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martes, 8 de mayo de 2012

El misterioso ídolo de los templarios (II)



Desde la encomienda de Barcelona reprendemos el apartado destinado a esclarecer algunas sombras de la historia de la Orden del Temple.

Para ello, hemos seleccionado con un nuevo texto de la paleógrafa italiana Barbara Frale, extraído de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde se centrará en los argumentos acusatorios que utilizó Felipe el Hermoso y sus compinches para deshonrar al buen nombre de los caballeros templarios.

Desde Temple Barcelona os invitamos a seguir descubriendo la vida de estos heroicos paladines de Cristo.


  1. La arcana presencia

Las últimas investigaciones realizadas sobre los documentos del proceso contra los templarios han permitido aclarar muchos aspectos al demostrar, entre otras cosas, que el efecto tan destructivo que tuvo el teorema acusatorio de Felipe el Hermoso se debió a que se apoyaba en cierto fondo de verdad: determinadas acusaciones, como la de renegar de Cristo, el hecho de escupir sobre la cruz y los besos indecentes derivaban de hechos reales oportunamente falseados y adaptados con el fin de que pudieran ser presentados como pruebas de herejía. Unos años antes de atacar al Temple, el rey de Francia había introducido secretamente en la orden unos espías para recoger informaciones sobre todo lo que pudiera servir para perjudicarla; luego un grupo de juristas de la corona, bajo la dirección de Guillaume de Nogaret, trabajaron sobre esas informaciones y levantaron un castillo de acusaciones en toda regla: estos hábiles técnicos del derecho partieron de unos pocos puntos básicos y, mediante el empleo de la deducción, como se hace en matemáticas cuando se quiere construir un teorema, extrajeron de ellos ciertas verdades. No es exagerado decir que Nogaret y sus colegas edificaron el “teorema de la herejía templaria”. La técnica elegida fue la de las medias verdades: toda acusación que se quería demostrar estaba ligada a un hecho verdadero, desagradable o en todo casos condenable, pero cometido sin intenciones pecaminosas; en los interrogatorios, los templarios admitían el hecho en sí y por sí mismo, por ejemplo, que se los había obligado a renegar de Jesús, y luego negaban la acusación asociada, la de que no creían en Cristo: pero a estas alturas su posición se mostraba poco creíble. Exactamente el mismo esquema de deducción se empleó para argumentar que los templarios habían dado masivamente la espalda a Cristo para entregarse al culto de un ídolo misterioso.

La acusación partía de un hecho material y evidente: los templarios llevaban sobre la túnica un cordoncillo de hilo de lino. Era algo que no se podía negar, porque todo el mundo lo veía, además de que su existencia estaba contemplada incluso en el capítulo de los estatutos templarios que regulaba la vestimenta de los frailes. Los templarios sabían que este cordoncillo tenía un valor simbólico, no práctico, y hasta tenían la obligación de no quitárselo nunca, ni siquiera por la noche, cuando dormían; pero ignoraban su significado preciso. Apoyándose en este dato indiscutible, el uso del cinturón de lino, el objeto tenía en realidad un valor perverso: se aprovechaba el hecho de que la mayoría de los templarios ignoraba la función de aquella prenda para afirmar que el cinturón había sido puesto en contacto con un objeto diabólico, un oscuro y misterioso ídolo con forma de cabeza de hombre de barba larga. De acuerdo con la acusación, los templarios declinaban a ese ídolo liturgias especiales, sólo abiertas a los grandes dignatarios, ceremonias solemnes en las que era adorado, besado y se le ponía en contacto con los cordoncillos que luego se distribuían a todos los frailes de la orden. El cinturón de lino era un objeto muy banal que en sí mismo no tenía nada que pudiera servir para difamar a los templarios; pero era algo que afectaba a la orden en su totalidad, a todos y cada uno de sus miembros. El ídolo, en cambio, era absolutamente exclusivo de los niveles más altos de la jerarquía y sólo podía servir para atacar a éstos. Al afirmar que los cordoncillos de los templarios habían sido “manchados” por el contacto con el ídolo oscuro, Nogaret hacía recaer la sospecha de idolatría en cada uno de los frailes del Temple, “contaminados” por el ídolo, aunque sin saberlo, a causa de aquel cinturón que llevaba permanentemente puesto.

Es indudable que, de todos los golpes que se asestaron a los templarios, el de herejía era el más tenebroso, y no resultaba asombroso que semejante sugerencia inspirara a tantos novelistas; sin embargo, es curioso que esta acusación no fuera el caballo de batalla de Nogaret en el proceso, que no fuera su arma principal, sino una especie de pequeño corolario agregado a modo de coda a otras acusaciones: en su documento de denuncia, Felipe el Hermoso especificaba con claridad que sólo una pequeñísima parte de los templarios estaba al corriente del ídolo. ¿Por qué se produjo tal incoherencia? La respuesta es simple; la acusación, que había construido su teorema sobre bases sólidas con las afirmaciones recogidas por los “topos” durante cerca de diez años, sabía bien que los tres actos de indecencia del rito de ingreso eran prácticas comunes en todas las encomiendas de la orden. Todos o casi todos los templarios podían ser inducidos con amenazas u otros métodos a admitir hechos pertenecientes a la vida cotidiana en el Temple, hechos que había que manipular e instrumentar. En cambio, la existencia del ídolo y su culto, fuera lo que fuese, era una cuestión exclusiva de la élite, por lo cual la esperanza de obtener alguna confesión a ese respecto resultaba harto dudosa.

El rumor relativo al misterioso objeto parecía muy tentador para Nogaret, porque le permitiría montar una semejanza muy eficaz para escandalizar al papa: así como Moisés había descubierto con ira y dolor que en su ausencia los hebreos habían abandonado el culto del Dios único y se habían fabricado un vellocino de oro, así también habría de recibir el papa Clemente V la prueba de que los templarios, a pesar de su pertenencia a una orden religiosa, adoraban en secreto a un ídolo extraño del que estaban poseídos. Pero esto chocaba con la gran dificultad de que únicamente los dignatarios del más alto rango del Temple tenían conocimiento de ese ídolo y, en consecuencia, se preveía que a duras penas se obtendría un número mínimo de confesiones.

El objetivo de Felipe el Hermoso era conseguir la disolución de la orden, y para eso necesitaba convencer al papa de que la totalidad del cuerpo templario estaba infectado de inmoralidad y herejía: al rey no le servía de nada que sólo se condenara a sus máximas cabezas, que serían destituidas y luego reemplazadas; lo que buscaba era la incriminación masiva, idónea para pedir al papa la extinción total de la orden. Un escaso número de confesiones, por muy impresionantes que fuesen, no resultaba valioso para la acusación: aun cuando se encontraran  diez o veinte templarios dispuestos a admitir que practicaban la brujería e invocaban a los demonios, eso no habría servido para nada, porque de inmediato se habría hecho pasar la circunstancia como un defecto (si bien gravísimo e imperdonable) de los reos confesos y sólo de ellos. Así las cosas, la Inquisición procedería a condenar exclusivamente a los culpables. Pero lo que Nogaret y Felipe el Hermoso necesitaban eran grandes números, debían asestar golpes tal vez no tan graves, pero que estuvieran tan extendidos en la orden como para poder afirmar que sería muy difícil hallar un templario inmune a esos males. A tal respecto, el rito militar de ingreso iba como anillo al dedo, la existencia de la ceremonia secreta con sus gestos tan ofensivos para la religión cristiana era ideal. Se sabía que ese ritual, si bien con formas muy distintas, era una práctica común, razón por la cual era posible que casi todos los miembros de la orden admitieran haber realizado al menos alguno de esos actos culpables, como abjurar de Cristo o escupir sobre la cruz; y puesto que la praxis jurídica de la época no era aficionada a las sutilezas, en la confusión general producida por el escándalo se podía fácilmente sostener que la orden estaba toda ella afectada por tendencias anticristianas.

El ídolo era un detalle muy tentador, pero muy poco consistente. El pueblo oía misa en las iglesias de los templarios, veía rezar a los hermanos de la orden, comunicarse y seguir todas las liturgias habituales sin ningún tipo de ídolos. Asignar al culto del ídolo un lugar destacado en el teorema de la acusación era desaconsejable porque se corría el riesgo de que todo el castillo pareciera fundado en meras calumnias. Como brillante abogado que era, Nogaret prefirió insistir en las acusaciones con mayores probabilidades de ser confirmadas por los frailes de la orden y redujo la cuestión del ídolo a la simple condición de un detalle oscuro, espeluznante; por eso dejó perfectamente claro en la acusación que la gran mayoría de los frailes desconocía esa imagen. Como se preveía, el resultado que se obtuvo en relación con la brujería fue muy pobre, unas escasas descripciones muy contradictorias que, pese a todo, los estrategas de Felipe el Hermoso trataban de impregnar de tintes sombríos.

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