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martes, 22 de enero de 2013

Los milagros del Padre Pío




Desde la encomienda de Barcelona retomamos el apartado destinado a conocer la vida del Padre Pío, y la capacidad que tenía para obrar milagros y realizar conversiones al catolicismo. Hoy veremos cómo, personas que no saben lo que desean, se decantan por buscar significado a su existencia fuera de la Iglesia. Pero no queremos extendernos más y pensamos que es mejor que os recreéis con su lectura.

Desde Temple Barcelona sabemos que después de leerlo, no os dejará indiferentes.

Del padre al hijo

Nacido en el seno de una familia protestante, Federico Abresch brindó el testimonio de su conversión en los años treinta a Alberto del Fante, otro antiguo laico tan rabioso como él, enemigo acérrimo de todo lo sobrenatural, a quien aludiremos de nuevo muy pronto.

Más tarde, María Winowska tuvo oportunidad de conocerle también durante su visita a San Giovanni Rotondo.

El caso de Federico Abresch recuerda a los ya relatados al principio por Gianna Vinci y Joaquín Hernández, sólo que al revés; es decir, fue esta vez la conversión del padre la que abrió al hijo el insospechado horizonte de su alma. Enseguida veremos por qué.

Federico Abresch llegó a San Giovanni Rotondo en 1928. Había oído hablar de un fraile estigmatizado que hacía milagros. La curiosidad morbosa, unida al ánimo supersticioso de que pudiese curar a su esposa, pendiente de una delicada operación que podía impedirle ser madre, le condujeron finalmente hasta allí.

Aun siendo protestante por nacimiento, Federico Abresch acabó abrazando el catolicismo por estricta conveniencia social. La religión constituía sí para él una simple máscara ante los demás. Huía del dogmatismo como del sacrificio. Amaba, por el contrario, las ciencias ocultas, el espiritismo. Cayó incluso en las garras de la magia y, más tarde, en las de la teosofía; temas sobre los que poseía una de las mejores bibliotecas privadas de su tiempo.

Entretanto, para no contrariar a su piadosa mujer, se acercaba de vez en cuando a los sacramentos sin ninguna convicción.

Con semejante bagaje espiritual aterrizó aquel hombre en San Giovanni Rotondo. ¿Qué sucedió entonces?

Él mismo lo relataba así, de su puño y letra:

“El primer contacto con el Padre Pío me dejó frío. Me habló secamente y con brevedad; sin el cariño que yo esperaba de él tras un viaje tan largo y penoso. Pese a todo, decidí confesarme.

Apenas me arrodillé, dijo que había callado pecados mortales en confesiones anteriores y quiso saber si procedía de buena fe. Yo le contesté que la confesión era par mí una acertada institución social, en cuyo carácter sacramental no creía. Luego, sin saber por qué, añadí: ‘Pero ahora, Padre, creo’. Él permaneció en silencio un instante, tras el cual, con una expresión de indecible dolor, me dijo: ‘Estaba usted en la herejía y, por tanto, todas sus comuniones han sido sacrílegas. Es necesario que haga una confesión general. Examine a fondo su conciencia y recuerde su última confesión bien hecha. Jesús no fue tan misericordioso con Judas como lo está siendo con usted…’ Clavándome una mirada gélida, añadió: ‘Sia lodato Gesú et Maria…’ [Alabados sean Jesús y María].”

El penitente permaneció un rato en la sacristía, consternado y meditabundo, mientras las palabras del confesor resonaban en su conciencia:

“Recuerde su última confesión bien hecha…”.

Recordaba, en efecto, que había sido bautizado de nuevo sub conditione tras convertirse al catolicismo. Poco después, hizo una completa confesión en la que manifestó todos los pecados cometidos desde la infancia.

Dejemos ahora al protagonista que prosiga con su relato:

“Mi cabeza era una partida de ajedrez cuando el Padre Pío volvió a la sacristía: ‘Con que…¿desde cuándo?’ –inquirió.

“Comencé a balbucear algo, pero él me cortó en seco: ‘Está bien; usted se confesó bien a su regreso de la luna de miel. Abandonaremos pues todo lo anterior y comencemos desde entonces”.

“Yo estaba más muerto que vivo. Pero él no me dejó más tiempo para reflexionar. Con una nitidez y precisión sorprendentes, fue enumerándome todas las faltas acumuladas en tantos años. Me dijo incluso la cifra exacta de misas a las que había faltado. Recapitulados todos mis pecados mortales, valoró su gravedad y añadió en un tono que jamás olvidaré: “Lei ha sciolto un inno a Satana, mentre Gesú nel suo sviscerato amore si e rotto il collo per Lei” [Usted cantaba himnos a Satanás mientras que Jesús, en su entrañable caridad, se ha sacrificado por su amor].

“Recibida la absolución, me sentí tan feliz y ligero que me parecía tener alas”.

A Federico Abresch le faltó tiempo para llevar a su esposa enferma a San Giovanni Rotondo.

Una vez allí, la señora Abresch mantuvo el siguiente diálogo con el Padre Pío:

-Padre, los tres doctores que he consultado coinciden en que debo operarme. Dígame usted qué puedo hacer…

-Pues haga lo que le dicen los médicos –repuso, diplomático, el capuchino.

La mujer rompió a llorar; luego, más calmada, añadió:

-¡Pero Padre, si hago eso no podré tener hijos nunca!

-Entonces, nada de hierros, niente ferri –advirtió él, levantando la mirada al Cielo-… Quedaría usted malparada para toda la vida.

La señora Abresch dejó luego constancia escrita de su precioso testimonio, igual que su marido. Dice así:

“Regresé a Bolonia llena de alegría y esperanza. Desde aquel día, en efecto, cesaron mis hemorragias y desaparecieron para siempre todos los demás síntomas de mi enfermedad. Cuando, al cabo de dos años, mi marido visitó de nuevo al Padre Pío, éste vaticinó que tendríamos un niño. Cuál fue mi sorpresa al recibir este telegrama de San Giovanni Rotondo, que conservo en mi poder: ‘¡Felice più che mai, prepara corredo bimbo! [“¡Nunca fuiste más feliz, prepara la canastilla!]. Un año después, efectivamente, tuve un bebé. Fue un parto sin dolor pese a los pronósticos de los médicos, cuyo consejo abandoné bastante antes de mi embarazo. Tanto mi marido como yo, somos ahora felices, inmensamente felices.”

Más tarde, el propio Federico Abresch proclamó entusiasmado a María Winowska, en San Giovanni Rotondo: “¡Ese niño es hoy sacerdote!... ¡El Padre Pío lo había vaticinado!”.

Sin duda, las oraciones de sus padres influyeron decisivamente en aquella maravillosa vocación.

¡Qué inmenso poder el de la comunión de los santos!


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