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viernes, 16 de noviembre de 2012

Los templarios y la Sábana Santa




Ecce homo!(III)

Desde la encomienda de Barcelona, volvemos a recuperar el apartado dedicado a indagar qué posibles objetos pudieron venerar los templarios. Para discernir esa cuestión, hemos recogido un nuevo texto escrito por la paleógrafa italiana Barbara Frale, de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde nos relata algunos detalles concernientes al mandylion.

Desde Temple Barcelona estamos convencidos que su lectura la encontraréis atractiva.

7. De carne y sangre: Iª parte

En 1997, el historiador romano Gino Zaninotto se percató de que un manuscrito griego de la Biblioteca Apostólica Vaticana que databa del siglo X se había conservado un discurso solemne escrito por Gregorio el Referendario, archidiácono de la basílica de Santa Sofía de Constantinopla encargado de las relaciones diplomáticas entre el emperador y el patriarca. Gregorio había ido personalmente a Edesa en la expedición de Juan Curcuas organizada en el 944 para recuperar el mandylion y había investigado en el archivo de la ciudad en torno a documentos antiguos que narraban la historia de la imagen; luego escribió la homilía en la que celebraba la importancia de la reliquia y contaba sintéticamente su historia. El relato del Referenciado estaba inédito –uno de los tantos tesoros ocultos que se guardaban en la Biblioteca pontificia- y fue publicado por el bizantinista André-Marie Dubarle en la especializada Revue des Études Byzantines.

Según el archidiácono Gregorio, la imagen es en realidad una impronta embellecida por las gotas de sangre que manaron del costado herido de Cristo: en la tradición precedente, el mandylion se describía generalmente como un trozo de lino de pequeñas dimensiones, del tamaño de una toalla, como su nombre indica, que llevaba únicamente la impronta del rostro de Jesús. Pero la homilía del Códice Vaticano griego 511 lo describe como una impronta que contenía el tórax con la señal de la lanza y el borbollón de sangre surgido de aquella herida; por tanto, era la imagen del cuerpo todavía con vida. De acuerdo con la tradición más antigua, el mandylion no tenía nada que ver con la muerte de Cristo: se trataba simplemente de su retrato en vida. Los primeros testimonios de esta leyenda hablaban de un intercambio de cartas entre Jesús y Abgar, rey de Edesa, un personaje que ha sido identificado como Abgar V el Negro; este soberano había oído hablar de la gran fama de Jesús como sanador, sabía que lo buscaban para matarlo y por eso le había enviado un mensajero para ofrecerle refugio seguro en su ciudad.

Eusebio de Cesarea, el cultísimo obispo que fue consejero espiritual de Constantino, incluyó el episodio en su Historia eclesiástica, pero sin ninguna referencia a la imagen. En realidad, eso podría haberse debido a una intervención del propio Eusebio, que seleccionó de la tradición únicamente lo que consideraba valioso y eliminó (o más sencillamente ignoró) lo que le parecía más difícil de compartir. Sabemos que el obispo de Cesarea se oponía férreamente al culto de las imágenes. Es famosa su carta a la emperatriz Constanza, quien, enterada de que ciertos grupos de cristianos poseían el retrato auténtico de Jesús Nazareno, había pedido al obispo que empleara su influencia para procurarle una copia. La respuesta fue un reproche seco y sin medias tintas:

Aun cuando declaras que no me pides la imagen de la forma humana transformada en Dios, sino el icono de su carne mortal, tal como era antes de su transfiguración, yo respondería: ¿no conoces el pasaje en el que Dios manda no realizar imágenes de nada propio de las alturas celestiales ni de esta tierra, aquí abajo?

Hoy, semejante actitud puede parecer demasiado intelectual, incluso antipática; pero hemos de ponernos en el lugar de estos personajes y observar atentamente la realidad de su época. Eusebio no era un incrédulo, por supuesto, pero era un gran teólogo antes que una persona muy devota: su preocupación fundamental era conjurar el peligro de la idolatría, riesgo que para los cristianos es gravísimo y está siempre al acecho. En el Imperio romano estaba muy difundida la costumbre de producir retratos realistas que representaban a los difuntos queridos, y las tablas que se han encontrado en la necrópolis de El Fayún, en Egipto, muestran que se buscaba que estos retratos fueran lo más parecidos posible al modelo: muchos de ellos están tan cuidados que parecen fotografías. En el monasterio de Santa Catalina, en el Sinaí, se conservan un par de espléndidos iconos de la época del emperador Justiniano (527-565) con la representación de Jesús y San Pedro, que derivan justamente de esta tradición del retrato romano de la era imperial. Que se trata de obras inspiradas en retratos realistas es evidente incluso para los profanos en la materia: el icono de Pedro tiene en su parte superior tres cornisas redondas en cuyo interior se encuentran los retratos de San Juan (representado como un muchacho de unos quince años), Jesús y María, cuyas facciones presentan un notable parecido entre sí. Desde los tiempos más antiguos los cristianos acostumbraban tener en la casa retratos de Jesús y también de Pedro y Pablo, pero Eusebio no lo aprobaba: en realidad, muchos cristianos eran antiguos paganos conversos recientemente bajo el estímulo de la política religiosa de Constantino, y tendían a venerar estas imágenes con la misma actitud con que hasta poco antes habían adorado los ídolos paganos. El cristianismo requería un cambio radical de mentalidad, del modo de ver el mundo, lo cual, naturalmente, no se podía lograr en unos meses. Entre tanto, hasta que los neófitos maduraran una conciencia verdaderamente cristiana, era más prudente romper por completo con todo lo que había formado parte de su viejo culto pagano. Sobre la base de este ponderado razonamiento, Eusebio prefería que no se tuviera ninguna clase de figuras realistas de Cristo, sino sólo imágenes ideales y simbólicas. Tal vez fue por ese mismo motivo que todo el arte cristiano de los siglos I-IV prefirió no retratar a Jesús, sino que lo presentó mediante símbolos (el pez, el ancla), o bien mediante personajes particulares que remiten a las parábolas (el Buen Pastor), o incluso como un joven dios Apolo, de una belleza ideal y despersonalizada, absolutamente ajeno al retrato de un hombre concreto.

En el año 400, la leyenda de Abgar apareció en una nueva versión en un texto de autor desconocido titulado Doctrina de Addai: según este relato, además de haber escrito una carta a Jesús, el rey Abgar le habría enviado un pintor, que consiguió hacerle un retrato de gran fidelidad, “decorado con marvillosos colores”, y cerca de cien años después, el historiador armenio Moisés de Koren se refirió al mandylion como a una imagen pintada en un lienzo de seda. En el curso del siglo VI, y en particular en la época en que Edesa fue conquistada por los persas, se empezó a hablar del mandylion no ya como el retrato de un pintor, sino como una imagen “acheropita”, es decir, no realizada por mano humana alguna, sino producida en virtud de un milagro. Según el historiador bizantino Evagrio, que vivió en aquella época, los habitantes de Edesa lo consideraban una reliquia de inmenso poder y lo habían usado en algunos ritos, gracias a los cuales se habían salvado del enemigo.

Sólo con la expedición del general Curcuas, bajo Romano I, en el año 943, y la posterior transferencia del mandylion a Constantinopla, la tradición del sudario comenzó a llenarse de referencias a la Pasión de Cristo. Eran referencias muy claras, y sin embargo hubo un intento de pasar sigilosamente sobre ellas con evidente perturbación: se había descubierto, con toda evidencia, que la imagen de Jesús en la tela era la imagen de Jesús difunto, un detalle de ninguna manera desdeñable y sobre el cual la tradición jamás había hablado.

Gregorio el Referendario y el general Curcuas habían llevado su ejército a Edesa dispuestos a traer a su tierra un retrato auténtico de Jesús que gozaba de inmensa fama. Naturalmente, lo que esperaban ver era una efigie del “Cristo Pantocrátor”, el poderoso Señor del Mundo que sonreía y bendecía a los fieles en el resplandeciente oro de los mosaicos de las paredes de las grandes basílicas; sobre la base de esa misma imagen se hacía representar el emperador de Constantinopla y en tiempos de Justiniano, pero también a Constantino se le habían rendido honores como vicario de Cristo en la tierra y de la misma dignidad que los apóstoles. Gregorio el Referendario y Juan Curucas esperaban ver el retrato de un rostro de belleza divina, un retrato de Jesús vivo, capaz de inspirar una majestad tan profunda que sólo pudiera emanar del Señor del Mundo y su inmediato subordinado, el emperador de Bizancio. En cambio, se encontraron ante la impresionante impronta de un muerto, el cadáver de un hombre crucificado y con todo el cuerpo atormentado por heridas. En el mandylion había sangre, y no una que otra gota, sino un borbollón enorme, visible como el que puede salir de un tórax lacerado. 

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