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jueves, 11 de octubre de 2012

Conociendo a Jesucristo: La Iglesia primitiva



Desde la encomienda de Barcelona, volvemos a compartir con todos vosotros el apartado cuya intención es dar a conocer con sencillez la figura de Nuestro Señor Jesucristo. Con esa intención, os acercamos al trabajo del teólogo protestante J.R. Porter, donde hemos seleccionado un capítulo de su obra “Jesus Christ”, el cual nos indica los aspectos del mensaje de Jesús, que sus discípulos se encargaron de difundir por la tierra.

Desde Temple Barcelona os proponemos su lectura.

Crismón, uno de los símbolos de la Iglesia primitiva

Pablo afirmó que si Cristo no hubiera resucitado, toda la fe cristiana y la doctrina hubieran sido en vano (1 Cor 15, 12-19). Sin lugar a dudas, todos los documentos que forman el Nuevo Testamento están escritos bajo la firme convicción de que Jesús resucitó de la muerte, pero son otros textos distintos a los evangelios los que expresan con mayor claridad la creencia de la Iglesia primitiva en la resurrección de Cristo. Los Hechos de los Apóstoles y las epístolas contienen las primeras fases de lo que se conoce como “cristología”: la continua labor de interpretar el significado de la persona de Jesucristo para la fe de la Iglesia.

Los autores del Nuevo Testamento utilizan una amplia gama de títulos y conceptos para expresar su significado. Uno de los temas más básicos es que la Resurrección fue un acto de exaltación divina, mediante el cual Dios reivindicó a Jesús y le confirió una posición de suprema autoridad sobre el universo. Jesús resucitó y fue ascendido al Cielo, y eventualmente volverá para restaurar todas las cosas (Act 3, 20-21; 1 Tes 1, 10). Así pues, La Resurrección revela y proclama a Jesús definitivamente como el Mesías, Señor e Hijo de Dios (Act 2, 36; Rom 1, 4).

Es la interpretación de la persona del Jesús resucitado, los primeros cristianos naturalmente también recurrieron a las Escrituras hebreas. Pablo compara a Jesús con Adán: pero mientras que la desobediencia de Adán trajo la muerte al mundo, la perfecta obediencia de cristo comportó la vida eterna a los creyentes (Rom 5, 12-21). De nuevo, Pablo describe a Jesús como “el último adán”: el primer Adán era “un hombre de tierra”, un ser físico creado con la tierra del suelo, pero el Cristo resucitado es un hombre “del Cielo” y un “espíritu dador de vida”, un ser espiritual que transmite su carácter a sus seguidores. Así como todo hombre tiene “la imagen del hombre de tierra”, él o ella resucitará a través de Cristo para “tener la imagen del hombre celestial” (1 Cor 15, 45-49).

Si la Iglesia primitiva veía a Jesús como una figura celestial ensalzada, sus miembros también sabían que primero había sufrido la vergonzosa muerte en la cruz. A pesar del hecho de que este tipo de muerte se consideraba una humillación tanto por parte de los judíos como por los gentiles (1 Cor 1, 23), su significado fue central en el pensamiento de todos los autores del Nuevo Testamento, especialmente Pablo, el cual veía al Cristo crucificado como la esencia de todo el evangelio (1 Cor 2, 1-2). En lo que serían ejemplos de las primeras prédicas cristianas, la ejecución de Jesús se presentaba como una negación de Israel de su verdadero Mesías, con la Resurrección como la reversión por parte de Dios de esta opinión (Act 2, 23-24; 3, 13-15; 10, 39-40). Pero todavía existen insinuaciones de la idea cristiana desarrollada de que la muerte de Jesús tenía un objetivo más amplio de salvación para los hombres, se dice que era parte del plan de Dios (Act 2, 23) predicho en las Escrituras (Act 3, 18).

Podría decirse que Cristo murió para expiar los pecados de la humanidad (Rom 3, 25; 1 Cor 15, 3; 2 Cor 5, 14; Gál 14; 1 Pe 3, 18). El creyente interpretó esta convicción básica de diversas maneras, principalmente mediante el uso de imágenes y conceptos de la Biblia hebrea. La sangre que Cristo derramó se comparó con el ritual de sangre del sacrifico judío anual de expiación, mediante el que Dios era capaz de limpiar los pecados (Rom 3, 24-25; 1 Jn 2, 2). Las epístolas del Nuevo Testamento presentan a Jesús como el verdadero cordero pascual (1 Cor 5, 7; 1 Pe 1, 19) y describen su sufrimiento con el mismo lenguaje utilizado en Isaías 53 para describir la figura del “siervo doliente”, una figura que, en su muerte, cargó con los pecados de muchos (1 Pe 2, 21-25; Is 53, 5-12).

La idea de la muerte de Jesús como un sacrificio en beneficio de otros es especialmente desarrollada por Pedro. En la cruz, Jesús cargó sobre él la maldición de la antigua ley (Gál 3, 10-14). En una afirmación paradójica, Pablo dice que el que no conoció pecado fue hecho pecador (2 Cor 5, 21). La cruz no sólo anuló la pena divina para el pecado humano, sino que también marcó una victoria decisiva sobre los poderes cósmicos del mal (Col 2, 13-15), un triunfo que se realizará finalmente con la segunda venida de Cristo (1 Cor 15, 23-25).

“Cristología de la Sabiduría

Los escritores del Nuevo Testamento identificaron a Jesús con el concepto bíblico de Sabiduría (1 Co 1, 24; 30). En las escrituras hebreas y en texto judíos posteriores, la Sabiduría es personificada como la expresión del ser interno de Dios y como su único agente en la obra de la Creación. Asimismo, la Sabiduría es la revelación de Dios y el medio de salvación del hombre (Sb 7, 22-27). Estas características se aplican a Jesucristo en varios pasajes del Nuevo Testamento que probablemente son citas de primitivos himnos cristianos. Él es la imagen visible del Dios invisible, aquel a través del cual se crearon todas las cosas, el que sostiene toda la Creación y el que, con su triunfal ascensión a los Cielos, finalmente reconcilia al mundo con el Padre (1 Co 8, 6; Col 1, 15-20; He 1, 2-4).

Así pues, inevitablemente, la cristología de la sabiduría implica que la Iglesia primitiva reconoció a su Señor como un ser divino ya existente, el cual estuvo “con Dios” desde antes de la Creación. Este punto está mejor expresado en el Cuarto Evangelio (Jn 1, 1-18), pero es aseverado en otros pasajes del Nuevo Testamento, entre los que cabe resaltar un himno citado por Pablo, donde se describe a Jesús como un ser original “en forma de Dios” pero después “tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres” (Fil 2, 6-11). De forma parecida, Jesús –la huella exacta de Dios, superior a los seres angelicales (He 1, 3-4)- fue durante un tiempo “hecho menor que los ángeles” al compartir la naturaleza humana ordinaria (He 2, 9; 14-17). 

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