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martes, 13 de marzo de 2012

La Sábana Santa: la conexión templaria


Desde la encomienda de Barcelona recuperamos el apartado destinado a conocer la faceta más destacada de la Orden del Temple durante la Edad Media.

Para ello hemos seleccionado un nuevo texto de la paleógrafa italiana Barbara Frale, recogido de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde nos recuerda episodios históricos sobre los templarios.

Desde Temple Barcelona estamos seguros que su contenido os será enriquecedor.


El misterioso ídolo de los templarios (II)

5 Los cofrades del glorioso baussant

La fundación de la orden templaria se remontaba a los inicios del siglo XII. En los años inmediatamente posteriores a la Primera Cruzada, un caballero francés llamado Hugo de Payens, señor de un feudo cercano a la ciudad de Troyes y vasallo del conde de Champaña, había reunido a varios compañeros en la ciudad de Jerusalén en cuanto ésta quedó nuevamente en manos cristianas y había fundado una confraternidad de militares laicos que vivían como legos junto a los canónigos del Santo Sepulcro. En 1119, una banda de saqueadores sarracenos masacró un convoy de peregrinos cristianos en viaje a los Santos Lugares. El acontecimiento tuvo enorme repercusión: incluso en las lejanas landas de Occidente, la sociedad cristiana se sintió conmovida por la suerte de aquellos indefensos viajeros que habían sido asesinados. A las autoridades del reino de Jerusalén les preocupaba cada vez más un problema que terminaría por ser crónico en la historia de Tierra Santa: las tropas de las que se disponía para montar una defensa eficaz eran completamente insuficientes, y por eso la población vivía bajo la continua amenaza de ataques. Tal vez como consecuencia de la tragedia que se había consumado el año anterior; en 1120 Hugo de Payens y sus compañeros asumieron ante el patriarca de Jerusalén el compromiso de combatir en defensa de los peregrinos cristianos. Tras su voluntaria renuncia al bienestar de su condición social y la adopción de la pobreza como señal de conversión para expiar sus pecados, los caballeros legos de Hugo de Payens se dieron el nombre de “conmilitones pobres de Cristo”; vivían de las limosnas de la población y vestían ropas de desecho resultado de la beneficencia.

Unos años más tarde, el grupo se hizo más grande y llegó a sumar una treintena de personas; ya fuera porque eran demasiadas para continuar junto a los canónigos en la basílica del Sepulcro, ya porque el rey de Jerusalén había intuido la potencialidad de la confraternidad y decidió tomarla bajo su protección, lo cierto es que los conmilitones pobres de Cristo” fueron a vivir a un ala del palacio que el soberano usaba como residencia. El edificio se levantaba junto a unas ruinas que se tenían por los restos del antiguo Templo de Salomón, por lo que la gente comenzó a llamarles militia Salomonica Templi o también milites Templi, y luego más comúnmente templarii.

Hugo de Payens y sus compañeros habían hecho los tres votos monásticos –de pobreza, obediencia y castidad- ante el patriarca de Jerusalén; aunque sin la ordenación sacerdotal, incompatible con la práctica militar que caracterizaba su misión, formaban una especie de confraternidad al servicio del Santo Sepulcro y habían encontrado en la Iglesia una dignidad igual a la de tantísimos monjes que, sin haberse consagrado sacerdotes, vivían su existencia de penitencia y de oración en los conventos de las diversas órdenes religiosas. Quizá fuera precisamente esta vocación especial de los templarios lo que sugirió la estrategia futura al rey de Jerusalén Balduino II: si la confraternidad se convertía en una orden propiamente dicha de la Iglesia de Roma, con todas las exenciones y privilegios correspondientes, el nuevo ente quedaría a cubierto de toda posible instrumentalización. Se convertiría en una gran medio para la defensa de Tierra Santa.

El proyecto afrontaba muchas dificultades: en la milenaria historia del cristianismo, el oficio de las armas nunca había sido bien visto, y algunos de los antiguos Padres de la Iglesia llegaron a considerar la profesión militar directamente como un acto de ofensa a Dios. Para resolver ese problema se consultó al místico más importante de la época, Bernardo de Claraval, quien, según algunos investigadores, tenía vínculos de parentesco con la familia de Hugo de Payens; en una carta dirigida a él, el rey de Jerusalén le habría solicitado que patrocinara el nacimiento de la nueva orden y que estudiara para ella una regla especial en la cual el servicio de Dios “no se hallara en conflicto con los clamores de la guerra”.

En 1126 o 1127, Hugo de Payens dejó Oriente y fue a Europa para presentar las virtudes de su proyecto a los diversos señores feudales y buscar nuevos apoyos. Se reunió incluso con el famoso abad, que hasta aquel momento se había mostrado sordo a sus ruegos; tal vez entonces, después de mantener una conversación personal con el máximo responsable de la confraternidad religiosa y oír de su boca las dificultades por las que pasaban los cristianos en Jerusalén, Bernardo reconsideró la propuesta del soberano. Se dio centa de que la actividad militar de estos frailes, si se limitaba estrictamente a la defensa de los peregrinos y de otros cristianos desarmados, podía darse por buena e incluso muy útil para el reino de Tierra Santa. A partir de ese momento, el abad trabajó con todo el peso de su autoridad en la fundación de la nueva orden. Bernardo expuso su gran entusiasmo por el nuevo proyecto en un tratado titulado Elogio de la nueva milicia, en el que se consideraba al caballero templarios como un guerrero santo. Además, implicó también a otras grandes personalidades religiosas de su época, como el anciano y venerado Esteban Harding, que había redactado las reglas de importantes fundaciones monásticas, y logró incluso el visto bueno del Papado a través del apoyo de Aymeric de Borgoña, jefe de la Cancillería Pontificia y brazo derecho del papa Honorio II. Gracias a su valioso patrocinio, en enero de 1129, durante un concilio ecuménico celebrado en Troyes, el legado apostólico, cardenal Matteo d’Albano, confirió la aprobación pontificia a la nueva orden de la milicia templaria y aprobó su regla en nombre del papa. Un reciente y bello libro de la historiadora Simonetta Cerrini ilustra con mucha claridad el espíritu auténtico de la regla templaria y el contexto de su aprobación.

Los cofrades del Temple vivían en comunidad, apartados del mundo, y dividían su tiempo entre la plegaria y el servicio de las armas en defensa de la población cristiana. Estaban organizados en dos niveles jerárquicos principales: los milities, aquellos a los que se les habían investido caballeros, que vestían de blanco en señal de pureza y perfección, y los suboficiales (servientes), que debían contentarse con hábitos oscuros y se dedicaban esencialmente al trabajo. El favor popular y la protección de los gobernantes hicieron de la orden una institución poderosa, condición que se acrecienta con el tiempo merced a sus inmunidades especiales: en 1139 el papa Inocencio II, discípulo de San Bernardo, otorgó a los templarios un privilegio titulado Omne Batum optimum, que echaba las bases de la independencia de la orden respecto de toda autoridad, laica o eclesiástica, y que posteriormente, potenciado por otras concesiones, la convirtió en una entidad completamente autónoma, tan sólo sometida a la persona del papa.

En 1147, el papa Eugenio III decretó que el hábito de los templarios se agregara una cruz roja como signo distintivo, en recuerdo de la sangre que los hermanos guerreros vertían en defensa de la fe. En síntesis, en la nueva orden se adoptó el principio de ora et labora, que regulaba la vida de todos los monasterios benedictinos, pero en este caso el trabajo manual de los frailes del Temple se materializaba en la actividad militar. Apenas treinta años después de su fundación, la orden conoció un crecimiento tal que fue necesario dividir sus instalaciones en varias provincias y el desarrollo continuó a lo largo de todo el siglo XII. En efecto, poco antes de 1200, el Temple ya estaba presente en toda la cuenca del Mediterráneo, de Europa del Norte a Sicilia y de Inglaterra a Armenia, con centenares de propiedades entre fortalezas, encomiendas y bienes raíces de distinto tipo. Las provincias fueron puestas bajo el gobierno de un superintendente general, llamado visitador, que tenía precisamente la tarea de visitar las diversas regiones del mundo templario, con el fin de informar luego al gran maestre y al Capítulo General de la orden, que se reunía una vez al año; a finales del siglo XIII había incluso dos visitadores, uno para Oriente y otro para Occidente. Además de ser admirados por su reputación de héroes de la fe y envidiados por las riquezas y la multitud de privilegios de que su orden era objeto, los templarios tenían también un notable carisma religioso en la sociedad de su tiempo, pues se tenía a sus autoridades por grandes expertos en el reconocimiento de las auténticas reliquias, de las que la orden poseía una ingente colección. Es legítimo preguntarse sobre qué base la gente de la época habría llegado a semejante convicción, o bien cómo hacían los templarios para distinguir la autenticidad de estos objetos. Sin duda, tenían en su favor el profundo conocimiento del mundo oriental, en el que la orden había nacido; pero, según algunas fuentes, parece que los sacerdotes de la orden usaban las reliquias de Jesús porque su poder sagrado reforzaba el efecto de la oración durante los exorcismos.

Los guerreros del Temple se encuadraban en una férrea disciplina militar que a la hora de la lucha los convertía en un contingente compacto con gran capacidad de coordinación; a las dotes militares se sumaban un gran espíritu de cuerpo, que la normativa trataba de estimular por todos los medios, y la aplicación de un código de honor muy estricto, que no toleraba excepciones. El estandarte era el glorioso pendón llamado baussant –porque estaba dividido en una parte blanca y otra negra-, que simbolizaba el orgullo y la excelencia del Temple. Junto a los combatientes de la otra gran orden religiosa militar, la de los hospitalarios, constituían la parte fundamental del ejército cristiano en Tierra Santa, pero entre una y otra orden había una diferencia importante: mientras que el Temple había nacido como una institución religiosa destinada exclusivamente a la defensa militar de Tierra Santa, el Hospital de San Juan en Jerusalén había sido originariamente una confraternidad para la cura de los peregrinos enfermos y sólo más tarde se había transformado también en orden militar para ayudar a la defensa del reino.

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