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jueves, 15 de noviembre de 2012

Conociendo a Jesucristo: El período patrístico




Desde la encomienda de Barcelona, deseamos ofreceros un importante debate que mantuvo a la Iglesia dividida a la hora de discernir la figura de Nuestro Señor Jesucristo. Para ello, hemos vuelto a recuperar un texto del teólogo protestante J.R. Porter, donde hemos seleccionado un capítulo de su obra “Jesus Christ”, el cual intenta sobresaltar qué puntos fueron de vital importancia para comprender la naturaleza de Jesús.

Desde Temple Barcelona estamos convencidos que su lectura os envolverá.

Icono conmemorativo del primer Concilio de Nicea

Desde el siglo I d.C. hasta alrededor de la mitad del siglo V, la Iglesia estuvo inmersa en un continuo debate sobre la naturaleza, el carácter y el significado de la figura de Jesús. Los grandes filósofos que participaron en este debate son conocidos como los “Padres de la Iglesia” (del latín Patres Ecclesiae; y su época de actividad como el período patrístico.

La cuestión clave a principios del período patrístico era la relación de Jesús con Dios. ¿Cómo podían reconciliarse las afirmaciones del Nuevo Testamento que implicaban la divinidad de Cristo con la creencia judía en un solo Dios aceptada por la mayoría de los cristianos? Los apologistas, un grupo influyente de escritores del siglo II que defendían el cristianismo frente a los ataques de paganos y judíos, percibían a Jesús como la Sabiduría de Dios o el Hijo de Dios, pero sobre todo como la Palabra creativa (del griego Logos) que “estaba con Dios” y “era Dios” (Jn 1, 1).

El logro de los apologistas fue el presentar a Jesús idéntico aunque distinto de Dios, más como la figura de la Sabiduría en Proverbios 8 y Sirácide (Eclesiástico) 24. Pero en este punto de vista había dos frentes. Algunos monoteístas estrictos sostenían que Jesús el Logos era simplemente un hombre en el que descansaba el poder de Dios, o que se trataba de uno de una sucesión de “modos operativos” temporales (no externos o preexistentes) de parte del único Dios. Otros, como Arrio de Alejandría (h. 250-336 d.C.), afirmaban que Jesús no podía denominarse Dios apropiadamente, porque había sido creado por Dios como todas las demás cosas del universo, aunque Jesús era la primera y más grande criatura y el agente a través del cual se había hecho todo lo demás. Arrio apuntó dos pasajes de las Escrituras que parecían apoyar su punto de vista de que el Logos era, en efecto, un ser creado y por lo tanto subordinado al Padre (por ejemplo, Prov 8, 22; Jn 14, 28; Si 24, 8).

La doctrina de Arrio, arrianismo, provocó una crisis en la Iglesia, en gran parte porque los enemigos de Arrio no consiguieron rebatir de forma concluyente que la salvación universal no era la obra de un ser sobrenatural distinto del Padre, sino la revelación del propio Dios en la vida de Jesús (2 Co 5, 19). Desafortunadamente para los seguidores de la cristología del Logos tradicional, todos los pasajes de las Escrituras utilizados para apoyar su doctrina podían interpretarse también desde el punto de vista del arrianismo.

Finalmente, el arrianismo se condenó por hereje en un gran concilio eclesiástico celebrado en Nicea, en Asia Menor (325 d.C.), en el que la Iglesia asentó la fórmula ajena a las Escrituras de que Jesús era “de una sustancia con el Padre”, es decir, compartían el mismo ser esencial. Esta fórmula fue incorporada al Credo de Nicea, la declaración fundamental de la creencia cristiana, y más adelante se convirtió en la doctrina ortodoxa de la Iglesia.

Jesús como Dios y como Hombre

El segundo gran debate dentro del cristianismo en el período patrístico fue sobre los problemas surgidos por la Encarnación. Si Dios asumió naturaleza humana en el hombre Jesús, ¿cómo tendrían que verse la divinidad y la humanidad juntas en una misma persona? Arrio había utilizado las referencias en los evangelios a la debilidad humana de Jesús para argumentar que no había sido realmente de naturaleza divina. Así, algunos filósofos parecían confirmar la doctrina conocida como nestorianismo de que existían dos personalidades separadas en el hijo encarnado, una divina y la otra humana. De manera que los milagros de Jesús podían atribuirse a la primera y sus debilidades humanas a la segunda.

Los oponentes lo rebatieron con la afirmación de que Cristo tenía una única personalidad, pero que su naturaleza humana estaba limitada a la “carne”, mientras que el elemento divino, el Logos, sustituía a su alma o mente humana. Se objetó que, si esto fuera cierto, Jesús carecería de los elementos más característicos de los hombres y por lo tanto no podría ser completamente humano. A su vez, esto anulaba eficazmente el objetivo de la Encarnación: restaurar la verdadera naturaleza humana, perdida por la caída de Adán y Eva del Edén. Para citar una frase patrística clave, Cristo “se convirtió en lo que nosotros somos con el fin de que nosotros pudiéramos convertirnos en lo que él es”.

El debate alcanzó una resolución en el Concilio de Calcedonia, en el año 451 d.C. La Definición Calcedonia no explica cómo las dos naturalezas operan en un solo ser. Afirma que un cristiano tienen que creer en la realidad de Cristo, el cual es humano y divino: “uno y el mismo Cristo…reconocido en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin separación”.  

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