque también pasaba por alto las necesidades económicas y de personal de esas instituciones religiosas para poder combatir eficazmente al infiel. El propio papa estaba absorbido por la situación política de Italia y no hacía nada para enviar ningún tipo de ayuda a las órdenes. A diferencia de Gregorio IX, que estaba verdaderamente interesado en promover la causa de los cristianos latinos en Tierra Santa, Nicolás III parece más preocupado por alejar toda crítica de su persona.

Las quejas de Enrique III acerca de los privilegios de los templarios y los hospitalarios de las que tenemos noticia, no son más que un reflejo de las que, según se cuenta, formuló también su tío Ricardo I. Roger de Howden refería que el famoso predicador Fulco de neuilly reprendió a Ricardo por sus pecados, y le aconsejó casar a sus tres hijas, la soberbia, la avaricia y la lujuria. El monarca aprovechó con astucia la alegoría y la dirigió contra la Iglesia, aduciendo que podía casar a la soberbia con los templarios, a la avaricia con los cistercienses y a la lujuria con los obispos. En resumen, que la Iglesia pusiera en orden su casa antes de criticarlo a él. Como durante su cruzada Ricardo valoró mucho a los templarios por su caballerosidad y sus cualidades militares, resulta curioso verlo aquí calificados como miembros del clero, aunque la acusación de soberbia se ajustaba particularmente bien a su condición de caballeros.

También se suscitaban críticas cuando los gobernantes entraban en conflicto unos con otros. Si los templarios eran fieles servidores del papa, el rey de Francia y del rey de Inglaterra, ¿qué debían hacer cuando estos tres poderes se enfrentaban, como ocurrió durante el pontificado de Inocencio III, por ejemplo? Los hermanos decidían qué príncipe debía tener la preeminencia, pero entonces corrían el riesgo de acarrearse las iras de los otros. O podían optar por servir a los tres con la esperanza de preservar su neutralidad. Ésa fue la política adoptada cuando Inocencio III entró en conflicto con Felipe II de Francia y con el rey Juan de Inglaterra. Anteriormente, en otra ocasión, no les salió tan bien la jugada. En 1158, Enrique II de Inglaterra y Luis VII de Francia firmaron una alianza en virtud de la cual acordaron el compromiso matrimonial de Margarita, hija de Luis, todavía una niña de corta edad, y del mayor de los hijos vivos de Enrique, llamado también Enrique, a la sazón de tres años, para que se casaran en cuanto tuvieran edad suficiente. La dote de Margarita (el conjunto de bienes y derechos que debía aportar al matrimonio) sería el Vexin, la zona fronteriza en disputa entre el ducado de Normandía, perteneciente a Enrique (que además de rey de Inglaterra, era duque de Normandía), y los dominios de Luis. Como era habitual, Margarita fue enviada a vivir con sus futuros suegros. Luis se quedaría con el Vexin hasta que tuviera lugar el casamiento. En 1160 se renegociaron los términos del acuerdo y los castillos fueron entregados a los templarios, considerados neutrales por ambas partes. Sin embargo, a finales de aquel mismo año Enrique celebró la boda de Margarita y su hijo, y los templarios le entregaron los castillos. Luis se vengó expulsando de Francia a los templarios en cuestión: se trataba de los hermanos Osto de Saint-Omer, antiguo maestre del Temple en Inglaterra, Ricardo de Hastings, que ocupaba este mismo cargo por aquel entonces, y Roberto de Pirou, futuro comendador de Temple Hurst. Roger de Howden explica que los tres caballeros se presentaron ante Enrique, que los recibió con los brazos abiertos y los recompensó. En las crónicas del reinado de Enrique, los hermanos Osto y Ricardo aparecen mencionados a menudo entre los integrantes del séquito real. Aunque se suponía que su orden debía permanecer neutral en las disputas entre los monarcas cristianos, pusieron su lealtad en primer lugar al servicio de su rey “natural”.

Al principio, el papado y los distintos monarcas escogieron a los templarios como servidores de confianza debido a su piedad y su dedicación a la causa de la Cristiandad. Pero el ponerse al servicio del pontífice y de los reyes, los recursos de la orden dejaron de destinarse a la defensa de la Cristiandad. Así, por ejemplo, los templarios de Oriente perdieron los servicios del sabio y prudente Amaury de la Roche. Es más, el hecho de servir a los papas y a los reyes hizo que la orden se viera envuelta en asuntos políticos que acarrearon el descrédito de los hermanos. Valga a modo de ejemplo el odio que sentía Mattew Paris por el hermano Godofredo el Templario, servidor de Enrique III de Inglaterra. Y cuanto más se implicaron los templarios en el servicio de papas y reyes, más empeñada se vio su imagen de caballeros piadosos y devotos. Los templarios se apoyaron en la protección y el patrocinio de pontífices y reyes, circunstancia que contribuyó al aumento de la riqueza y la influencia de la orden, pero que al final resultaría funesta para ella. (fin del apartado)

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