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viernes, 5 de marzo de 2010

Italia: ¿Satélites artificiales en el siglo XVII?


Desde la encomienda de Barcelona, hemos encontrado interesante recuperar un texto del escritor e investigador español, Javier Sierra, publicado en su libro “En busca de la Edad de Oro”. En él se trata un tema misterioso que está relacionado con un cuadro del pintor italiano del siglo XVII, llamado Ventura Salimbeni, donde el autor del mismo, plasma en su cuadro dedicado a la Eucaristía, a Jesús a la izquierda, a Dios Padre a la derecha y entre ellos, situado en el centro, un objeto muy parecido a los satélites artificiales que pusieron en la órbita terrestre la ex Unión Soviética y los Estados Unidos a mediados del siglo XX.

¿Estamos ante una prueba evidente de que se puede viajar a través del espacio-tiempo, o sólo se trata de una mera coincidencia?

Cuadro pintado en el año 1600 titulado, Glorificación de la Eucaristía.

Deseamos que su lectura sea de vuestro agrado.

¿Y si los extraordinarios conocimientos astronómicos, cartográficos y arquitectónicos de nuestros antepasados obedecieran a su hoy olvidada capacidad de adelantarse a su tiempo? ¿No sería factible pesar en una estirpe de “supersacerdotes” capaces de proyectarse en las brumas del tiempo y tomar de sus “visiones” datos efectivos sobre esos saberes que hoy tanto nos asombran? ¿Heredaron esa capacidad de algún “dios instructor” hoy mitificado?

Tan atrevidas elucubraciones me asaltaron durante algún tiempo, especialmente en el invierno de 1993, después de un sorprendente viaje de investigación a Italia.

No me resisto a narrar algunas de las cosas que entonces viví y que, a pesar del tiempo transcurrido, conservan aún intacta toda su frescura y su poder de provocación.

En aquella pequeña aldea de Montalcino, su iglesia con aspecto de fortaleza logró sobrecogerme. Enclavada en el corazón de la próspera ciudad vinícola, a cuarenta kilómetros escasos de Siena, la iglesia de San Pedro alberga aún –expuesta a los ojos de quien quiera verla- una de las más desconcertantes pinturas que existen en el mundo. De hecho, no hay mucho más que ver allí. Una visita al lugar se reduce a pasear por los restos de su fortaleza de 1300, paladear su excelente vino local, el Brunnello, y admirar el cuadro que me atrajo hasta allí.

Ningún otro objeto, lienzo o legado documental de los que he examinado en mi particular búsqueda de pruebas que demuestren la existencia de alteraciones –a veces de siglos- en el continuum espacio-temporal, es tan claro como la tela que me proponía visitar aquel febrero de 1993.

No daré más rodeos. Diseñada originalmente en el año 1600 por el artista sienés Ventura Salimbeni (1567-1613), la composición pictórica de Montalcino recoge una escena singular: nueve personajes, ataviados con trajes eclesiásticos de la época, aparecen alrededor de una custodia rodeada por un aura amarillenta, casi sobrenatural. La custodia es, indiscutiblemente, el centro del lienzo. Sobre los prelados, y por encima de unas nubes grisáceas que dividen en dos el cuadro, se encuentra una representación clásica de la Trinidad, flanqueada por sendos querubines.

Esta obra no pasaría de ser una de tantas representaciones manieristas de los mundos celeste y terrestre, si no fuera por el insólito objeto que aparece en medio de los tres personajes divinos que copan el protagonismo de esta obra.

A primera vista parece un simple objeto azulado que bien podría representar el globo terráqueo. Pero examinando con más detenimiento se aprecia que semejante interpretación es errónea. La existencia de al menos tres líneas longitudinales a lo largo de la curvatura de la extraña esfera y una banda central a modo de “cinturón” recuerdan poderosamente al aspecto de las junturas que presentaría una bola de metal.

No menos sorprendentes so, por cierto, las dos extremidades en forma de antenas, asidas por las divinas figuras de Dios Padre y Dios Hijo, y “enroscadas” –pues eso parece- en la parte superior de la esfera. Su aspecto es idéntico al que presentaban las antes de comunicación de cualquiera de los primeros satélites de comunicaciones. Y más concretamente de un Sputnik soviético o de un Vanguard estadounidense.

¿Demasiada imaginación?

La conclusión, en cualquier caso, no es mía. Roberto Cappelli, un agradable profesor de enseñanza primaria de Montalcino, del que tenía vagas referencias a través de antiguas revistas ufológicas, fue el responsable de haber hecho saltar a la fama esta obra de arte. Lleva casi treinta años estudiando y terciando en polémicas sobre el significado de esta tela, y pese a su previsible cansancio, cuando me entrevisté con él hizo gala de una energía envidiable para llegar al fondo del enigma.

-Hace ahora más de dos décadas- me asegura en un recoleto restaurante cercano a “su iglesia”-, durante la celebración de una ceremonia religiosa en la parroquia de San Pedro, me fijé en el cuadro de Salimbeni y particularmente en su parte superior. Me llamó tanto la atención que decidí subir con unas escaleras hasta el objeto que aparece en el centro del cuadro. Se trata de una esfera similar a las que se encuentran en cuadros de la misma época, salvo que ésta presentaba un par de antenas que impedían que la interpretáramos como una imagen del mundo o una figuración de la Sagrada Forma. Además –acaba precisándome-, da la impresión de que las “antenas”, vistas de cerca, están enroscadas a su “chasis”.

Cappelli había observado bien. Después de nuestro frugal almuerzo, me acompañó hasta el lienzo para describirme minuciosamente todos los detalles.

Fue ahí cuando los años de contemplación del cuadro se dejaron notar. “Es una profecía en pintura”, susurró al entrar en la fresca y vacía nave de la iglesia de San Pedro. Su convencimiento de que la misteriosa esfera del altar no puede ser sino uno de los primeros satélites geoestacionarios de manufactura terrestre, representado con tres siglos y medio de antelación, deja sin aliento a sus críticos más encarnizados. Que los tiene, claro.

Uno de ellos, otro profesor italiano llamado Alberto Piazzi sostiene que el misterio de la esfera de Montalcino queda reducido a una simple representación pictórica de la Tierra, y que las dos antenas no son sino cetros estilizados que pretenden transmitir al observador el mensaje del dominio absoluto que la Trinidad ejerce sobre nuestro planeta.

Curiosamente, el único punto en el que convergen ambos profesores en sus discusiones es en lo extraño de la pequeña protuberancia circular que aparece en la parte inferior izquierda de la bola. La lógica más elemental vuelve a dar la razón a Cappelli, a pesar de que pueda escandalizar a los que defienden la existencia de un tiempo que discurre sólo hacia delante. Y es que, para mi sorpresa, Cappelli tenía razón en uno de sus asertos: el satélite norteamericano Vanguard (especialmente el Vanguard II, lanzado por la NASA en febrero de 1959) poseía una protuberancia en forma de tubo idéntica en el mismo lugar de su caparazón metálico.

En el caso del Vanguard, se trataba del protector del objetivo de una cámara fotográfica de alta resolución. La coincidencia de la posición relativa de ambas protuberancias y la existencia de las “antenas”, tanto en la esfera de Salimbeni como en los Vanguard y Sputnik, no obedecían a la casualidad, según Cappelli.

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