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martes, 16 de octubre de 2012

Los templarios y la Sábana Santa



  
Ecce homo!(III)

Desde la encomienda de Barcelona, os servimos más información sobre aspectos fundamentales para entender por qué los cristianos veneramos imágenes religiosas y la importancia que cobraron las reliquias para también la orden del Temple. En esta ocasión la paleógrafa italiana Barbara Frale, cuyo texto hemos seleccionado de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, viene a indicarnos que el baphomet templario muy bien pudo a ver sido la propia Sábana Santa.

Desde Temple Barcelona estamos convencidos que su lectura os atrapará.

4. Icono Físico

Según Ian Wilson, la Sábana Santa plegada para dejar ver únicamente la imagen del rostro era en realidad un objeto que en su tiempo poseían los emperadores bizantinos y que se consideraba una de las reliquias más preciosas y veneradas de la cristiandad: era un retrato auténtico del rostro de Jesús que reproducía fielmente su fisionomía. Robada en el tremendo saqueo de Constantinopla de abril de 1204, la valiosísima reliquia terminó en manos de la orden de los templarios, que continuaron venerándola en su sagrario original, pero prefirieron guardar silencio acerca de su existencia, dado que las vías por las que les había llegado no eran precisamente claras. En las páginas siguientes se seguirá en sus líneas fundamentales la reconstrucción de Wilson, pero he creído necesario replantear por completo muchos puntos e insertar incluso nuevos paréntesis para dejar más claro el contexto.

Había una antigua tradición teológica que vinculaba indisolublemente este retrato con los evangelios y la vida de Cristo; en cierto sentido, podríamos decir que para muchos autores teólogos del mundo antiguo aquel objeto venía ser casi un manifiesto del cristianismo.

En la antigua ciudad de Edesa, actual Urfa en Turquía, se guardaba y veneraba en los primeros siglos de la era cristiana una imagen de Jesús en tela, de la que se decía que no era obra humana (acheropita); el retraso, que la tradición siempre ha llamado mandylion (en griego “toalla” o “pañuelo”), era el objeto más sagrado para la comunidad cristiana local. En el año 943, cuando ocupaba el trono de Bizancio el emperador Romano I Lecapeno, se festejaba un aniversario especialmente importante. Cien años antes, en el 843, un trascendental decreto imperial había dejado definitivamente fuera de la ley, y declarado herética, la corriente teológica de la inconoclasia, literalmente “destrucción de las imágenes”, que por algunos decenios contara con el favor de diversos emperadores bizantinos y que, en un exceso de fanatismo religioso, había destruido un número incalculable de obras de arte.

Los iconoclastas, los destructores de iconos, fundamentaban sus convicciones en una interpretación de Jesucristo distinta de la que había definido la Iglesia católica en el Concilio de Nicea del año 325, donde se fijó la profesión de fe de los cristianos. El credo de Nicea afirmaba que Jesucristo era hombre verdadero y Dios verdaderos, es decir, que reunía en él la naturaleza humana y la divina; pero los iconoclastas eran monofisitas, palabra derivada del griego monophysis, que significa “una sola naturaleza”; según su opinión, la naturaleza humana de Jesús, mortal e ínfima, había sido inevitablemente absorbida por la naturaleza: la divina. Siendo en todo y para todo igual a Dios. Jesús no debía ser representado, puesto que no era lícito representar a Dios, y por eso se destruían todas sus imágenes. El 25 de marzo de 717 fue coronado emperador de Constantinopla León III Isáurico, hombre que había llegado al trono desde la carrera militar tras haber sido comandante del gran reparto instaurado en Anatolia. Nacido en Siria, León había heredado de la mentalidad de su pueblo de origen una cierta tendencia a considerar sospechosa la veneración de las imágenes porque podía ocultar el riesgo de la idolatría, mal en el que a los cristianos, lo mismo que a tantos otros pueblos de Oriente Medio, siempre les preocupaba caer. Cuando se familiarizó con las costumbres de Constantinopla, León III se dio cuenta de que el culto de las imágenes sagradas había asumido un papel fundamental incluso en la liturgia, y que en la práctica se había convertido en una de las formas principales de expresión de la religiosidad bizantina; el hecho escocía la sensibilidad de algunos teólogos extremistas, que veían en el cristianismo una religión espiritual, y por eso condenaban el culto que se profesaba a las imágenes, simples objetos materiales. León III abrazó esta línea de pensamiento, pero su elección le atrajo la hostilidad del pueblo: el 19 de enero del 729 unos fanáticos llegaron a desfigurar a cuchilladas uno de los iconos de Cristo más célebres de la capital, lo que produjo una insurrección popular, que León III mandó ahogar en sangre. Esta política le acarreó también la ruptura de relaciones diplomáticas con la Iglesia de Roma, que en esos años estuvo bajo la dirección de los papas Gregorio II (715-731) y su sucesor Gregorio III (731-743): ambos creían que la naturaleza humana de Cristo era digna de ser representada y venerada por los fieles mediante la contemplación del arte sagrado. En realidad, la veneración de las imágenes se fundaba en una antiquísima tradición que se remontaba a los orígenes mismos de la Iglesia. Ya en el siglo IV, el obispo Atanasio de Antioquía exaltaba las imágenes de Jesús recordando el pasaje de los evangelios según el cual Cristo había dicho: “Quien me ve, ve al Padre”; para la comunidad de los cristianos, por tanto, poseer retratos fieles de Jesús era una riqueza, y contemplar su forma humana podía ser una valiosa ayuda en la plegaria.

Poco después, san Basilio, obispo de Cesarea (330-379), fundador de un movimiento monástico muy extendido en Oriente, había escrito una obra titulada Tratado del Espíritu Santo, en la que explicaba este concepto teológico con un ejemplo muy eficaz. Según san Basilio, cuando los súbditos rendían homenaje a la estatua de su emperador, el afecto y la veneración que le dedicaban se transferían a la propia persona del emperador; de la misma manera, el culto que los cristianos rendían al retrato de Cristo estaba dirigido a la persona de Jesús y, en consecuencia, no era idolatría. En otra obra, Basilio sostenía que la imágenes de los mártires tienen la capacidad de expulsar los demonios, concepto que compartía el hermano Gregorio, obispo de Nisa, según el cual las representaciones de los santos inducen al fiel a imitarlos: por eso “las pinturas mudas de las paredes de las iglesias son en realidad capaces de hablar y de prestar una gran utilidad”.

Pero probablemente el defensor más apasionado del culto de las imágenes ha sido el monje Juan Damasceno (circa 650-749), uno de los espíritus más brillantes de toda la milenaria historia del cristianismo. Había vivido en la Siria dominada por los árabes, lo que, paradójicamente, le había permitido expresar sus convicciones religiosas con una libertad muy superior a la de sus correligionarios que vivían en territorios bajo el gobierno de Constantinopla: en realidad, los árabes imponían a los cristinos, súbditos suyos, el pago de una tasa especial, con lo cual quedaban en libertad de observar su propio culto sin la intromisión de los gobernadores en sus cuestiones de dogma. Su Tratado de las imágenes describía esta práctica de devoción con gran finura teológica y un lenguaje muy ágil, a veces hasta poético: en una palabra, había sabido reflejar el fervoroso amor que la gente común experimentaba por las representaciones más importantes de Cristo, la Virgen y los santos. Juan Damasceno partía de una verdad muy sencilla, al alcance de todos: para el cristiano, Jesús era también una realidad terrenal, concreta y material. En vida había caminado por las calles de Palestina y en esa tierra arenosa había quedado las huellas de sus pies: después de la muerte y la resurrección, gracias la poder del Espíritu, Cristo seguía estando vivo y activo en la vida de los fieles, como había dicho en el Evangelio de Mateo: “Estoy con vosotros todos los días”.

El retrato de Jesús que conserva la tradición simboliza y recuerda al cristiano esa presencia física terrenal y cotidiana, y ese contacto reconforta enormemente en las dificultades de la vida. No se podía privar a la gente de esta oportunidad de relación personal con lo divino en nombre de un razonamiento tan abstracto, no era justo. Más allá de todo esto, aquella extraña visión de la fe que promovían ciertos autores de refinadísimo pensamiento no se conformaba al dictado original de los evangelios, los que decían claramente que, incluso después de la resurrección, Jesús tenía un cuerpo concreto que se podía ver y tocar. Según Juan Damasceno, Cristo es un “icono físico” del Padre (èikon physikè), una imagen viva y llena de Espíritu Santo, capaz de acercar el hombre a Dios y purificarle así el alma y los pensamientos.

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