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martes, 22 de mayo de 2012

El misterioso ídolo de los templarios (II)



Desde la encomienda de Barcelona recobramos el apartado configurado para acabar con las mentiras y tergiversaciones históricas referentes a la Orden del Temple.

Por ese motivo, hemos elegido un nuevo capítulo de la paleógrafa italiana Barbara Frale, extraído de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde recogerá ideas para delatar al mentiroso y condenado rey francés, Felipe el Hermoso.

Desde Temple Barcelona estamos deseosos de continuar desenmascarando a los personajes que mancharon el respetado nombre de los templarios.

10   Un mosaico de fragmentos

El análisis de los documentos no deja dudas: sólo una pequeña, una pequeñísima minoría de los templarios que compadecieron en el proceso estaba en condiciones de decir algo acerca de este objeto fantasmal, e incluso una gran parte de esta pequeña minoría sólo se refirió a él porque había oído a otros fabular acerca del mismo, es decir, sin tener una experiencia directa y personal de él. Es muy poco en comparación con la casi totalidad de los testimonios, que no dicen absolutamente nada del ídolo. Sobre 1.114 deposiciones realizadas por los templarios en el curso del proceso, únicamente 130 contienen al menos alguna referencia al ídolo, pero la gran mayoría de estos testimonios se limita a confirmar lo que la acusación sugería: es evidente que se trata de admisiones debidas a la tortura o a otras formas de violencia. Las declaraciones que tienen al menos alguna información sobre el ídolo son tan sólo 52, lo que representa el 4,6%. Por lo menos en lo que esto respecta, Felipe el Hermoso decía la verdad: sólo poquísimos frailes de la orden estaban al tanto de esa cuestión, frente a la gran mayoría que no tenía la más mínima idea, y podemos considerar plausible el dato, ya que no cabe duda de que los inquisidores y los juristas del rey no carecían precisamente de medios de persuasión. Estos escasísimos testimonios, -verdaderos “mirlos blancos”, si se me permite la expresión- no describen un mismo e idéntico objeto, sino que, por el contrario, los detalles que dan de él son completamente diferentes. Creo que todo esto ha desalentado a los estudiosos de llevar a cabo investigaciones científica en este terreno. En realidad, ante la gran variedad de formas que confiere al conjunto el aspecto de un gran batiburrillo de cosas dichas como al azar, se siente la tentación de mezclarlo todo sin haber distinciones y etiquetar un bloque estas descripciones como trágicas mentiras debidas a la tortura.

Para complicar aún más las cosas, algunos frailes prestan testimonio varias veces en el curso del proceso, pero sus afirmaciones cambian de una indagación a otra por diversos motivos, que a menudo sólo podemos intuir (la tortura, la promesas de premios, la voluntad de vengar alguna injusticia de la que se ha sido objeto, etc.). Un caso paradigmático es el del fraile Raoul de Gisy, preceptor de la encomienda de Latigny y encargado de recaudar los impuestos reales en el condado de Champaña: este personaje pasó de una primera versión muy impresionante de los hechos, según la cual había visto al menos siete veces al ídolo, que presentaba la imagen de un demonio, a otra completamente distinta, de acuerdo con la cual sólo lo había visto una vez y no tenía ni idea de qué era en realidad. La explicación reside en el hecho de noviembre de 1307, bajo la “presión” de Guillaume de Nogaret y del inquisidor de Francia, en el interrogatorio realizado al día siguiente de su detención ilegal, cuando el rey inventaba a toda velocidad pruebas gravísimas contra los templarios para justificar ante el papa su detención en contravención de los derechos de la Iglesia; en cambio, el segundo testimonio tuvo lugar el 5 de enero de 1312 en una indagatoria realizada por la comisión de obispos, cuando ya el papa se había hecho cargo de la conducción del proceso y los interrogatorios estaban rodeados de mayores garantías.

El historiador puede sentirse desorientado, como le ocurre al arqueólogo cuando, una vez abierto el yacimiento de una antiguo vertedero, se encuentra ante millares de pequeñísimos fragmentos de vasos de estilo, material y colores diferentes mezclado al azar, que deberá identificar y recomponer con todo cuidado. No obstante la diversidad de sus disciplinas, el método para poner orden en el caos y llegar a un conocimiento suficientemente válido es el mismo: trabajar con paciencia de cartujo separando en distintos grupos todos los fragmentos del mismo tipo e ir a la vez descartando los materiales extraños que no sirven, los auténticos detritos que han ido a parar allí por pura casualidad.

Con una cuidadosa lectura de las circunstancias en las que se produjeron los interrogatorios de los frailes logramos distinguir algunas verdades, que nos serán muy útiles para comprender muchas cosas acerca del proceso contra los templarios. Sabemos, por ejemplo, que en ciertos casos los templarios fueron interrogados una primera vez, pero que los inquisidores no se sintieron satisfechos con sus testimonios porque habían negado casi todos los cargos de la acusación. Antes de dar por válidas esas declaraciones, mandaban someterlos a tortura, luego se les daba tiempo para reflexionar y finalmente se los interrogaba otra vez: en esta oportunidad, sus confesiones, condicionadas con detalles que los torturadores consideraban satisfactorios, eran escuchadas y registradas. Sabemos además que el proceso pasó por varias fases, y estas fases difieren mucho entre sí en cuanto a los métodos y la buena fe con que se realizaban los interrogatorios; por tanto, las informaciones que los investigadores deseaban obtener eran muy distintas según los momentos y los lugares: quien preguntaba podía condicionar de manera decisiva las respuestas.

La cuestión del ídolo es una de las más complejas porque era la acusación que más se prestaba a que se le atribuyeran connotaciones fantásticas, en parte por la violencia y en parte por la sugestión –poderosísima, lo que nunca debe subestimarse- que surgió por doquier en el oscuro clima del escándalo. Superado el primer impacto, más bien desconcertante, se aprecia con claridad que detrás de todas estas descripciones del ídolo sólo hay cinco tipos de objeto que se repiten una y otra vez, aunque son detalles ligeramente distintos. Tres de ellos son objetos empleados para el culto, cosas al fin y al cabo similares a muchas otras que los fieles del Medievo veían todos los días en las iglesias: un busto-relicario, una pintura sobre tabla y, por último, el retrato de un hombre en forma bastante extraña e indefinida. No cabe duda de que el hecho de que los templarios venerasen esos retratos en secreto provocaba en los investigadores la imperiosa necesidad de saber quién era el hombre representado, pero la mera presencia de estas imágenes en las iglesias de la orden no era suficiente para sostener la acusación de herejía. Sin embargo, a ello se prestaban perfectamente los otros dos tipos de objetos, porque eran cosas capaces de ejercer un poder de sugestión enerote sobre la mente del hombre medieval: el que la acusación consiguiera encontrar alguno en las encomiendas templarias y llevarlo ante el papa tal vez habría bastado para lograr rápidamente la condena de la orden entera. El primero de estos supuestos “ídolos” que se trató de hacer describir a los frailes bajo interrogatorio era un retrato de Mahoma, que se presentaba como prueba de que los templarios habían traicionado la fe cristiana pasándose secretamente al islam; el segundo era una imagen monstruosa o directamente diabólica, útil para sostener que los templarios se habían entregado a la brujería.

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