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martes, 27 de noviembre de 2012

Los milagros del Padre Pío



Desde la encomienda de Barcelona continuamos con el apartado dedicado a conocer la vida y obras del Padre Pío.

Para ello, hemos extraído un nuevo texto de D. José Mª Zavala de su libro “Padre Pío: Los milagros desconocidos del santo de los estigmas”, donde nos ofrece los milagros del santo de los estigmas, que realizó a diferentes personas, intercediendo para mayor gloria del Señor.

Desde Temple Barcelona, estamos seguros que con los relatos os emocionaréis.

Ver o no ver

Sin sufrimiento, tampoco había curaciones…

María Winowska, Leandro Sáez de Ocáriz, Francisco Sánchez-Ventura y otros tantos autores daban fe de un nuevo prodigio suyo con la niña Ana María Gemma di Giorgi, quien, pese a nacer ciega y sin pupilas, recobró la vista al comulgar de manos del Padre Pío el 18 de junio de 1947.

Años después, concluida la enseñanza secundaria, se vio a la joven pasear del bracete de su abuela por San Giovanni. Preguntado por su curación, el Padre Pío puntualizó: “No me mezcléis en ese asunto… no fui yo sino la Madonna”.

Pero dejemos a la protagonista, Ana María Gemma di Giorgi, que explique cómo empezó todo:

“Yo nací precisamente en la Nochebuena de 1939, noche santa que conmemora el nacimiento del Niño Jesús. Mis padres afirmaban que mis ojos estaban medio cerrados, pero no percibieron en ellos nada anormal. Fue a los tres meses, aproximadamente, cuando mi madre, mientras me bañaba, notó que mis ojos no reflejaban su imagen como en los otros niños; reparó entonces en que carecía de pupilas. Espantada, se precipitó con mi abuela en casa del médico, quien me llevó luego a dos especialistas que no dudaron en declararme ciega por falta de pupilas. Mi madre tenía entonces dieciocho años y, aunque bastante inteligente, no comprendía en su ingenuidad lo irremediable de mi mal. Mi abuela, en cambio, consciente de mi oscuro destino, comprendió que la única esperanza de curación dependía de un milagro del Cielo. Como tenía muy pocos meses, yo no me daba cuenta de lo que pasaba, por lo que ruego a mi abuela que continúe este relato, explicando cómo el Señor tuvo la bondad de concederme la vista por intercesión del Padre Pío de Pietrelcina.”

La abuela conoció entonces, por una monja, la existencia del Padre Pío.

Soñó con el fraile la noche siguiente y decidió escribirle a San Giovanni Rotondo, relatándole la odisea de su nietecita.

Entre tanto la religiosa, que ya había escrito al Padre Pío, recibió poco después una postal suya que decía: “Te aseguro que rezaré por la niña, pidiendo lo que más le convenga”.

Abuela y nieta se encaminaron finalmente a San Giovanni, donde tuvo lugar el prodigio, como ya sabe el lector. Los médicos aseguraron que, sin pupilas, la niña no podía ver. Pero lo cierto era que la pequeña veía perfectamente y consagró su vida a Dios, cambiando su nombre por el de Ángela de la Divina Misericordia.

Como ella, Grazia Siena, ciega de nacimiento, también recuperó la vista al cabo de veintinueve años por intercesión del Padre Pío.

El mismo fraile que medió en la curación de Gemma y de Grazia, optó en cambio por el más absoluto mutismo con el ciego Petruccio, a quien todo el mundo conocía en San Giovanni Rotondo en los años sesenta.

El Padre Pío, que amaba a Petruccio, le dijo un día:

-¡Tú sabes que hay muchos en el mundo que pecan por sus ojos…!

A lo que el pobre ciego repuso:

-Entonces, Padre: que el Señor tome los míos… Se los ofrezco por todos los pecadores.

Desde aquel día, el Padre Pío guardó a Petruccio como el más preciado tesoro para la expiación de las almas.

De muribundas, nada

Las curaciones provenían incluso del otro lado del Atlántico, como la de la Madre Teresa Salvadores, superiora del taller-escuela de la Medalla Milagrosa de la Ciudad de Montevideo, en Uruguay.

El converso Alberto del Fante recordaba que esta monja se debatía entre la vida y la muerte a principios de 1921. El informe médico era descorazonador: la paciente adolecía de una grave afección cardíaca, con lesión en las aortas, unida a otros gravísimos problemas gástricos originados por un cáncer de estómago que le carcomía las entrañas.

La religiosa no podía moverse de la cama si no era con ayuda de sus hermanas; tampoco toleraba ya  ninguna clase de medicamento, salvo las inyecciones de morfina que retardaban su agonía.

En noviembre de aquel año, la comunidad escribió al Padre Pío pidiéndole un milagro, mientras la enferma aguardaba ya resignada su final, habiendo renunciado incluso a la morfina.

La Providencia no tardó en actuar. Uno de aquellos días, las monjas recibieron la visita de una señora emparentada con monseñor Fernando Damiani, vicario de la diócesis uruguaya de Salto.

Damiani conservaba como oro en paño un tesoro traído de su reciente visita a San Giovanni Rotondo: uno de los guantes del Padre Pío.

La propia Madre Teresa Salvadores desvelaba lo que a continuación sucedió:

“Me pusieron el guante, primero al lado de donde tenía una hinchazón tan grande como un puño; luego en la garganta, donde sentía que me asfixiaba. Me adormecí de inmediato. En mi sueño vi al Padre Pío que me tocaba en el costado dolorido; después me sopló en la boca, diciéndome muchas cosas que no eran de este mundo. El hecho es que, al cabo de tres horas, desperté y pedí mi hábito para levantarme de la cama donde yacía desde hacía meses… Me incorporé sin ayuda de nadie y bajé a la capilla… Al mediodía fui al refectorio y yo, que desde hacía tiempo no probaba bocado, comí incluso más que mis hermanas… Desde aquel día no he vuelto a sentir nada.”

Su propio médico, Juan Bautista Morelli, profesor ordinario de la Universidad de Montevideo, viajó luego a Italia para conocer al Padre Pío y regresó a su país convertido en un hombre nuevo.

La misma suerte que la Madre Teresa corrió la terciaria franciscana Paulina Preziosi, madre de cinco hijos. Desahuciada por su médico a causa de una grave pulmonía, su familia pidió también auxilio al Padre Pío. “Díganle que no tenga miedo, porque resucitará con el Señor”, sentenció el fraile.

La noche del Viernes Santo, mientras la enferma rogaba al Señor que la curase en atención a sus cinco hijos, se le apareció el Padre Pío: “No temas –le dijo-. No temas, criatura de Dios. Ten fe y espera. Mañana, cuando suenen las campanas, estarás curada”.

Esa misma noche, la mujer entró en coma; su familia preparó la mortaja para revestirla en cuanto falleciese.

Pero al día siguiente, al toque de las campanas del Cristo Resucitado, Paulina Preziosi se incorporó de la cama movida por una fuerza sobrenatural mientras entonaba loas a Jesús y alabanzas al Padre Pío.

Infinita es la misericordia del Señor.


1 comentario:

  1. La Misericordia del Señor, a través de instrumentos como el Padre Pío,se manifiesta curando el dolor del ser humano y trayendo esperanza y calor a los corazones. Bendito sea Dios en su Infinita Misericordia.

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