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jueves, 22 de noviembre de 2012

Descubriendo a María Magdalena



Desde la encomienda de Barcelona volvemos a retomar el apartado diseñado para conocer a la enigmática María Magdalena. Para ello os hemos acercado un nuevo texto del teólogo catalán Lluís Busquets de su obra “Els evangelis secrets de Maria i de la Magdalena. La història amagada”, donde esta intenta aclararnos qué posición social tuvo la Magdalena tanto fuera como dentro del círculo cristiano que rodeó a Jesús de Nazaret.

Desde Temple Barcelona os invitamos a que disfrutéis de su lectura.

¿María Magdalena o María “la Grande”? Iª parte

Nos ha sido presentada como una discípula de Jesús –de las que le servían con sus bienes, como las desconocidas Susana y Juana, esposa de un funcionario de Antipas (Lc 8, 3). ¿Era una mujer rica, con posibles merced al negocio del pescado de Magdala? Avancemos desde ahora que, pese a haberse escrito mucha literatura a partir de este dato exiguo de Lucas, de la misma manera que queremos ser honrados al hablar de otras interpolaciones, ésta, aunque nos duela, porque deja a la Magdalena en una nebulosa original, para muchos expertos sería una interpolación más. Lucas inserta mujeres que abastecen de provisiones a los de Jesús durante los primeros tiempos de la predicación galilea, cuando eso muy posiblemente sucedió mucho más tarde, y él solo pudo verlo en lugares más urbanizados siguiendo a Pablo de Tarso. Este hecho de convertir a determinadas discípulas de Jesús en simples sufragistas de sus gastos solamente se halla en Lucas, y hoy se considera una proyección lucana al pasado de una época posterior en la que el cristianismo naciente era sostenido por protectores adinerados (sobre todo, protectoras). En este sentido opina King, que se basa en otros autores, especialmente en Jane Schaberg. Ésta asegura que la idea de Lucas de que las mujeres ricas estaban cerca de Jesús no tiene su origen en las tradiciones perdidas del movimiento del galileo y sus discípulos, sino en experiencias posteriores de la joven Iglesia de las ciudades del Imperio romano fuera de Palestina, que Lucas proyecta hacia atrás, a la época de Jesús (cf. Hch 16, 14s, 17, y 4.12).

Reparemos en que Marcos ni siquiera menciona a la Magdalena durante el ministerio de Jesús (aparece sólo cuando la crucifixión); para él, al menos, “no fue una de las personas importantes en la vida de Jesús, ni su seguidora más próxima y, todavía menos, la compañera de su vida o su amante; en cambio, Lucas, que escribe tres o cuatro lustros más tarde, consciente o no, es el primero en reducir el estatus de María Magdalena, y el de las mujeres en general, a papeles subordinados al de los hombres (¿misoginia?). Esta restricción del papel de las mujeres se puede probar por diversas razones: a) sólo otorga, de manera anacrónica, el título de apóstol a los Doce (Lc 6, 13) y al hecho de ser varón (Hch 1, 21); b) sólo él impone dejar a la esposa para seguir a Jesús (Lc 14, 25); c) a diferencia de Mc y Mt, las mujeres no son enviadas por el ángel a la Resurrección a anunciar nada a los discípulos; d) aunque lo hacen, no las creen y les dicen que deliran; e) al contrario que Mt y Jn, ninguna mujer recibe aparición alguna del Resucitado. Para Carmen Bernabé, profesora de Teología en Deusto, “parece evidente que Lucas proyecta en estas discípulas de primera hora la situación de las mujeres de su comunidad”. Sólo a los apóstoles y discípulos varones se les reserva el papel de ver al Resucitado, de responsabilizarse de la predicación del Evangelio y de acrecentar las iglesias; a las mujeres se las reduce a simples receptoras de curaciones (Lc 8, 2) y a convertirse en un mero respaldo financiero del movimiento de Jesús, un hombre dispuesto a cambiar el mundo, a transformar el opresivo reino del César (el Imperio Romano) en otra clase de mundo ideal, el del Reino de los Cielos. Pero, ¿qué podía motivar a la Magdalena a dejarlo todo para seguir a Jesús?

Los expertos también debaten este punto. Para los que consideran el de Jesús un movimiento apocalíptico, el galileo no era un reformador a largo plazo, aunque sus enseñanzas propiciaran cierta reforma social en la medida en que sus seguidores debían llevar a la práctica los valores del nuevo Reino; para otros, Jesús pretendía conseguir una sociedad igualitaria que reemplazara las estructuras jerárquicas, de modo que promovía una política de absoluta igualdad entre ambos sexos. Todo ello tenía su aliciente. A pesar de estos datos tan escasos en relación con las opresiones sufridas por la mujer judía, hay quien los toma como una de las escasas informaciones antiguas que permiten una indagación histórica y estudian la falta de libertad de una mujer como la Magdalena en una cultura androcéntrica como la suya y la de sus alrededores para definir cuál podía ser el atractivo liberador que podía encontrar en el mensaje de Jesús.

Debió de  haber un poco de todo. Jesús, como profeta apocalíptico, no podía ser un reformista social a largo plazo. Entre otras cosas, porque no había largo plazo. Los apocalípticos creían inminentemente la intervención de Yahvé, porque en el mundo había fuerzas cósmicas malignas, antagónicas a la divinidad, que empujaban a hombres y mujeres a actuar de maneras contrarias a la voluntad divina. Más que concebir el pecado como una mala acción individual, se entendía como una violación de los deseos de Dios en el mundo. Yahvé reharía el mundo de arriba abajo, inclusive la sede de su culto, el Templo de Jerusalén. Yahvé enviaría desde el cielo a alguien a quien Jesús denominaba “Hijo del Hombre”, que derribaría a los poderosos y enaltecería a los humildes. “Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado” (Lc 4, 11). Se planteaba como un cambio radical, urgente: “Yo os aseguro que entre los aquí presentes hay algunos que no gustarán la muerte hasta que vean venir con poder el Reino de Dios” (Mt 9, 1). La llegada de este nuevo Reino, pues, era inminente (ésta era la buena nueva, el Evangelio): “Yo os aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda” (Mc 13, 30). Es natural que algunos discípulos dejaran sus trabajos para seguirlo. Había que prepararse y llevar una vida de acuerdo con este nuevo Reino, reflejo de las virtudes de Dios –justicia, libertad, amor…-, donde no debía existir soledad (para ello había que visitar a viudas y huérfanos), ni hambre (para esto era necesario repartirse el pan), ni pobres (había que vender las posesiones y regalárselas a ellos), ni odio (la estima de los discípulos debía ser digna del nuevo Reino), ni demonios (los seguidores de Jesús los tenían que expulsar), ni guerras (había que trabajar por la paz)…

Entendámonos. Jesús, como hombre de su tiempo, por avanzado que fuera, no podía proclamar lo que hoy denominamos la igualdad de géneros o sexos ni establecer relaciones igualitarias en una sociedad altamente jerarquizada. A la hora de tener discípulos, de hecho, elige a hombres y no a mujeres. En el nuevo Reino de los Cielos que Yahvé debía instaurar, habría gobernantes como siempre los había habido en el pasado de Israel. El propio Jesús o los intérpretes que redactaron los Evangelios estaban convencidos, como en los viejos tiempos, de que los doce apóstoles elegidos por él regirían las doce tribus del nuevo pueblo de Dios:
‘Yo os aseguro que vosotros que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel’ (Mt 19, 28; Lc 22, 28ss).

Entonces, ¿qué atractivo entrañaba su mensaje para las mujeres? “Como apocalipsista judío, Jesús creía que los verdaderos seguidores de Dios serían reivindicados cuando el Señor llevara la salvación al mundo que había creado.” Este mensaje era absolutamente revulsivo y prometía un cambio radical en el que los oprimidos y los humildes serán liberados y enaltecidos. La mujer en general, y la judía en particular, por poca ambición que tuviera, se hallaba sometida por todas partes (primero, a los padres; después al marido) y no tenía escapatoria ni sabía dónde encontrar cobijo. De acuerdo con el mensaje de Jesús, las familias terrenales y sus valores opresivos quedaban atrás, tenían fecha de caducidad (“Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”: Mc 3, 35).


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