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miércoles, 14 de septiembre de 2011

El Temple destruido: Iª parte.


Desde la encomienda de Barcelona abordamos nuevamente un nuevo apartado dedicado a saber el por qué la Orden del Temple fue “eliminada” del poder político, social y económico de la época.

Para ello hemos seleccionado un nuevo texto del novelista Piers Paul Read de su obra “The Templars” donde nos proporciona de una manera magistral su visión de los hechos en base a testimonios de esa fogosa época.

Desde Temple Barcelona deseamos que su contenido os atrape en el tiempo.

¿Por qué los miembros de la más formidable fuerza militar del mundo occidental fueron a la muerte, en palabras de Pedro de Bologna, “como ovejas al matadero”? Una de las razones fue sin duda la avanzada edad de la mayoría de los Templarios que vivían en Francia. Después de servir un tiempo en Oriente, muchos habían regresado a Europa para ocupar puestos en la administración. Los caballeros más jóvenes fueron enviados a Chipre: en 1307, más del setenta por ciento de la fuerza templaria había sido reclutada en los últimos siete años.

En Chipre se preparaban para la acción militar: habían peleado con los sarracenos por Tortosa y esperaban una invasión de la isla por parte de los mamelucos.

La bula del papa Clemente V por la que se ordenaba el arresto de los Templarios en toda la cristiandad, Pastoralis praeeminentiae, llegó a Chipre en noviembre de 1307. El gobernante de facto en ese momento era el hermano del rey Juan, Amaury, a quien los Templarios habían respaldado cuando tomó el poder en agosto de 1306. Las órdenes del Papa ponían a Amaury en una situación incómoda. Estaba en deuda con aquéllos y, como casi todos en Chipre, seguramente consideraba falsas las acusaciones; sin embargo, tampoco quería desafiar al Papa ni tener de enemigo al rey Felipe de Francia. Por lo tanto, ordenó a sus oficiales proceder contra los Templarios, comandados por su mariscal, Ayme de Oselier.

Tras una cierta resistencia inicial, los Templarios finalmente se rindieron, y ochenta u tres caballeros, y treinta y cinco sargentos fueron puestos bajo arresto domiciliario. Sus propiedades fueron embargadas, pero los oficiales no lograron encontrar el grueso del tesoro. No se celebró ningún juicio hasta mayo, cuando llegaron a la isla dos jueces designados por el Papa. Ninguno de los acusados admitió los cargos. Se tomó declaración a testigos ajenos a la Orden, entre ellos dieciséis caballeros, el senescal de reino, Felipe de Ibelin, y el mariscal del rey, Reginaldo de Soissons. La mayoría de ellos había apoyado al rey Enrique II en contra de Amaury y, por lo tanto, podía esperarse que mostraran cierta animosidad hacia los Templarios, pero todos sus testimonios fueron a favor. Felipe de Ibelin, que fue el primer testigo, consideró que era solamente el secretismo que rodeaba a los Templarios lo que conducía a la sospecha de delitos. Reginaldo de Soissons ratificó que los Templarios creían en los sacramentos y que siempre habían celebrado sus ceremonias religiosas correctamente.

Un caballero, Jaime de Plany, fue categórico en su defensa de los Templarios, recordándole a la corte que habían derramado su sangre por Cristo y la fe cristiana, y que eran hombres tan buenos y honestos como los que se podían encontrar en cualquier orden religiosa. Percival de Mar, un genovés, contó que un grupo de Templarios, tomados prisioneros por los sarracenos, prefirió morir antes que traicionar su fe. Aunque testigos menores aludieron a la reserva del ingreso de los Templarios y a la avaricia de la Orden, no adujeron nada que los involucrase en blasfemia ni herejía. Un sacerdote, Lorenzo de Beirut, dijo que había escuchado las confesiones de sesenta Templarios y que no podía declarar nada en contra de ellos. Se desprendía de otros testimonios que muchos Templarios se confesaban con dominicos, franciscanos y sacerdotes seculares y no necesariamente con sus propios capellanes.

El único testigo entre los latinos de Chipre que testificó en contra de los Templarios fue Simón de Sarezariis, el prior del Hospital de San Juan, pero sin aportar ninguna evidencia sólida; aludió meramente a conversaciones que había mantenido en el pasado con personas no identificadas. Con esa única excepción, los nobles testigos testificaron todos a favor de los Templarios, pese a ser partidarios del rey Enrique II.

El papa Clemente V consideró inaceptable ese resultado, y ordenó un nuevo juicio a cargo del legado papal en Oriente, Pedro de Plaine-Cassagne, obispo de Rodas, que se celebró después del asesinato de Amaury y la restauración de Enrique II, en el verano de 1310; aunque no se conservan las actas, parece que se impusieron los imperativos políticos del Papa: las crónicas registran que el mariscal Ayme de Oselier y muchos de sus compañeros Templarios murieron mientras se hallaban encarcelados en la fortaleza de Kerynia.

En Italia, los procesos contra los Templarios variaron según las lealtades políticas de los gobernantes involucrados. Carlos II de Nápoles, primo del rey Felipe el Hermoso, hasta donde se sabe por las pocas declaraciones conservadas, obtuvo las confesiones requeridas, presumiblemente gracias al uso de la tortura. En los Estados Pontificios la tortura también produjo algunas confesiones de negación de Cristo, ofensas a la cruz y adoración de ídolos; pero, en general, la inquisición itinerante conducida por el obispo de Sutri arrojó resultados mezquinos. En Lombardía, muchos de los obispos apoyaron a los Templarios, y algunos fueron lo bastante valientes como para confesarlo. Los obispos de Ravena, Rímidi y Fano no pudieron encontrar evidencia de culpa en los pocos Templarios llevados ante ellos. En Florencia confesaron seis de diez Templarios tras haber sido torturados.

En Germania, _Burchard –el arzobispo de Magdeburgo- atacó rápidamente a los Templarios, entre ellos el preceptor germánico Federico de Alvensleben. En Trier, un concilio provincial de la Iglesia convocado por el arzobispo no encontró ninguna prueba contra la Orden. Un grupo de veinte Templarios armados, conducidos por el preceptor de Grumbach, Hugo de Salm, interrumpió en Mainz un concilio similar, presidido por el arzobispo Pedro de ASpelt. El intimidado arzobispo fue obligado a escuchar su queja: a los miembros de la Orden no se les estaba dando una oportunidad justa de defenderse, y aquellos que insistían en su inocencia eran quemados. Hugo de Salm también sostuvo, como prueba milagrosa de su inocencia, que los hábitos blancos de los Templarios no ardían con el fuego.

En una audiencia posterior, el hermano de Hugo de Salm y preceptor del Rin, Federico, se ofreció a demostrar la inocencia de la Orden mediante un juicio por ordalía. Dijo que había servido en Oriente con Jaime de Molay y que lo conocía como “un buen cristiano, tan bueno como es posible serlo”. Otros testigos confirmaron la obra caritativa de los Templarios; entre ellos, un sacerdote dijo que, durante una hambruna, la preceptoría de Maistre había dado de comer a mil pobres cada día. Al final de la audiencia, el arzobispo dictaminó a favor de los Templarios llevados ante él, una decisión que disgustó al Papa.

Fuera de Francia y Chipre, la presencia templaria más significativa se hallaba en España, particularmente en Aragón, donde la Orden había desempeñado un papel importante en la reconquista de tierras ocupadas por los moros. El rey venía reduciendo desde hacía un tiempo los enormes privilegios y sustanciales donaciones que databan de los días heroicos de la Reconquista. De hecho, aunque la Orden todavía tenía considerables posesiones en Aragón, se había visto afectada por la necesidad de enviar fondos a la Orden en Siria y Palestina y por las demandas de los reyes aragoneses. Si bien seguía funcionando como banco, el Temple estaba endeudado.

A mediados de octubre de 1307, el rey Jaime II había recibido una carta de Felipe IV de Francia enumerándole las iniquidades de la Orden Templaria y aconsejándole confiscar sus propiedades y detener a sus miembros, al igual que Felipe había hecho en Francia. El monarca aragonés se mostró incrédulo y le escribió una carta en respuesta a Felipe el Hermoso:

“Los Templarios han vivido de hecho de una manera elogiable como hombres religiosos hasta ahora en estas partes, de acuerdo con la opinión común, y ninguna acusación de error en su creencia ha surgido aquí todavía; por el contrario, durante nuestro reinado nos han brindado fielmente un gran servicio en todo lo que les hemos requerido, para eliminar a los enemigos de la fe.” (continuará)

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