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martes, 20 de noviembre de 2012

Los templarios y la Sábana Santa




Desde la encomienda de Barcelona, seguimos con la segunda parte del apartado destinado a saber algo más sobre los elementos que pudo venerar la Orden del Temple. Para tal fin, hemos extraído un nuevo texto escrito por la paleógrafa italiana Barbara Frale, de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde nos pincela argumentos que como mínimo, hacen reflexionar.

Desde Temple Barcelona recomendamos su lectura.

Ecce homo!(III)

7. De carne y sangre: IIª parte

En lugar del Rey de los Reyes, lo que encontraron en Edesa fue el Hombre de los dolores. Nada podía estar más lejos de la gloria del emperador bizantino que aquella visión piadosa, que parecía el símbolo mismo de la humanidad vencida por el dolor y la muerte. Sin embargo, había en el mandylion algo inefable que las fuentes no nos describen, y eso fue lo que animó a los funcionarios a presentarse ante el emperador con el objeto tan radicalmente distinto de lo que se esperaba. Las fuentes que relatan su llegada a la capital contienen ciertos detalles curiosos, difíciles de entender en un primer momento: los hijos del emperador Romano miran la reliquia, pero no consiguen distinguir los detalles, mientras que su yerno Constantino Porfirogéneta, que heredará el trono, percibe enseguida todas las particularidades y experimenta una gran emoción.

¿Qué significa todo esto? Si este relato se refiere a la Sábana Santa de Turín, como sostiene Ian Wilson, parece muy fiable, porque como se sabe, la imagen del sudario tienen la curiosa propiedad óptica, ya señalada más arriba, de que sólo es visible si se lo mira de al menos dos metros de distancia, pero desaparece rápidamente cuando uno trata de acercarse a la tela. Mi impresión personal es que ha de haber algo más, es decir, que Constantino VII consigue ver la imagen porque es capaz de aceptarla tal como es: por alguna razón especial, a diferencia de tantos hombres de su tiempo y de tantos otros que lo habían precedido, logró captar el valor de un retrato de Cristo con los signos indudables del sufrimiento y de la muerte. Es seguro que el descubrimiento de la verdadera “identidad” del mandylion produjo una conmoción y planteó el delicado problema de justificar que la tradición lo hubiese ocultado siempre tras la apariencia de un simple retrato; pese a todo, Gregorio el Referendario apostó por su autenticidad porque estaba seguro de que el emperador lo recibiría con mucha satisfacción e incluso que descubriría la increíble novedad.

Romano I había tenido que luchar durante mucho tiempo contra los paulicianos y otros grupos heréticos que continuaban manifestándose en el territorio del imperio y aprovechando la cuestión religiosa para poner en tela de juicio la autoridad imperial. Los paulicianos y otras sectas del mimo tipo derivaban sus creencias de la antigua herejía del gnosticismo, que en los primeros siglos de la era cristiana había sembrado gran confusión doctrinal, sobre todo entre las iglesias de Oriente Medio. Pese a estar divididos en muchos grupos que respondían a distintos evangelios, los gnósticos tenían en común la convicción de que Jesús no había dio en realidad un hombre de carne y hueso, sino un puro espíritu, una especie de ángel aparecido en la tierra, pero que no tenía un cuerpo de carne, sino únicamente una apariencia humana. El Cristo era un símbolo y al mismo tiempo un mensajero celestial que se había manifestado en medio de los hombres para enseñarles cómo alcanzar el conocimiento de Dios (en griego, gnosis); y una vez cumplida su misión había vuelto a su dimensión originaria. Según los gnósticos, Cristo nunca se había encarnado, nunca había sufrido la Pasión, nunca había muerto y por tanto tampoco había resucitado. El emperador Romano I había comprendido que una lucha religiosa no se podía librar con la mera fuerza del ejército, sino que necesitaba también la confrontación en el terreno de las ideas. Ya el famoso mandylion del que hablaba la tradición podía ser útil para desmentir a los herejes, porque era un retrato realista del rostro de Cristo, mientras que ellos decía que Cristo nunca había poseído un verdadero cuerpo humano; este extraño, este inquietante objeto que llegaba de Edesa, sin embargo, lo mostraba bajo la forma de una naturaleza tremendamente humana, de un realismo doloroso e impactante. Poseer su sudario funerario con todos los signos de la Pasión, embebido incluso de la sangre surgida de su costado, era demostrar a todo el mundo la falsedad de la prédica de los herejes.

Gregorio el Referendario frecuentaba la corte de Romano I debido a sus tareas diplomáticas y seguramente conocía la naturaleza de la familia imperial. Era un diplomático y sabía de política: consideró que la reliquia podía ser también un arma poderosísima de lucha ideológica contra la proliferación de herejías y que al menos alguien de la familia de Romano I sabría apreciarla, sin duda. Fue un juicio perspicaz, pues en el curso de sólo unos meses el joven Constantino VII Porfirogéneta ascendió al trono de Bizancio y convirtió al mandylion en el objeto más venerado y celebrado de todo el imperio.

De hecho, justamente durante el larguísimo reinado de este hombre, el pensamiento religioso bizantino tuvo un desarrollo notable y puso en primer plano de la liturgia y de la teología la figura del Cristo sufriente, el cuerpo muerto y martirizado por la Pasión, mientras que anteriormente sólo había exaltado la de la Resurrección resplandeciente de gloria. También se introdujo un nuevo elemento de la liturgia, llamado epitàphios, un paño que llevaba la imagen recamada o pintada del Cristo en el sepulcro antes de la Resurrección, con las manos unidas sobre el pubis, exactamente como se ve hoy en la Sábana Santa de Turín. Es muy difícil, tal vez históricamente imposible, que este cambio fuera independiente de lo que acababa de descubrirse acerca de la verdadera naturaleza del mandylion. Lo que se veía en la tela cuando se la desplegaba produjo en los contemporáneos una impresión tan fuerte como para orientar la investigación teológica  en direcciones inexploradas, y tan poderosa como para cambiar la sensibilidad religiosa de un mundo. Bizancio descubría el crucifijo como la imagen de un hombre aniquilado por la violencia de otros hombres, desnudo, ensangrentado, la cabeza caída sobre el pecho y ya sin aliento. Durante siglos se lo había representado siempre con los ojos abiertos de un hombre vivo y el rostro sereno, sin la más mínima huella de dolor, a menudo hasta lujosamente vestido de color púrpura y una diadema de oro en la cabeza, en lugar de la Corona de Espinas. Durante casi mil años, los fieles habían venerado la absurda imagen de un emperador suntuosamente ataviado, majestuosos e impasible, que ha llegado a la cruz casi por azar; en el fondo, aunque sin incurrir en herejía, la idea de que el Elegido de Dios pudiera ser ajusticiado como un criminal era dura de oír. Ahora, en cambio, los teólogos contemplaban una dimensión nueva de la fe: los místicos se distinguían por su llanto sobre las heridas de Jesús.

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